En 1986, el físico Marcos Moshinsky (1921-2009) formuló un teorema pensado para entender aspectos fundamentales de la filosofía del Estado mexicano. El teorema es el siguiente: “Todo mexicano que ha mostrado capacidad en su labor, es automáticamente un privilegiado, y las instituciones públicas deberían desatenderse de él para concentrase en aquellos que no tengan esa característica.” (“Universidad en la encrucijada”, Vuelta 120, noviembre) Esta proposición la hizo en el contexto de las tensiones provocadas por un intento del rector de la UNAM de elevar las cuotas de los estudiantes e introducir cambios reglamentarios que supuestamente debían elevar el nivel de “excelencia” de la universidad. No me interesa aquí comentar la coyuntura, sino reflexionar sobre la proposición de Moshinsky. Aunque se refería a la universidad, el físico consideraba que su teorema podía explicar muchos aspectos de la vida nacional, y no sólo la educación. Pensaba que en México se cometía el grave error de no apoyar a los más capaces al máximo nivel. Moshinsky estaba convencido de que éstos son el motor que mueve a los países desarrollados. El teorema de Moshinsky se refiere a un fenómeno político profundamente enraizado en la cultura mexicana, el populismo, aunque el físico no usó este término. Se trata de una actitud agresiva contra lo que despectivamente se menosprecia como una meritocracia.
La aplicación de esta concepción en la UNAM había provocado, según Moshinsky, la siguiente situación: “Parte del personal académico y de los estudiantes haría un buen y, en ocasiones, excelente papel en cualquier universidad de primera línea en el mundo, pero ellos representan solamente un porcentaje pequeño de los profesores y alumnos de la Universidad. Un porcentaje bastante mayor no tiene el nivel para estar en la institución, y resta un grupo numeroso que sería recuperable si existiera un ambiente apropiado de trabajo.” Hoy en día, casi un cuarto de siglo después, la situación es similar, aunque acaso haya aumentado el porcentaje del segundo grupo. Moshinsky creía, me parece que equivocadamente, que esta situación podía mejorar haciendo modificaciones en los reglamentos para eliminar el pase automático a la UNAM de los alumnos de sus propias escuelas y colegios, elevar los promedios exigidos, introducir exámenes para filtrar la admisión y subir las cuotas a los estudiantes. Su propio teorema nos indica que la dificultad no radica tanto en los reglamentos institucionales sino que es un problema profundamente inscrito en la cultura, en los usos y costumbres que empapan la vida política mexicana.
Acaso el propio Moshinsky sufrió en carne propia la peculiar marginación a que son sometidos quienes destacan y que son rápidamente rodeados y copados por quienes no son “privilegiados”, con el objeto de repartir “democráticamente” las famas y evitar que se concentren en unos pocos. En 1994 abordé este problema es una conferencia titulada “Cuatro formas de experimentar la muerte intelectual”. Me gustaría citar un párrafo que resulta pertinente aquí; sostenía que los intelectuales a veces actúan como campesinos tradicionales, “conciben la fama como un bien escaso o limitado que no alcanza para todos. Ante el asedio, se abren dos alternativas: o bien organizan un gran potlatch para dilapidar en la fiesta y en el importamadrismo la fama de todos, o bien se dedican con saña a exterminar a los intelectuales vecinos, para acaparar la parcela de gloria que otros pretenden arrebatarles.” (La sangre y la tinta. Ensayos sobre la condición postmexicana, 1999) El gran historiador Tony Judt, en un artículo publicado en torno a la fecha de su prematura muerte, que ocurrió el 6 de agosto de 2010, termina sus recuerdos de cuando fue estudiante en el King’s College de Cambridge reconociendo el valor de una aparente incoherencia de la meritocracia académica, que da “a todos una oportunidad y después privilegia a los talentosos” (“Meritocrats”, The New York Review of Books, núm. 13, 2010). A Moshinsky le habría encantado el ensayo de Judt.
Quisiera recordar una reflexión irónica que solía hacer otro universitario, Sergio de la Peña (1931-1998). Ante la vocación mexicana para el fracaso, nos consolaba con su curiosa teoría sobre el necesario equilibrio entre mediocridad y creatividad. En la universidad –decía Sergio de la Peña–, lo mismo que en otros ámbitos, hay una mayoría mediocre que trabaja poco y que constituye aproximadamente el 80 % del conjunto. Si el 20 % creativo que más produce lucha con excesivo ahínco para expandirse, inevitablemente la mayoría se sentirá amenazada y reducirá al grupo minoritario a su mínima expresión. Por tanto, decía, más vale mantener el equilibrio en una prudente relación de 4 a 1.
Este pragmatismo irónico contiene, sin duda, una fuerte dosis de pesimismo. Pero es útil porque nos enfrenta a un problema muy difícil de abordar, pues suele ser considerado políticamente incorrecto incluso mencionarlo, ya que los temas relacionados con la competencia hieren la sensibilidad de muchos. Creo que si la universidad se desburocratiza y si se academizan las instancias administrativas, se puede mejorar paulatinamente la situación. Es mejor una meritocracia apoyada en la academia que una mediocracia impulsada por burócratas.
Hay otro problema, frecuentemente debatido, que quiero abordar brevemente: la relación de la universidad con su entorno social. A Moshinsky le preocupaba un proceso que se ha ido acentuando durante los últimos años: las clases medias han ido abandonando la educación pública. Este fenómeno, que se inició en la educación primaria y secundaria, se manifiesta también en el nivel universitario desde hace muchos años. La educación pública ha ido perdiendo la composición pluriclasista que la caracterizaba. En la UNAM este problema se agudizó con la huelga de 1999-2000, que conjuntó la imprudencia de un rector con la intransigencia dogmatica de una parte del estudiantado. El resultado fue que la UNAM quedó paralizada durante cerca de nueve meses. El deterioro de la imagen de la universidad fue enorme y ello frenó todavía más el flujo de estudiantes de clase media a la enseñanza pública universitaria. Ahora ha crecido la polarización social que separa e incluso opone las universidades privadas a las públicas. Y a pesar de todo son estas últimas las que, de lejos, ofrecen los más altos niveles y los mejores programas de estudios; y es en ellas donde se realiza la más avanzada investigación.
A cien años de fundada, la UNAM se enfrenta a la necesidad de realizar cambios significativos. Uno de los más importantes debería ser, a mi juicio, el logro de un vuelco en las prioridades, para fortalecer principalmente los postgrados y la investigación. Tradicionalmente se ha creído que las reformas deben comenzar desde abajo, por los bachilleratos y las licenciaturas. Creo que no es lo más adecuado: estoy seguro de que hoy hay que invertir las prioridades para lograr que los más altos niveles se conviertan en potentes locomotoras de la universidad (y dejen de ser torres de marfil). Algunos dirán, mostrando que el teorema de Moshinsky sigue siendo válido, que ello sería concentrarse en los privilegiados. Sin embargo, creo que es la alternativa mejor y más factible. Es menos difícil reformar la cabeza del cuerpo universitario que cambiar sus pies. Es mejor concentrar esfuerzos en la parte más pensante y mejor preparada. Si los cambios son exitosos, seguramente se extenderán por todo el cuerpo universitario.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.