La obra de Mario Vargas Llosa, en su vertiente principal, se finca en una indignación primigenia contra las muchas caras de la opresión y el fanatismo: la opresión de los jefes y militares en sus primeras novelas, la injusticia social y la corrupción política en Conversación en La Catedral, los fanatismos religiosos en La guerra del fin del mundo, los fanatismos de la identidad racial en su extraordinario y poco leído libro de ensayos La utopía arcaica, el desdichado utopismo guerrillero en Historia de Mayta y, por supuesto, el caudillismo autoritario de Trujillo, ese paradigma del dictador latinoamericano, en La fiesta del Chivo. Pero no se trata –nunca se trata– de una literatura de tesis.
Se trata de la altísima recreación artística de esos extremos de la maldad y la miseria humana, escritos para revelarlos, para combatirlos, para exorcizarlos.
La vertiente lúdica, erótica de su literatura, que ha hecho reír, gozar y sonrojar a mujeres y hombres en todos los idiomas, parecería ser como un remanso de libertad y juego que Vargas Llosa necesita para reponer el alma luego del esfuerzo de aquellas tremendas novelas libertarias. En estas novelas escapan sus otros demonios, sus sueños y ensueños amorosos.
Vargas Llosa es todo lo contrario a un escritor “conservador”. Es un intelectual liberal, y ya es hora de que, frente a las poderosas corrientes de intolerancia que perduran en Latinoamérica, reivindiquemos definitivamente la legitimidad histórica del liberalismo democrático. Ese proyecto liberal, proyecto civilizador por excelencia, es el que fundó a nuestras naciones y es el mismo que Vargas Llosa encarna en su vida y obra. Frente al poder autoritario, el alma liberal no hace distingos. Vargas Llosa, es verdad, creyó en la Revolución cubana y la acompañó al menos por una década porque creyó en su destino liberador, pero tuvo el valor de apartarse de ella cuando advirtió su irreversible camino totalitario. Y con la misma enjundia y convicción ha criticado a los dictadores militares o los gobiernos corruptos. ¿Hay que recordar que fue él quien bautizó al PRI como “la dictadura perfecta”? Y ninguna novela de dictadores supera, en su combinación de excelencia literaria y radical crítica moral, a su retrato del régimen de Trujillo.
Vargas Llosa no solo ha defendido la libertad en sus novelas. También en su columna quincenal en El País y Reforma, y en sus ensayos en las revistas Vuelta y Letras Libres. Como ensayista y reportero semeja un joven soldado de la libertad. Se mete a menudo en la boca del lobo (Bagdad, Gaza, Congo, Haití, Darfur) y nunca ha temido ser impopular. La voz que cuenta para él es la voz interior, el imperativo de la verdad.
Su triunfo es también el de la literatura peruana. El trágico, profundo y variopinto país del Inca Garcilaso, de Poma de Ayala, de Mariátegui y Vallejo, tiene por fin el Nobel que se merece. Y el idioma español también gana. Después de Cela y Octavio Paz, pasaron veinte años. El Nobel (como casi todo el mundo sabe) le fue negado a Borges, y parecía vedado a Vargas Llosa. Al premiarlo, la Academia lo honra y se honra, recobrando el nivel de sus mejores galardonados.
El Premio llega en el mejor momento para América Latina. El caudillismo, el militarismo, el redentorismo ideológico, el populismo, los nacionalismos obtusos, los fanatismos de la raza o la religión siguen presentes en nuestros países pero desde hace veinte años el avance de la democracia ha sido permanente. Vargas Llosa ha sido, después de Octavio Paz, su más firme defensor.
El Premio Nobel a Mario Vargas Llosa es un acto de justicia con la literatura y la libertad. Dos palabras inseparables.
– Enrique Krauze
(Texto publicado previamente en el periódico Reforma. Imagen)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.