La idea de que México debe castigar a sus propios criminales, en lugar de enviarlos con mínimo trámite al país que quiera recibirlos, resulta un tanto extraña. Es cierto que algunos de nuestros extraditables más prominentes cometieron delitos en México y no sólo en Estados Unidos. No se debate que son connacionales, que probablemente son delincuentes y que el Estado mexicano tiene, en teoría, alguna suerte de obligación de perseguir y castigar sus crímenes.
La pregunta de fondo es, más bien, por qué algo de eso importa. Nadie mueve una pestaña cuando los narcotraficantes son “abatidos” por las fuerzas armadas o la policía—por el contrario, suele celebrarse—así que no se puede argumentar con plena consciencia que, en tanto mexicanos, merecen la protección del Estado mexicano en todas las circunstancias. Tampoco se puede argumentar que al extraditarlos se les está sometiendo a un sistema de justicia penal corrupto o arbitrario o que están escapando a la justicia. Es probable que tengan mayores garantías allá de las que tiene un acusado promedio aquí y sería particularmente necio obviar el hecho de que, tanto en Estados Unidos como en México se les juzgaría esencialmente por la misma actividad: el tráfico de drogas. Si en México se pretendiera hacerles responsables de los homicidios que ordenaron o causaron de este lado de la frontera, se argumenta que el Estado mexicano está cumpliendo alguna obligación trascendente con las víctimas, pero el hecho es que aquí también se les suele juzgar por narcotráfico o por posesión ilegal de armas de fuego. Y en última instancia encerrarlos en un sistema penitenciario en el que gozan de menos privilegios, por los mismos delitos por los que los hubieran encerrado aquí, ni siquiera priva formalmente al Estado mexicano de la posibilidad de castigarlos eventualmente: la extradición suspende los procesos en México, no los cancela.
Puede haber otras consideraciones más pragmáticas, por supuesto, pero tampoco revisten mucho peso. Las extradiciones pueden ser largas y costosas—excepto claro cuando, como ocurrió en el caso de Edgar “La Barbie” Valdez y de su suegro, los extraditables de hecho renuncian a pelear la extradición, pidiendo para los fines prácticos que los trasladen a Estados Unidos lo antes posible. Y es posible que los capos detenidos sean fuentes inagotables de inteligencia que se prefiere se quede en México. Pero un análisis de costo-beneficio simple, pragmático también, dejaría en claro que las ventajas que se puedan obtener al procesar a los criminales en México deben ser, al menos, mayores que las desventajas de mantenerlos en un ambiente que pueden corromper o manipular a su conveniencia. Cualesquiera beneficios que se pretendan obtener de mantener a los criminales en el sistema penitenciario mexicano deben ser mayores—mucho mayores—que la vergüenza que implica que sigan operando o peor, que se fuguen por un túnel o salgan por la puerta porque se cayó su proceso penal sin que se le avisara a nadie. Nadie ha hecho un balance histórico público de estas cosas—es la naturaleza de la inteligencia y la seguridad nacional, se nos dice—pero no sería difícil estimar que es francamente negativo.
No queda entonces más que el argumento de que es vergonzoso que el Estado mexicano no pueda juzgar a sus propios delincuentes y deba recurrir al sistema de justicia penal estadounidense. O, alternativamente, que se debe evitar a toda costa la idea de que se está trabajando con los estadounidenses, para fines que—al final del día—convienen a ambas partes. Esto es, las extradiciones son nocivas o sospechosas no por los derechos de los criminales ni por la inteligencia que se entrega a los estadounidenses, sino porque en ello se va el orgullo de la patria, que debe enfrentar solitaria pero gallardamente la amenaza del crimen organizado internacional. Es decir, no hay victoria si es compartida. Y si no hay victoria, no hay patria.
Sería fácil descartar estos argumentos por patrioteros, cuando no abiertamente ridículos a la luz de las circunstancias, si no fuera porque ni el Gobierno Federal ni sus críticos parecen capaces de pensar en otros términos. Las extradiciones, nos dicen algunos analistas, son una forma de evitarse otra vergüenza como la que provocó la fuga de El Chapo. Otros, pretendidamente más sensibles a las realidades del poder en Norteamérica, arguyen que son una suerte de sacrificio ritual para aplacar la ira estadounidense ante, bueno, la fuga del Chapo. Y algunosmás deploran el hecho de que las extradiciones son una admisión incontrovertible de la incapacidad del Estado para juzgar a sus propios criminales—más directa, es de suponerse, que el diagnóstico del propio Comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales, que palabras más o menos declaró al sistema penitenciario una ruina hace unas semanas—que por otra parte fue evidenciada por, claro está, la fuga del Chapo. Difícil, pues, encontrar a quien piense que pueda haber alguna política de seguridad que vaya más allá del sinaloense más famoso de la historia, ni intereses políticos que puedan ir más allá del berrinche de unos y el orgullo herido de otros—aunque no imposible, claro.
Y aunque el Gobierno Federal ha hecho un gran esfuerzo por argumentar que la coincidencia con la fuga del Chapo es, bueno, una mera coincidencia, está sumido también en el mismo debate. Fue el Gobierno Federal el que convirtió la cooperación anti-narco con Estados Unidos en un tema políticamente contencioso para fines de distanciarse de su predecesor. Fue el Gobierno Federal el que convirtió la efímera prisión de El Chapo en un tema de orgullo nacional y la vara contra la que habría de medirse al sistema penitenciario mexicano y, en cierta medida, a la política de seguridad en su conjunto. Y sobre todo, fue el Gobierno Federal el que hizo todo el esfuerzo por minimizar el rol de las agencias estadounidenses en la captura de El Chapo—incluyendo una ridícula guerra de declaraciones con fuentes anónimas estadounidenses en las páginas del New York Times. La defensa solitaria e inútil frente a la amenaza del narcotráfico internacional no es un invento de los críticos para ponerle una camisa de fuerza tricolor al Gobierno. Es un invento del propio Gobierno para ponerse, una vez más, metas que simplemente no pudo cumplir; para envolverse en la bandera y, a la manera del cuento del cadete en Chapultepec, sacrificarse de manera completamente inútil pero muy vistosa.
No basta con decir que México debe castigar a sus propios delincuentes, hay que hacerlo. Es posible que a alguien le resulte embarazoso que el Estado mexicano reconozca implícita o explícitamente que no puede mantener encerrados a sus grandes capos y que debe enviarlos a Estados Unidos, pero la realidad es que debería resultar mucho más vergonzoso que se comprometa a hacerlo y se demuestre, una y otra vez, que en realidad no puede. Se escoge, si se quiere entre una opción mala y otra peor. No hay problema en reconocer que el problema es compartido. ¿Por qué resulta tan complicado entender que la victoria debe ser compartida o simplemente no será?