The Knick: todos enlazados

Aprovechando el estreno de la segunda temporada, presentamos este análisis del estilo empleado por Steven Soderbergh en la serie The Knick. 
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En cine independiente existe una forma narrativa que ha cobrado preponderancia en el último par de décadas: la network narrative. En este tipo de narraciones varios personajes tienen una importancia similar, “protagónica”, en tramas que se entrelazan. Los personajes pueden ser desconocidos, conocidos lejanos, parientes, amigos. El nodo del entrecruzamiento puede ser un accidente (de auto, sobre todo), una relación (todos consultan al mismo psicólogo) o, como en The Knick, la serie dirigida, fotografiada y editada por Steven Soderbergh, un espacio físico: el hospital sin fines de lucro Knickerbocker, en Nueva York, por ahí de 1900.

Ésta no es la historia del doctor John Thackery y sus investigaciones médicas, sus avances y reveses, sus problemas de adicción al opio y la cocaína, aunque el star power del actor que lo interpreta, Clive Owen, pueda mover metafóricas montañas. Es la historia de un hospital y de los hombres y mujeres que trabajan, padecen, viven o tienen algún grado de separación menor a 6 con él. The Knick se adhiere y actualiza la tradición del drama de hospital de la que participaron también ¡Emergencia! (1972-1979) o St. Elsewhere (u Hospital San Eligio, 1982-1988). Ahí está el drama de las enfermeras, de las monjas, de los pacientes, de los doctores, de los directivos corruptos, de los familiares y los amigos de todos ellos en el enjambre del hospital y éste funciona en otro enjambre siempre en tensión: la isla de Manhattan con su severa división del norte para los ricos y el sur para los jodidos.

El material de The Knick puede ser genérico pero Soderbergh está siempre buscando nuevas formas de montar y filmar la acción: nuevas formas de ver. Su caja de herramientas es vasta, poderosa. Tomemos por ejemplo algunas de sus tomas largas. Por la disponibilidad de cámaras pequeñas y de gran memoria, por la influencia de algunos cineastas y por puro espíritu de competencia, la toma larga virtuosa –esa que recorre pasillos, sube y baja escaleras, se asoma por ventanas y atrae irrefutablemente la atención del espectador–, el bravura shot, ha adquirido notoriedad y apogeo en cine y en televisión. (El año pasado: la toma de seis minutos al final del episodio 4 de True detective; este 2015, todo el episodio ‘Charlie work’, cuarto de la décima temporada de Always sunny in Philadelphia, parecía estar filmado en una sola larguísima toma.)

Soderbergh practica esta toma al final de la temporada, cuando el doctor Gallinger, en el último aliento de su caída tremenda –ha perdido su mujer, su hija, su bebé adoptiva y casi la cordura–, intenta golpear al doctor Algernon Edwards, culpable, según él, de su debacle. La escena puede o no ser gran guiñol (la han culpado de ello) pero, filmada en una toma móvil, paciente, ondulante, sin cortes, con el preciso movimiento de los actores, Soderbergh hace de ella una mezcla de cine y ballet.

Cualquier espectador se percatará de esa toma larga; de otras, no tanto. La llamada de Thack a Bertie en el episodio 6 ‘Start calling me dad’, en que la cámara se aproxima y se aleja del teléfono –esa casi novedad en 1900–, la toma altmaniana en ‘Paris shoes’ que muestra la entrada de los personajes al hospital-enjambre –tal vez la más puntual declaración de que esto es una network narrative, una narrativa de hipervínculos–, la toma al final del episodio 3, ‘The busy flea’, con la cámara montada en una especie de arnés a espaldas de Edwards: todas son tomas largas o relativamente largas que acentúan o envuelven los acontecimientos tan agudamente que pueden ser imperceptibles. Su técnica viene a la mente como un paréntesis posterior, reflexivo.

Estas decisiones estilísticas de Soderbergh pueden deberse a algo poco común en estos días: el respeto y la ponderación del corte. Soderbergh parece querer ahorrarle al editor –él mismo, con pseudónimo– el uso de la tijera. Entre cortar y no cortar elegirá no cortar siempre que sea posible, y hasta que el corte aporte algo al drama. En el penúltimo episodio de la temporada la hija del dueño del hospital (blanca, por supuesto), Neely, ha decidido abortar el producto de su relación con el doctor Algernon Edwards (negro, naturalmente; de familia pobre, por supuesto; cuya madre trabaja como sirvienta en la casa de Neely, previsiblemente –como buen drama de hospital, The Knick abreva de una enorme fuente de melodrama y telenovela), pues está a punto de casarse con el hijo de un potentado amigo familiar. Neely le pide a Edwards que lleve a cabo la operación. Él se niega primero (“¡Huyamos! ¡Vayamos a Europa, donde seremos comprendidos!”); después accede. Toda la primera parte de la escena del aborto, en un sótano, está filmada desde un ángulo bajo, en un plano abierto que acentúa la separación de los personajes y vuelve inescrutables, invisibles, los rasgos o las emociones de sus rostros.

La tensión crece durante dos minutos que parecen veinte mientras el médico le da indicaciones a su amante, que lo está condenando. La toma no se corta. La cámara se mantiene, inmóvil, a la distancia. Neely, dándonos la espalda, está recostada en un colchón, desnuda pero cubierta. El silencio del doctor es ahora espeso, denso. Entonces, sobre el principio de un acorde sintético de Cliff Martínez, encargado de la música de The Knick, Neely dice titubeante: Algie –no Algernon–. El doctor Edwards continúa su preparación quirófana, sin voltear a ver a Neely, quien repite entonces: Algie? Sólo en ese momento Soderbergh permite el corte a un close up devastador de Neely: Algie, ¿por qué no me miras? Es un corte brutal, bajo el cual corren subcorrientes de amor, star-crossed-ness, ética médica y por supuesto racismo.

Dicho lo cual: la política racial de The Kinck es acaso su aspecto más problemático. Más de uno ha sentido que la serie se empeña en subrayar la diferencia entre los “ellos” de principios de siglo –negros y blancos (escoceses, irlandeses, gringos)– y los “nosotros”, con la ventaja nuestra de una supuesta perspectiva histórica desde la corrección política. A veces parecería que las decisiones dramáticas de los creadores de The Knick están ahí para congratularnos, para darnos palmaditas en la espalda y decirnos: “Qué lejos hemos llegado; qué poco nos parecemos a esos salvajes.” Aquí hay racismos acentuados de vario tipo: el racismo por conveniencia del doctor Thack, el racismo por tradición de los Robertson –arraigado tan a fondo que ellos, probablemente, se piensan libres de prejuicios de raza–, el racismo rabioso de otras minorías, el racismo resentido de negros contra negros. Pero todos esos racismos acentuados son contra el negro y todos expuestos desde lo sano y salvo que de pronto se resuelve en una probable hipocresía. Pensemos en el principio de ‘Start calling me dad’. El doctor Thackery parece haber llegado a la solución de un problema que lo ha atribulado desde meses atrás: la placenta previa. Entonces llama a uno de sus médicos internos, el joven Bertie, para que acuda al hospital de madrugada. Cuando Bertie llega, Thack se encuentra en una euforia de eurekas y cocaína. Como sujetos de su experimento, el cirujano utiliza a dos ‘lovely creatures’: Lin-Lin y Delores, un par de prostitutas orientales. La intensidad de la escena, con los médicos de un lado a otro en persecución de un logro científico y la bravura demoniaca de la cámara de Soderbergh, de alguna forma distrae de un hecho no menor: que los atractivísimos cuerpos desnudos de las dos putas están dispuestos ahí, casi como cosas, para nuestra mirada (salaz). En The Knick oriente es proveedor de sexo, opio y muy poco más.

Pero es un logro del siempre rico y texturizado estilo de Steven Soderbergh que también esta incomodidad de The Knick venga a la mente como un paréntesis posterior: reflexivo

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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