Jan Svankmajer
A Eduardo Padilla
Los grecolatinos heredaron de los tracios una sana superstición: marcar los días buenos (o “faustos”) con piedras blancas y los malos (o “infaustos”) con piedras negras. Lejos de ser como las “chinches”, esos “alfileres de señalización” con los que un entomólogo de oficina clava gráficos en paredes de corcho; menos ostentosas que un pisapapeles de cristal cortado y más discretas que un plumón fosforescente, las piedras fueron las primeras agendas retrospectivas en la historia de la humanidad. Es decir, agendas en miniatura cuyo volumen ayudaba a recordar los compromisos más importantes del pasado, pero también, y sobre todo, a dar materialmente la sinopsis moral, carnal, sentimental o espiritual de un cierto día: un mal negocio o el feliz reencuentro con un amigo, una comida opípara o una indigestión, una ruptura amorosa o un flechazo, todo ello dependiendo del color de la piedra. Además, el número de piedras blancas o negras en el calendario personal proyectaba un futuro escenario del destino. Por estas y otras razones, Persio escribió contra la volatilidad de los recuerdos y a favor del peso específico de la memoria:
Este día, amigo Macrino, señálalo con la piedra mejor,
que, con su blancura, te irá mostrando los años que pasan.
Pero, ¿cómo debía escogerse “la piedra mejor” de Persio? ¿Debía uno colocar sólo piedras blancas para señalar un día decisivo por su bienaventuranza, para conjurar la buena cara de los años venideros? Y excluir las piedras negras, ¿no haría que uno atrajera la mala suerte que deseaba alejar? ¿No tienen horas buenas, malas y neutrales nuestros días comunes? ¿No sería su indicador más fiel, acaso, una piedra jaspeada?
*
Toco la puerta de la piedra.—Soy yo, déjame entrar.
Quiero meterme en ti,
mirar alrededor,
tomarte como aliento.
—Vete —dice la piedra.
Estoy herméticamente cerrada.
Aun hechas pedazos
estaremos herméticamente cerradas.
Aun pulverizadas
no admitiremos a nadie.
Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
Vengo sólo por curiosa.
La vida es la única ocasión.
Quiero recorrer tu palacio
y luego visitar a la hoja y a la gota.
Tengo poco tiempo para todo.
Mi mortalidad debería conmoverte.
Wisława Szymborska, “Conversación con la piedra”
(Versión de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia)
*
Juego con piedras (1965) es el tercer cortometraje del artista gráfico, escultor, diseñador, poeta y director de cine Jan Svankmajer (1934). Surrealista de ojos bien abiertos, Svankmajer pareció responder a las preguntas hechas con anterioridad desde un punto de vista inesperado: la vida de las piedras. Por medio de una animación heroicamente realizada con los medios tecnológicos y la libertad creadora de que podía disponerse en la Praga socialista que anunciaba ya su Primavera, Juego con piedras es una oda a la hermosura sin por qué de sus protagonistas, las piedras blancas y negras que bailan al son de una cajita musical.
Cada tres o seis horas marcadas por un reloj de pared —Cronos de madera manufacturado en Suiza, dios inútil de criaturas eternamente agnósticas— las piedras de Svankmajer brotan de una llave de agua para caer al fondo de una cubeta pintada de blanco y negro. Allí se reúnen para conocerse, conversar, cortejarse, hacer el amor, formar alianzas o discriminar a las piedras impuras o mestizas, hacer figuras humanas para su entretenimiento, dejarse arrastrar o devorar por la piedrumbre y, al fin, romperse en mil pedazos, pulverizarse sin tragedia ni luto. Aunque el cortometraje podría ser tildado de fábula, su objetivo no es la prosopopeya. Antes bien, el corto es una indagación lírica y enternecedora, rebosante de humor y refinada violencia, en torno a las costumbres de lo inanimado; una indagación consciente de las limitaciones que el hombre, y ya no la censura del Estado, impuso a sí mismo para no estudiar, admirar e imitar dichas costumbres.
Se sabe que Svankmajer es un misántropo de tiempo completo. No en balde sus películas surgen de la animación o el teatro de marionetas. Sobre su pasión por los objetos y el desdén hacia su prójimo, el cineasta checo dijo alguna vez: “[Los primeros] son más permanentes y también más expresivos. Son más emocionantes por su contenido latente y por su memoria, que supera por mucho a la memoria de los hombres”. Esa memoria objetual, sin embargo, se hubiera perdido sin la imaginación de Svankmajer, primo lejano de Woody Allen, tío incómodo de Jim Jarmusch, Todd Solondz o Michel Gondry, e hijastro de Charles Bowers, Buster Keaton, Luis Buñuel, Karel Čapek y René Magritte.
Junto con el largometraje titulado Los conspiradores del placer (1996), Juego con piedras es la broma maestra de Svankmajer, el más auténtico ancien terrible del cine en nuestros días infaustos. Por toda moraleja, el corto de nueve minutos —historia universal y evangelio de lo inerte— reclama a sus espectadores: “El que de vosotros esté libre de tiempo, sea el primero en arrojar la piedra”.
*
Toco la puerta de la piedra.—Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar dos mil siglos
para estar bajo tu techo.
—Si no me crees —dice la piedra—
dirígete a la hoja y te dirá lo mismo.
A la gota de agua y te dirá lo que la hoja.
Pregúntale al final a un cabello de tu propia cabeza.
La risa me dilata, la risa, una risa enorme
con la que no sé reírme.
Toco la puerta de la piedra.
—Soy yo, déjame entrar.
—No tengo puerta —dice la piedra.
– Hernán Bravo Varela
http://www.youtube.com/watch?v=j0GdVVZw6Jg
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).