Si se le pregunta a un peatón del barrio habanero de Víbora por el restablecimiento de relaciones con EUA, lo más probable es que responda “para mí no ha significado nada”, “ver para creer”, “esperemos que sea bueno” o “peor no puede ser”. Según Grillo, un amigo periodista que vive en Regla y que acaba de cambiarse los dientes, esta buena onda con los yuma se puede acabar en cualquier momento, bajo cualquier excusa. En el instante mismo en que el gobierno perciba una amenaza complicada, la famosa “mesa de conversaciones” pasaría, según él, a mejor vida.
Ibrahim, ex miembro del Departamento América, que alguna vez recorrió el continente ayudando a sus movimientos guerrilleros, fidelista de la vieja guardia, tampoco es optimista, pero por las razones contrarias: “confiar en los americanos es una ingenuidad, chico. ¿Conoces la parábola del alacrán y el sapo? Así mismo son ellos: el alacrán no puede dejar de picar, porque es un alacrán”. A continuación me explicó que esto no era cosa de Obama, que él podía querer muchas cosas, pero “el sistema” no lo va a dejar. “El bloqueo no terminará pronto, aquí el Estado no soltará el control tan fácilmente, y Raúl, si está bien de salud, seguirá en el gobierno más allá del 2018”, sintetizó.
Si bien la palabra “democracia” no figura entre las demandas urgentes, a pesar de las sospechas, pocos dudan de que en la patria socialista haya comenzado un proceso de cambios impredecibles. Políticamente, en todo caso, Cuba es el reino de los subentendidos. A falta de una prensa libre, el intento por descifrar el verdadero sentido de un gesto o una declaración cuenta con pocos datos y muchos supuestos. En otros términos, cunde la suspicacia, las teorías conspirativas, las hipótesis indemostrables.
– ¿Y Fidel?, pregunto a Ibrahim.
– Él ya declaró que no confía en la política de los EUA. Lo dijo en enero y lo acaba de repetir en su columna del Granma, donde recuerda las sinvergüenzuras del imperio y su deuda con nosotros por el boicot.
– ¿Crees que todavía tiene injerencia política?
– Claro que sí, contestó. Recuerda que al traspasarle el poder a su hermano, quedó establecida por ley su capacidad de veto en las decisiones importantes.
No es, sin embargo, lo que se respira al pasear por las calles de La Habana.
La imagen todopoderosa de Fidel Castro se ha ido desvaneciendo con rapidez. Un amigo me contó que para su hijo de doce años, Fidel no alcanzó a existir como ícono imponente, porque lo conoció siendo el viejito encorvado de sus últimas apariciones. A la señora Ruth, en cambio, la octogenaria dueña de la casa donde me quedo, le sigue pareciendo el hombre atlético y buenmozo de décadas atrás, “el más inteligente de todos, un hombre que si hubiera varios como él, este mundo sería otra cosa”. Para la mayoría, es ya una sombra fantasmal. Está cada día menos presente en las conversaciones de pasillo o las mesas con ron en que se debate el presente y el porvenir de la Revolución. Fidel se ha ido convirtiendo en un grito, una consigna o un cartel, desprovisto de autoridad. El trece de agosto cumplió 89 años, y la televisión exhibió programas especiales sobre su vida y obra, con imágenes como las que guardaba en su cabeza la señora Ruth, pero también otras actuales donde cuesta adivinar la vitalidad del guerrillero, del orador inagotable, del conversador insomne. Ese mismo día se inauguró en la Plaza de la Revolución, al interior del monumento a José Martí, una exposición con fotografías suyas y una muestra de pinturas en las que todavía asoma como un dios lejano, pero apenas había público escuchando los villancicos que los niños del coro cantaban en su honor y que, según leí en un portal de provincia, “fueron ovacionados por los presentes por su frescura en el repertorio, afinación y empaste vocal.” En el Malecón, la noche antes, las juventudes comunistas le organizaron un espectáculo (que tampoco tuvo mayores repercusiones) en la Tribuna Antiimperialista, justo frente a la embajada norteamericana, donde al día siguiente llegaría John Kerry a izar la bandera de su país –la Old Glory– 54 años después de arriarla en plena Guerra Fría.
La mañana del pasado 14 de agosto, El Granma y Juventud Rebelde, los únicos dos periódicos de la isla, titularon: “Fraternal encuentro de Fidel con Maduro y Evo”, con una imagen de ellos reunidos en un living ocupando media portada, otras dos noticias con ilustraciones, y en una esquina inferior, minúsculo, un llamado que rezaba “Hoy, ceremonia de reapertura de la Embajada de Estados Unidos en La Habana”, sin epígrafe ni destacados. Esa madrugada, los principales noticieros del mundo, todos con equipos montados en plataformas dispuestas para la ocasión o desde los balcones de los departamentos vecinos, concursaban por las mejores tomas para transmitir un hecho calificado unánimemente de “histórico”.
¿Quiere decir –pregunté a un ex miembro, hoy caído en desgracia, del círculo más cercano de Fidel–, que el comandante todavía tiene palanca? Porque si en lugar de publicitar este mega acontecimiento gestionado por Raúl, la prensa oficial prefiere celebrar su cumpleaños 89, da para pensar que al menos ahí, en ese territorio, la influencia de Fidel se mantiene fuerte. ¿No?
–¡Qué va!–, me respondió él- la última vez que yo lo vi, un par de años después de renunciar a la presidencia en febrero de 2008, no solo estaba físicamente enfermo, ¡muy enfermo!, sino además desalentado. Entonces comentó: me cuesta encontrar aquí un ministro en el cual confiar. Date cuenta, ¡Fidel Castro diciendo eso!
Él mismo se consideraba una víctima del cambio en la malla gobernante. Insistió: “Ahora son otros los que mandan. Los hombres más próximos a Fidel están todos fuera: Felipito, Robertico, Lage, yo mismo. Aquí deciden las Fuerzas Armadas, las huestes de Raúl. ¿Te fijaste en las fotos que pusieron de su encuentro con Evo y Maduro? Fidel está siempre sentado, decaído, con alguien ayudándole a tomar la copa y un frasco de remedios en la mano, incluso con una servilleta amarrada al cuello como un babero. Si una imagen dice más que mil palabras, aquí el mensaje es evidente: ese viejito no gobierna ni su cuerpo.
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Hoy por hoy en Cuba cunden los discursos paradójicos. Durante las jornadas previas al izamiento de la bandera norteamericana, agentes del Estado recorrieron las viviendas aledañas a la embajada de EUA invitando a sus residentes a celebrar el evento con “entusiasmo”. Si durante medio siglo la lucha antiimperialista fue el principal leit motiv de la Revolución, hoy las palabras de buena crianza son las que escogen las autoridades para referirse a los vecinos. Prefieren hablar con afecto del “pueblo” norteamericano para evitar alabanzas a la Casa Blanca, y aunque nunca dejan de insistir en que el camino del reencuentro será largo y ripioso, es evidente el cambio con el que se trata el asunto. Al punto que ahora los habaneros hacen chistes con esto: “Los gusanos se convirtieron en mariposas.
Ya no son los gobiernistas quienes repudian a las autoridades del imperio, sino ciertos grupos disidentes, la fanaticada anti castrista de Miami y, en sordina, los nostálgicos de Fidel, aunque estos últimos jamás lo gritarían. Berta Soler, presidenta de la Damas de Blanco, rechazó la invitación que le hizo Kerry para asistir a una recepción en la residencia del embajador De Laurentis, por considerar que en esta operación de acercamiento, “los EUA le están siguiendo el juego de la dictadura castrista, pasando por alto que se trata de una dictadura, y olvidando las violaciones a los derechos humanos”. Antonio Rodiles, otro dirigente de la disidencia, reclamó además que las autoridades norteamericanas “están defendiendo el derecho de los extranjeros a invertir en la isla, pero no el de los mismos cubanos”, y tampoco aceptó ir. Yo los escuché a ambos en el parque Mahatma Gandhi, el domingo 16, dos días después de la reapertura de la embajada. Las mujeres, todas de blanco y con unas estolas de la Virgen del Cobre cayéndoles sobre los pechos, caminaron portando gladiolos rosados a lo largo del bandejón central de la Quinta Avenida, desde la iglesia de Santa Rita hasta la Calle 20 (por donde están autorizadas a marchar), pasando frente a las embajadas de Pakistán, Argelia, Laos, Panamá y Bélgica, sin nadie que las aplaudiera ni molestara, como una hilera de camellos solitarios. Luego cantaron y discursearon en ese parque con laureles añosos y troncos trepados por otros troncos, donde el resto de sus ocupantes eran jóvenes que también las ignoraban mientras hacían piruetas de hip hop en el orfeón. Ya llevaban 18 domingos repitiendo lo mismo y, según me contaron ahí, siempre detenían a un lote de ellas al terminar, lo que costaba creer, porque no había policías a la vista. Tras concluir sus quejas y diatribas (poco inspiradoras, a decir verdad, para una sociedad que está sofisticando el tono de sus conversaciones), buena parte de ellas enfilaron por el medio de la calle 26. Al llegar a la 3ra Avenida, una cincuentena de civiles miembros de la Brigada de Respuesta Rápida local, las emboscó a punta de gritos, codazos y alharacas –“¡abajo la gusanera!”, “¡viva Fidel!”- como una turba endemoniada, y a patadas las subieron en unos buses policiacos. Yo caminaba cerca de una joven que, ajena a la manifestación, iba con una niña de la mano, y escuché a la niña preguntarle qué pasaba, y a ésa que debía ser su hermana, responderle: “seguro que se trata de ladrones, pero tú, chica, no has visto nada. ¡¿Entendiste?!”
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La noche del trece de agosto cenamos en el departamento de la novelista Wendy Guerra y el pianista Ernán López-Nuza. También estaba Damaris, una cubana que lleva más de diez años viviendo en Chile, pero a la que Chile no le ha contagiado nada, y Jon Lee Anderson, escritor y periodista de guerras, gringo, cubanólogo, autor de la mejor biografía de Ernesto Che Guevara, además de buen amigo. También estaba Pepe Orta, ex director del Festival de Cine de La Habana, cercanísimo de Alfredo Guevara, que un día llevó la película Fresas y Chocolate a los premios Oscar, y por razones que sería largo y fascinante detallar, tardó una década en volver. Estaba Paula Canal, la editora de Anagrama, que se hallaba de vacaciones en la isla, otra pareja de editores italianos, y Juanpín, vecino de Wendy, casado con la hija del fusilado general Arnaldo Ochoa. De pronto, se cortó la luz en esa parte de Miramar. (Hubo un tiempo, durante el Período Especial, en que esto sucedía tan a menudo que en lugar de haber apagones, los habaneros decían que había “alumbrones”) Dentro de unas horas llegaría Kerry a izar la bandera. pero solo Jon y yo pensábamos presenciar la escena. El suceso mismo apenas convocaba la atención de los comensales. Pepe había regresado a la casa en que murió su madre, Damaris se arrancaba a la isla cada vez que podía para sentirse entera, mientras que Wendy se iba de ella, cada vez que podía, por el mismo motivo. Ni siquiera Juanpín deseaba un cambio radical. Todos ellos, críticos, informados e inteligentes sabían parte de una historia compleja llena de dolores, absurdos y maravillas. Ninguno había dejado de sentir el peso del Estado en sus vidas, pero incluso Wendy –que en cuanto puede, reclama– adelantó el regreso a Miami, huyendo de la monserga reaccionaria. “Yo, me dijo, de Cuba amo hasta sus defectos”. Solo por razones ideológicas se puede concluir que vivir ahí es un infierno.
Las carencias son evidentes (no hay hambre, como en los años noventa, pero muchos tienen menos de lo necesario, especialmente en las provincias, donde la pobreza es preocupante) y los controles ejercidos por la seguridad están lejos de desaparecer, aunque la población comienza a perderles el temor. Estados Unidos apuesta a que el proceso liberalizador seguirá su curso en la medida que Cuba se incorpore al mundo, y permitírselo es también su responsabilidad. Son ellos quienes le impusieron el bloqueo. Cuba ya no es un satélite soviético, ni apoya guerrillas en Latinoamérica –en el caso de las FARC, está ayudando a desactivarla-, ni exporta la Revolución, como en tiempos de Ibrahim. A duras penas abastece su mercado interno. Apenas se habla de socialismo, pero hay un modo de vivir en La Habana, que solo quienes lo conocen pueden ver los tesoros que se esconden en medio del barro. No son lingotes de oro, ni nada ningún otro tipo de riqueza material, quizás todo lo contrario: una fortuna que aparece cuando ganar no importa tanto, cuando “resolver” –como dicen allá- no es obtener lo que se quiere sino poder seguir adelante, acomodar los deseos, depender de los otros y de las circunstancias más que de la propia voluntad. Dado que en Cuba las cosas no funcionan, siempre necesitamos ayuda. Lo he pensado varias veces últimamente: los logros más entrañables de la Revolución son fruto de sus fracasos. De las ruedas que se ponchan, las luces que se apagan, los ingredientes que faltan y la burocracia que obstruye. Errores a los que nadie podría aspirar, ni gobierno alguno convertir en promesas de campaña, pero que generan una vida comunitaria imposible donde impera la eficacia y la rentabilidad, como en el país de la Old Glory.
Director de The Clinic