1.
Goethe observó que hay que tener mucho cuidado con lo que se quiere ser de mayor, porque puede acabar consiguiéndose. Desde luego, lleva razón, pero ¿qué hay de lo que de ninguna manera se quiere ser de mayor? ¿Acaso no hay que tener cuidado también con ello? ¿Acaso no puede acabar consiguiéndose, precisamente porque quería evitarse?
En lo que sigue abordaré un asunto terriblemente pasado de moda; tan pasado de moda que, en realidad, ni siquiera sé muy bien cómo formularlo: “la responsabilidad del escritor” suena pomposo, aunque no más que “la vigencia de la figura del intelectual”; “el compromiso del escritor” o la “literatura comprometida” suena antediluviano. De hecho, todas esas expresiones empezaban ya a sonar pomposas y antediluvianas hace 35 años, cuando yo cumplía dieciocho y, justo a la semana siguiente, moría en su casa de la calle Edgar-Quinet, en el barrio de Montparnasse de París, Jean-Paul Sartre, quizá el gran intelectual francés del siglo XX y sin duda la encarnación perfecta del escritor comprometido. Para mí, sin embargo, Sartre era por entonces lo contrario de un escritor, o por lo menos lo contrario del escritor que yo hubiese querido ser.
No es difícil explicar las razones de esa aversión. En 1980, cinco años después de la muerte de Franco, yo era un adolescente extremeño trasplantado a Cataluña que se había pasado su infancia católica viendo la televisión, jugando al tenis y leyendo tebeos, novelas de aventuras y libros de historia, y que en algún momento había decidido por puro instinto combatir las angustias de la adolescencia y el desconcierto del desarraigo sustituyendo la religión por la literatura y abandonándolo todo o casi todo por ella, incluidos los tebeos, la televisión y el tenis; mi familia no era libresca, yo no conocía a ningún escritor y, aunque compartía lecturas con amigos del barrio, carecía de consejeros, así que en mi mesilla de noche se alternaban, en un desorden total, Dostoievski y Oscar Wilde, Melville y Thomas Mann, Isaac Asimov y J. R. R. Tolkien, Edgar Allan Poe, Hermann Hesse y los escritores del modernismo español: Unamuno, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado. Hasta que descubrí a Borges. Y luego a Kafka. Y en seguida a un grupo numeroso de narradores latinoamericanos, de Vargas Llosa a García Márquez, de Cortázar y Rulfo a Bioy Casares y Cabrera Infante. Y empecé a soñar –vagamente, tímidamente: era como soñar con ser astronauta– con ser escritor. Un escritor, como digo, muy diferente de Sartre, si no del todo opuesto a él. Y eso que en aquella época yo apenas conocía la obra de Sartre: había visto representadas algunas de sus obras teatrales, que no me habían gustado; había leído con más esfuerzo que placer los tres volúmenes de Los caminos de la libertad y, con más placer que esfuerzo, La náusea y Las palabras; también había leído algunos de sus ensayos, pero no sus grandes libros filosóficos, y apenas había hojeado ¿Qué es la literatura?, quizá convencido de que no tenía el menor interés. Así que lo que me molestaba de Sartre no podía ser su obra, por mucho que me aburriese o me disgustase; lo que me molestaba era su figura, o más bien la idea que, de forma un tanto aproximativa o impresionista, me había hecho de él desde mi periferia indocumentada de chaval de provincias: un mandarín arbitrario y despótico, más conocido por sus caprichosos bandazos políticos y por su apoyo a regímenes totalitarios que por su obra literaria, un tirano intelectual, solemne y presuntuoso, un pesado escritor realista de segunda categoría que, para desgracia de la literatura, pero también de la política, predicaba la obligación de subordinar la literatura a la política. No conocía demasiado bien la trayectoria intelectual y política de Sartre, pero esa era la penosa y sucinta idea que tenía de él, y, como Sartre era el prototipo del intelectual y el escritor comprometido, eso eran para mí los escritores comprometidos y los intelectuales: individuos a quienes importaba muy poco la literatura (o a quienes importaba mucho menos que la política, suponiendo que les importase la política), gente frívola e irresponsable que hablaba de todo sin saber de nada, arribistas que usaban las buenas causas para hacer carrera literaria y que firmaban sin parar manifiestos ornamentales y escondían su incapacidad literaria y su desprecio por la literatura tras su frenesí hipócrita de activistas. En cuanto a la subordinación de la literatura a la política, yo hubiera aprobado de pe a pa unas palabras que el 22 de julio de 1966, justo después de terminar Cien años de soledad, García Márquez escribía en una carta a su amigo Plinio Mendoza: “Pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien […] la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno.”
Esa literatura positiva era lo contrario de lo que yo quería escribir, y Sartre, insisto, lo contrario de lo que yo quería ser. Ahora bien, ¿qué es lo que yo quería ser? ¿A qué clase de escritor aspiraba a emular? ¿Qué clase de literatura soñaba con escribir? No lo sé con exactitud, porque uno solo sabe lo que quiere escribir cuando ya lo ha escrito. Pero es curioso: en 1980, el año de la muerte de Sartre, John Barth publicó en The Atlantic Monthly un ensayo titulado “La literatura de la reactivación (Ficción posmoderna)”; solo lo conocí tres años más tarde, cuando lo tradujo al catalán Quim Monzó –el introductor del posmodernismo narrativo en Cataluña–, junto con otro ensayo de Barth, anterior pero conectado a este, en el que el escritor estadounidense hablaba sobre todo de Borges: “La literatura del agotamiento”. En todo caso leí esos dos textos casi como un manifiesto de una nueva literatura: la literatura posmoderna. ¿Era esa la literatura que yo quería escribir? Creo que sí. ¿Y cómo era esa literatura nueva? Ya digo que no lo tenía demasiado claro –y Barth, por fortuna, tampoco lo aclaraba demasiado–; solo sabía o intuía que debía ser antirrealista, antisolemne, antisentimental, irónica, metaliteraria, irreverente, incluso cínica; también, que debía concebirse a sí misma como un juego, aunque, como yo seguía sintiendo que la literatura era una cosa absolutamente seria, el juego debía ser un juego en el que uno se lo jugaba todo; sobre todo, y por más que me interesasen la política y la historia, debía ser una literatura pura, exenta de adherencias políticas y concesiones ideológicas. Mis héroes eran los narradores latinoamericanos, siempre que se olvidasen de su deuda con Sartre y de sus compromisos políticos, o siempre que los extirpasen de sus novelas. Mis héroes eran los narradores posmodernos norteamericanos ensalzados por Barth, incluido el propio Barth (y también alguno no estadounidense, como Italo Calvino). Mi héroe era Borges, que parecía ignorar con olímpico intelectualismo la política y la realidad, ajeno a la historia, encerrado en su biblioteca infinita. Mi héroe era Kafka, tan desinteresado por cuanto no fuera la lucidez vertiginosa de sus propias pesadillas, tan absorto en ellas, que el 2 de agosto de 1914, después de saber que acababa de desatarse un terremoto bélico que cambiaría la faz del mundo, se marchó tranquilamente a nadar antes de escribir aquella noche en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. –Tarde, escuela de natación.”
Todo esto quedaba o parecía quedar en las antípodas de Sartre, de la figura del intelectual y de la literatura comprometida, o al menos de las ideas que por entonces yo tenía de los tres. Dicho lo anterior, es natural que mis dos primeros libros, El móvil y El inquilino, puedan leerse como libros casi prototípicamente posmodernos, y no extrañará que cuando se publicó el primero de ellos, en 1987, me marchara a Estados Unidos con la secreta intención de convertirme en un escritor norteamericano posmoderno; tampoco extrañará que, como cualquier joven escritor o aspirante a escritor, en aquella época yo luchara por construirme una tradición propia, exclusivamente mía, y que, para ello, escribiera mi tesis doctoral sobre un singularísimo escritor español mucho más conocido entonces y quizá todavía como cineasta que como escritor, un radical y aislado pionero literario, el primer escritor posmoderno de mi país: Gonzalo Suárez; ni desde luego parecerá raro que, en los años noventa, ironizara a mansalva sobre la literatura y los escritores e intelectuales comprometidos, hasta el punto de que no me hubiese costado ningún trabajo suscribir estas palabras escritas en 1992 por Tony Judt al final de un duro ensayo sobre la irresponsabilidad y la inmoralidad de los grandes intelectuales franceses de la primera posguerra, empezando por Sartre: “Una negativa a ocupar el puesto del intelectual tal vez sea el más positivo de cuantos pasos pueden dar los pensadores modernos en su empeño por llegar a un acuerdo con su propia responsabilidad en nuestro pasado reciente y común.”
Lo que sí extrañará, en cambio, es algo que ocurrió a mediados de 2001. A principios de aquel año se había publicado mi cuarta novela, Soldados de Salamina, y, en septiembre, Mario Vargas Llosa publicó un elogio desmesurado de ella, que me dejó perplejo. Lo que me dejó perplejo no fue, claro está, el elogio en sí, aunque fuera desmesurado; como escribió Jules Renard, “cuando alguien me hace un elogio no necesita repetírmelo dos veces: lo entiendo a la primera”. No: lo que me dejó perplejo fue el motivo principal del elogio. Al terminar su artículo, en efecto, Vargas Llosa afirmaba: “Quienes creían que la llamada literatura comprometida había muerto deben leerlo [Soldados de Salamina] para saber qué viva está, qué original y enriquecedora es en manos de un novelista como Javier Cercas.” Yo no conocía a Vargas Llosa personalmente, pero era uno de los héroes literarios de mi juventud y –sobre todo después de aquel artículo que contribuyó de manera decisiva a convertir en un bestseller un libro destinado a tener a un puñado de lectores, y que me convirtió a mí en un escritor profesional– estaba más dispuesto que nunca a pasar por alto su lealtad a Sartre y la literatura comprometida, y hasta su conspicua condición de intelectual. Pero, Dios santo, pensé al leer la frase tremenda con que remataba su artículo, ¿ahora resulta que yo también soy un escritor comprometido? ¿Cómo es posible caer tan bajo? ¿Es este el precio del éxito?
Así que días más tarde, exactamente el 11 de septiembre de 2001, cuando conocí a Vargas Llosa, lo primero que hice fue agradecerle su artículo, pero lo segundo fue recordarle que me había llamado escritor comprometido. “Eso no me lo dices en la calle”, añadí. Vargas Llosa se rio. Estábamos sentados en “un restaurante lleno de fantasmas”, como él mismo escribió años más tarde, “en una extraña noche en que Madrid parecía haber quedado desierta y como esperando la aniquilación nuclear”, y, cuando dejó de reírse, el escritor peruano me explicó qué entendía él, a aquellas alturas, por literatura comprometida. Lo que vino a decir fue más o menos lo mismo que en realidad ya había dicho en su artículo: comprometida era, para él, la literatura que no es un mero juego ni un simple pasatiempo, la literatura seria, la que rehúye la facilidad y se atreve a encarar, con la máxima ambición, grandes asuntos morales y políticos. Le pedí a Vargas Llosa que me pusiera un ejemplo actual de escritor comprometido; me puso dos, que por entonces a mí solo me sonaban: el sudafricano J. M. Coetzee y el japonés Kenzaburo Oé.
Que yo recuerde, aquella noche no hablamos más sobre ese asunto. En los años siguientes, sin embargo, Coetzee y Oé se convirtieron en dos autores importantes para mí. A ambos los conocí personalmente, pero nunca tuve ocasión de preguntarle a Coetzee si se consideraba un escritor comprometido y qué entendía él por literatura comprometida; en cambio, en el caso de Oé –que escribió su tesis doctoral sobre Sartre, que importó la literatura comprometida a Japón y que es acaso el más influyente intelectual japonés– sí me resolví a preguntarle una vez qué era para él la literatura comprometida. Ocurrió en un diálogo público que mantuvimos en Tokio, en otoño de 2010; su respuesta fue más reveladora que halagadora. Dijo que, cuando leyó la traducción japonesa de Soldados de Salamina, le llamó mucho la atención una escena, recurrente en la novela, en la que un joven soldado republicano baila agarrado a un fusil un pasodoble. Dijo que no sabía lo que era un pasodoble y que se lo preguntó a su hijo Hikari. Los lectores de Oé no ignoramos quién es su hijo, porque la obra del escritor japonés quizá no se entiende sin él: Hikari fue un niño nacido con graves deficiencias mentales, tantas que los médicos aconsejaron a Oé que lo dejara morir; pero Oé no les hizo caso, y ahora mismo Hikari, gracias al amor y los cuidados de su padre y de su madre, no solo está vivo sino que es un prestigioso compositor musical. De modo que Oé, según contó aquel día en Tokio, le preguntó a su hijo qué era un pasodoble, aunque su hijo no pudo ayudarle mucho, porque a él solo le interesa la música clásica. Al final, no recuerdo cómo, Oé dio con una pieza con ritmo de pasodoble en el preludio de la ópera Carmen, de Bizet, cogió a su mujer y, en el salón de su casa, se puso a bailar aquella extraña música con ella, ante la mirada de su hijo Hikari, como la había bailado o como imaginaba que la había bailado, en un bosque remoto de un país remoto, setenta años atrás, el soldado republicano de mi novela. “Eso es la literatura comprometida –concluyó Oé–. Una literatura que te compromete por entero, una literatura en la que uno se involucra de tal modo que no solo quiere leerla, sino también vivirla.”
No puedo asegurar que fueran esas exactamente las palabras de Oé; puedo asegurar que la idea era exactamente esa. Por lo menos desde mi fantasmal 11 de septiembre de 2001 con Vargas Llosa en Madrid, yo intuía que estaba equivocado, que había que reformularlo todo –sobre todo la idea de la literatura comprometida, pero también la del intelectual–, que había que volver al principio; aquel día en Tokio, con Oé, supe que era imprescindible hacerlo.
2.
Volvamos al principio, entonces: ¿qué es un intelectual? ¿Qué es un escritor comprometido? ¿Qué es la literatura comprometida?
Como era de temer, a mis dieciocho años me equivocaba: en realidad, ¿Qué es la literatura?, el libro de Sartre, tenía mucho interés; más aún: casi setenta años después de su publicación todavía lo tiene. Es verdad que a veces se hacen en él valoraciones injustas y afirmaciones dudosísimas o disparatadas, y que su autor no siempre renuncia a pontificar en un tono dogmático, a veces insufriblemente paternalista; no es menos verdad, sin embargo, que algunas de las ideas fundamentales de ese ensayo siguen siendo estimulantes y atinadas: su teoría de la lectura como “creación dirigida”, por ejemplo, o su reacción contra el equívoco de l’art pour l’art y contra las concepciones románticas del artista como genio irresponsable. Para Sartre, en cualquier caso, la literatura no es adorno ni entretenimiento, sino acción; el resultado de esa acción es una revelación: la revelación de lo real; y el resultado de esa revelación es una revolución: según Sartre, la literatura sirve para transformar la realidad, es decir, para cambiar el mundo; también para cambiar a los hombres, llevándoles a asumir plenamente su responsabilidad, el único modo de acceso a la liberación personal. Todo esto guarda una relación evidente con una idea central en el pensamiento del filósofo francés, de acuerdo con la cual el hombre es por completo responsable de su destino –“estamos condenados a ser libres”, según su célebre fórmula–, pero lo que importa ahora es que le llevó al corolario de que la literatura debía de estar al servicio de la revolución proletaria, es decir del comunismo; el resultado fue que, aunque Sartre insistió a menudo en que el compromiso no debía relegar la literatura, sus ideas abocaron a menudo a una literatura propagandística, de vuelo cortísimo, que olvidaba que en literatura es imposible tener ambición política y moral sin tener ambición estética, o que es imposible cambiar la realidad sin cambiar antes la representación de la realidad.
La conclusión era equivocada, pero el punto de partida no. Si bien se mira, las premisas de Sartre no están en absoluto alejadas de las ideas de los formalistas rusos, en particular Víktor Shklovski: según él, la misión del arte consiste en desautomatizar la realidad, en convertir en extraño y singular lo que, a fuerza de tanto verlo, ha acabado pareciéndonos normal y corriente. Es, en mi opinión, una idea inapelable. Montaigne observa que la costumbre borra el perfil de las cosas, volviéndolas imprecisas y anodinas; pues bien, lo que hacen el arte en general y la literatura en particular, o lo que deberían hacer, es permitirnos mirar la realidad –la realidad física, pero también la realidad moral y política– como si la viésemos por vez primera, con todos sus perfiles, en toda su maravillosa plenitud y todo su espanto, arrebatándole la máscara automatizada de la costumbre. “Nombrar es desenmascarar –escribió Simone de Beauvoir, resumiendo en una frase feliz el pensamiento literario de Sartre– y desenmascarar es cambiar.” La literatura, por lo tanto, representa un desnudamiento de la realidad, pero también una refutación, y el escritor es, para la sociedad, “una conciencia inquieta”, por decirlo de nuevo con Sartre, un incordio, un insumiso, un respondón, un impugnador de los valores comúnmente aceptados, y sus obras el instrumento de tal impugnación. Esa es, todavía hoy, la idea de la literatura y del escritor que defiende Vargas Llosa, a pesar de que en tantos otros sentidos sus posiciones estén ahora en el polo opuesto a las de Sartre: para el escritor peruano la literatura sigue siendo fuego, y el escritor un aguafiestas. Tampoco está lejos de esa idea la idea del Kafka que, en una carta que nunca se citará demasiado, escribía: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?”; y concluía, famosamente: “Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro” (ese mar es la costumbre de Montaigne, el automatismo de Shklovski). Ni por supuesto queda muy lejos de ellas la idea de la literatura de Oé, aunque parezca menos próxima al compromiso de Sartre que al de Michel Leiris, quien abogaba en Edad de hombre no por una literatura comprometida en el sentido sartreano, sino por “una literatura en la que yo me comprometía por entero”. En cualquier caso, y a pesar de sus distintos matices, todas estas posturas tienen algo fundamental en común: su ambición, su altísima idea del papel de la literatura y el escritor, su absoluta seriedad.
Eso es algo que, sin duda en parte por reacción, tendió a desatender o a proscribir la literatura posmoderna, o más bien la versión menos consistente aunque quizá más extendida de la literatura posmoderna. Tal vez el primer escritor posmoderno de mi generación que lo vio fue David Foster Wallace. Su crítica de la posmodernidad es, a mi modo de ver, casi del todo atinada; pero solo casi. Foster Wallace acierta por completo cuando afirma que nuestra cultura se ha vuelto de un escepticismo congénito, que nuestros escritores desconfían por completo de las creencias firmes y las convicciones abiertas y que la pasión ideológica los asquea profundamente; también acierta al sostener que lo que nos ha llegado del auge de la posmodernidad, quizá malinterpretándola, ha sido sarcasmo, cinismo, ennui permanente y recelo de cualquier autoridad; y desde luego tiene toda la razón cuando, en 1996, en una apasionada vindicación de Dostoievski, afirma que la feroz gravedad del novelista ruso sería considerada a menudo, por la actual ortodoxia posmoderna, pretenciosa y ridículamente sentimental, y que no provocaría indignación ni improperios, sino algo peor: una ceja levantada y una sonrisa sardónica. Todo esto, ya digo, me parece exacto. Pero Foster Wallace va más allá, y acaba atribuyendo la falta de ambición y seriedad de la narrativa de nuestro tiempo –su incapacidad para escribir sobre “las viejas certezas y verdades del corazón” de las que hablaba Faulkner– a la omnipresencia de la ironía, al hecho de que, dice, “la ironía posmoderna se ha convertido en nuestro hábitat”; lo cual parece llevarle por momentos a abogar por una literatura propositiva, capaz de transmitir certezas, de dar respuestas y presentar soluciones.
Es un error. Un error comprensible, si se quiere, sobre todo en alguien tan empapado por la ironía, el sarcasmo y el cinismo posmodernos como Foster Wallace y a la vez tan desesperado por liberarse del nihilismo al que todo ello le abocaba; un error que dice mucho, también, del callejón sin salida en que se hallaba la propia obra de Foster Wallace, incapaz de emanciparse de su dependencia del posmodernismo. Pero un error al fin y al cabo. La literatura, y en particular la novela, no debe proponer nada, no debe transmitir certezas ni dar respuestas ni prescribir soluciones; al revés: lo que debe hacer es formular preguntas, transmitir dudas y presentar problemas y, cuanto más complejas sean las preguntas, más angustiosas las dudas y más arduos e irresolubles los problemas, mucho mejor. La auténtica literatura no tranquiliza: inquieta; no simplifica la realidad: la complica. Las verdades de la literatura, pero sobre todo las de la novela, no son nunca claras, taxativas e inequívocas, sino ambiguas, contradictorias, poliédricas, esencialmente irónicas. Es muy probable que la ironía destructiva, aquella que se funde o se confunde con el sarcasmo y hasta con el cinismo, conduzca a un nihilismo despiadado y estéril; pero la ironía cervantina, la que muestra que la realidad es siempre equívoca y múltiple y que existen verdades contradictorias, es una herramienta indispensable de conocimiento. Esa ironía no es lo contrario de la seriedad, sino en cierto sentido su expresión máxima; sin ella, en todo caso, apenas hay narrativa digna de tal nombre, o por lo menos novela. El diagnóstico que Foster Wallace hacía de los males de la posmodernidad no era equivocado; parcialmente lo era su formulación, y sobre todo lo era su remedio contra ellos, un remedio que a veces linda con la versión más pedestre de la literatura comprometida, o se adentra en ella. Digo la más pedestre. Porque lo cierto es que, en el fondo, toda literatura auténtica es literatura comprometida, al menos en la medida en que toda literatura auténtica aspira a cambiar el mundo cambiando la percepción del mundo del lector, que es la única forma en que la literatura puede cambiar el mundo; al menos en la medida en que toda literatura auténtica exige un compromiso, una implicación absoluta en ella, primero del autor y luego del lector, que es otro autor; al menos en la medida en que toda literatura auténtica es de una seriedad absoluta, no porque no use la ironía y el humor –que son dos de las cosas más serias que existen–, sino porque es revelación y desenmascaramiento y por tanto impugnación de la realidad, fuego, dinamita, subversión moral y política, cualquier cosa salvo mero pasatiempo carente de consecuencias.
Todo lo anterior no significa que el novelista no pueda o incluso deba tener (o recuperar) pasiones ideológicas, creencias firmes y convicciones fuertes; significa que esas pasiones, creencias y convicciones no deben trasladarse tal cual, en crudo, a la novela, haciendo de ella un vehículo o una ilustración de las mismas: más bien, la novela debe ponerlas en cuestión, socavarlas, reelaborarlas y transformarlas en el carburante de su propia y contradictoria complejidad. O dicho de otro modo: tal vez quien puede o incluso debe tener esas pasiones, creencias y convicciones no es la novela sino el novelista. Con lo cual abandonamos el territorio de la literatura comprometida para adentrarnos en el territorio del intelectual.
3.
Sabemos lo que es un intelectual: se trata de una persona que, además de dedicarse profesionalmente a una actividad intelectual por la que ha adquirido cierto grado de reconocimiento, interviene en el debate público. Sabemos también cuándo y cómo nació. Según Stefan Collini, la primera vez que el término intelectual se usa como sustantivo es en 1815 y en un texto de Byron, pero la figura del intelectual, o al menos su esbozo, existía con anterioridad. De hecho, cuando en 1784 Kant afirma que una de las condiciones de la Ilustración consiste en que el individuo pueda hacer un uso público de la razón, entendiendo por uso público “aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer ante el gran público del mundo de lectores”, lo que está haciendo es definir la función del philosophe, que no es más que el antecesor directo del intelectual; la función o al menos una parte de la función: la otra parte –la de ser “el último recurso de todas las víctimas de la injusticia legal”, por decirlo con palabras de Alain Minc– la desempeñaba como nadie y por la misma época Voltaire, prototipo del philosophe y acaso el primer intelectual moderno. Y sabemos, en fin, que la figura y la denominación de intelectual no se institucionalizan hasta finales del siglo xix, cuando estalla en Francia el caso Dreyfus, igual que sabemos que a partir de entonces el intelectual adquiere tal autoridad y relevancia que se ha podido hablar del siglo XX como el siglo de los intelectuales. Tal vez lo fue, sobre todo en Francia. Previsiblemente, muchos intelectuales no fueron fieles a la nobleza teórica de sus orígenes: ni fueron un baluarte contra las injusticias, ni fueron lo que el intelectual (o el philosophe) venía a ser para Kant, es decir, una especie de sustituto laico del sacerdote dispuesto no a predicar dogmas, como el sacerdote, sino a adiestrar en el uso de la razón con el fin de eliminar el oscurantismo y la ignorancia. No: la realidad es que muchas veces el intelectual predicó la sustitución de un dogma por otro, renunció a la libertad de la razón para someterse a la unanimidad de las consignas, justificó las peores atrocidades, difundió o fue incapaz de denunciar las mentiras más flagrantes y utilizó las causas que defendía para promocionarse, apoyándolas no porque fueran justas o respetables sino por los beneficios que podían acarrearle; unido a la arrogancia de tantos, a su coquetería, su frivolidad, su esnobismo y su egotismo, a su facilidad para ceder a vistosos radicalismos de salón y a su falta de sentido común, esto convirtió a los intelectuales en una casta de niños mimados. “Toda idea falsa acaba con sangre –escribió Albert Camus–, pero se trata siempre de la sangre de los demás. Esto explica que algunos de nuestros pensadores se sientan libres de decir cualquier cosa.” Así fue, y en el fondo no es tan raro: igual que el énfasis en la verdad delata al mentiroso, el énfasis en la responsabilidad del escritor fue un disfraz perfecto de la perfecta irresponsabilidad del escritor.
Esto ocurrió sobre todo a mediados de siglo pasado y sobre todo en París, cuando París todavía era París; es decir: el centro cultural del mundo. De modo que es comprensible que dos o tres décadas más tarde, mientras moría en su casa parisina Sartre, el mayor representante de esos intelectuales, el desprestigio del gremio fuera tremendo, y que ni siquiera un adolescente español de provincias como yo quisiera ni por asomo pertenecer a él. ¿Han cambiado las cosas en estos últimos treinta años? Por supuesto, pero, en relación a los intelectuales, solo a peor, al menos según la opinión mayoritaria, de acuerdo con la cual estamos asistiendo o hemos asistido ya al fin de los intelectuales. Mi impresión, sin embargo, es exactamente la contraria: no solo no creo que hayan desaparecido los intelectuales, sino que creo que ahora mismo hay más intelectuales que nunca (y que quizá son más influyentes que nunca).1 Es verdad que esos intelectuales ya no son iguales que los de antes y que, como la vida social funciona del mismo modo que la naturaleza –donde nada se crea ni se destruye, sino que solo se transforma–, los intelectuales han cambiado de manera sustancial: por ejemplo, ya no existe (o es muy minoritario) el intelectual dogmático, instalado, como dice Tony Judt, “en la seguridad que se deriva de una cultura política rebosante de confianza, de un conocimiento de ciertas ‘verdades’ simples en torno a la historia y la sociedad”. No existe por fortuna, habría que añadir. Pero también habría que añadir que, en nuestras sociedades, apenas existe un escritor, un periodista o una persona con una cierta relevancia social –incluidos cineastas, pintores, actores o cantantes– que no se pronuncie sobre asuntos públicos en sus declaraciones, lo que de manera automática los convierte en intelectuales. En España, sin ir más lejos, es difícil pensar en un escritor más o menos conocido que no tenga una columna en algún periódico, o que no aparezca en alguna tertulia radiofónica o televisiva, y que no opine con más o menos claridad o acierto sobre cuestiones políticas, lo que también hace de él un intelectual, le guste o no el marbete. Yo mismo, para no aplazar más la confesión, escribo cada dos semanas en un periódico, así que yo también soy –Dios me perdone– un intelectual: la prueba es que en mis columnas no solo hablo de lo que me atañe a mí, sino también de lo que atañe a mis lectores, es decir a la polis, palabra que como se sabe significa en griego ciudad pero también ciudadanía, y que es el origen de nuestra palabra política.
Alguien podría preguntarse por qué lo hago, por qué escribo sobre política; yo mismo me lo pregunto a menudo, porque soy consciente de los problemas que para un novelista supone hacerlo. Uno de ellos es que, como advierte Milan Kundera, el novelista puede llegar a ser más conocido por sus opiniones políticas que por sus novelas, cuando lo mejor que tiene que decir lo dice con sus novelas, no con sus opiniones políticas. Otro problema –quizá más importante todavía, también más inquietante– es que, en varios sentidos cruciales, el novelista y el intelectual son no solo personajes distintos sino opuestos. El novelista formula interrogantes, siembra dudas, propone paradojas, inocula contradicciones y no da nunca respuestas, o sus respuestas son siempre ambiguas, contradictorias, esencialmente irónicas; no digo que, en circunstancias normales, el intelectual (o el novelista metido a intelectual) no pueda o incluso deba hacer lo mismo en sus comentarios y reflexiones, sembrando dudas, ambigüedades y perplejidades sobre la actualidad y formulando interrogantes acerca de ella. Pero lo cierto es que, por muchas dudas, interrogantes, ambigüedades y perplejidades que siembre, en situaciones límite –esas que definen al intelectual como definen a cualquier otro hombre– el intelectual no puede eludir tomar partido, debe aceptar o negar, transigir o rebelarse, decir sí o no: aunque no renuncie a seguir planteando preguntas, en tales casos no puede no dar respuestas claras, nítidas y taxativas. Esto le aleja por completo del novelista, si no le coloca frente él, o le enemista con él. Lo cual significa que el novelista que acepta correr el riesgo de intervenir en la vida pública, por los motivos que fuere –por soberbia, por afán de notoriedad, porque siente la obligación o el impulso de hacerlo, o simplemente por el temor a verse devorado por el autismo narcisista que lo asedia de continuo, amenazando con hacer de él un mamarracho sin remedio–, debe saber que puede convertirse en un individuo escindido. No hay que descartar que esa escisión resulte provechosa y que el novelista y el intelectual acierten a estimularse mutuamente, retroalimentándose, de manera que uno dote al otro de lo que carece (y viceversa), o, mejor aún, combatiéndose, de manera que ambos salgan fortalecidos de la pelea, sobre todo si el novelista es no solo capaz de evadirse de las convicciones del intelectual, sino también de sabotearlas, sometiéndolas a una crítica implacable, a un permanente y feroz cuestionamiento, porque el intelectual escribe solo (o principalmente) con la parte racional del hombre, pero el novelista escribe con el hombre entero: con la parte racional y quizá sobre todo con la irracional (con sus pasiones, sus obsesiones, sus pesadillas y sus deseos). Todo esto es verdad, pero también es verdad que la escisión entre el novelista y el intelectual puede acabar siendo mortífera, y que las certezas y claridades obligadas del intelectual pueden aplastar a las obligadas incertidumbres, paradojas y ambigüedades del novelista, de tal manera que este deje de ser un novelista para convertirse en un mero agitador, en un propagandista o un apóstol. Una cosa es segura, en cualquier caso: sea cual sea la convivencia de esos dos personajes en la misma persona, puede darse por descontado que será casi siempre vidriosa y conflictiva.
Cabría enumerar otros riesgos que afronta cualquier novelista que interviene en el debate público; pero, bien pensado, la pregunta pertinente no es por qué hay novelistas que lo hacen, aun sabiendo que pueden equivocarse, sino por qué hay novelistas que no lo hacen, aun sabiendo que pueden acertar: al fin y al cabo el novelista es un ciudadano como cualquier otro, y tiene una responsabilidad como novelista, pero también como ciudadano. No encuentro una respuesta para esa pregunta, pero cada vez que me la hago me asalta el recuerdo de unas palabras de Ezra Pound, que no era novelista pero intervino como el que más en el debate público, equivocándose como el que más: “Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y solo están al alcance de un escritor por libre. Puede que sea un tonto al usar esta libertad, pero sería un canalla si no lo hiciera.”
Una cosa está clara: dado que hay más intelectuales en ejercicio que nunca –aunque solo sea porque hay más medios de comunicación que nunca y estos se alimentan en gran parte de las opiniones y tomas de posición de personas conocidas–, urge reformular la tarea del intelectual, dotar a esa figura en teoría desacreditada pero en la práctica vivísima de una nueva función y quizá de un nombre nuevo. ¿Cómo hacerlo? No tengo ni la menor idea, por supuesto. Lo único que sé es que me chiflaría que el nuevo intelectual interviniese en la vida pública con el tono y la actitud del simple ciudadano, no con los del intelectual; que prescindiese de poses pomposas y oraculares, de cualquier pretensión de superioridad moral y de las confortables seguridades de los dogmas y las adscripciones partidistas; que administrase con cuidado, si hace falta con cicatería, sus declaraciones públicas y su relación con los medios, oponiéndose a la voracidad indiscriminada de estos. También me volvería loco de contento si el nuevo intelectual resistiese a brazo partido la tentación más insidiosa que le acecha, que es la de creerse en posesión de la verdad; si a todas horas pusiese en tela de juicio sus ideas y entendiese que la crítica empieza por la autocrítica y la ironía por la autoironía; si de una vez por todas se metiese en la cabeza que la moral es previa a la política y que es imposible ser un intelectual decente sin ser un hombre decente, porque, aunque haya rectitud moral sin rectitud política (dado que los hombres decentes no están exentos de cometer errores de juicio), no hay rectitud política sin rectitud moral (dado que existen los canallas de las buenas causas, pero las buenas causas siempre acaban contaminadas por los canallas). Me pondría a dar saltos de alegría si el nuevo intelectual se ganase su ascendiente no solo a base de inteligencia y conocimiento sino también de humildad y generosidad, por supuesto de respeto a la verdad, y si no olvidase ni un momento que, al menos en su caso, la rectitud moral depende de su capacidad de reflexionar con el máximo cuidado, de formular ideas correctas o que a él le parecen correctas y de actuar de acuerdo con ellas y no de acuerdo con lo que le conviene pensar, aunque haciéndolo perjudique su carrera, su reputación o su bolsillo. Y, créanme, estaría dispuesto a aprender a tocar las castañuelas, o en su defecto el trombón de varas, a cambio de que el nuevo intelectual prescindiera de cualquier fe política inamovible salvo la fe en la democracia, entendida esta como un sistema político imperfecto –la única democracia perfecta es una dictadura– pero infinitamente perfectible. Todo lo anterior es solo, claro está, el desiderátum de un hombre que no cree en los desiderátums; en realidad, lo que me parece indispensable en el nuevo intelectual es una sola cosa, mucho menos sofisticada o más elemental que las anteriores, aunque mucho más difícil.
Me explico. A los dieciocho años yo también estaba equivocado en esto: ni Borges vivió encerrado en la infinita erudición de su biblioteca, ni Kafka en la lucidez vertiginosa de sus pesadillas. Ambos eran mis héroes a los dieciocho años y lo siguen siendo a los 53, pero ahora ya sé que ni uno ni otro era como yo creía que era. Borges nunca ignoró con olímpico intelectualismo la política; al contrario: de joven se entusiasmó con la Revolución rusa, de mayor combatió el peronismo y defendió la democracia y al final de su vida apoyó algunas dictaduras latinoamericanas, un error del que en seguida se arrepintió. En cuanto a Kafka, con el tiempo hemos sabido que seguía atentamente la vida política de su país, que asistía a menudo a mítines electorales y actos políticos, en especial de líderes socialdemócratas, y que participaba en las asambleas del grupo revolucionario Klub Mladých y de la asociación obrera Vilem Körber. De manera que, cuando el 2 de agosto de 1914 anota en su diario que se ha ido a nadar después de conocer la noticia de que Alemania ha declarado la guerra a Rusia, lo que hay que deducir no es que a Kafka no le importase que hubiera estallado la guerra, como hacía yo en mi ignorancia adolescente; lo que hay que deducir es que, en vez de reaccionar con precipitación y con furia o con miedo o con falsas o improvisadas certezas ante un hecho cuyo alcance y cuyas consecuencias nadie podía conocer aún, Kafka prefiere reflexionar sin prisa sobre él, yéndose a nadar. Es exactamente lo primero que debería hacer el nuevo intelectual ante una situación parecida, extrema; lo segundo también puedo ejemplificarlo con una anécdota del escritor checo. Cuenta un contemporáneo suyo, el novelista Michal Mare, que un día de 1912 Kafka participó en un acto de protesta contra la ejecución del anarquista Liabeuf en París; la policía irrumpió violentamente en la reunión y, en medio del altercado, todo el mundo pudo verlo, muy alto y delgado, con su cara de pájaro, “quieto de pie en medio de la batalla entre los policías y los manifestantes”, negándose a obedecer la orden de disolverse en nombre de la ley, hasta que los guardias se lo llevaron a comisaría.
Los dos hechos que acabo de referir son para mí el doble emblema del nuevo intelectual. Un viejo amigo y yo solemos discutir desde hace años, entre copa y copa, sobre las características que debería reunir nuestra sociedad perfecta; al final, después de muchas discusiones, hemos llegado a la conclusión de que en esa república ideal solo hay tres personajes imprescindibles: un maestro, un médico y un hombre que dice No. El maestro es quien enseña a vivir; el médico es quien enseña a morir; el hombre que dice No es quien preserva la dignidad colectiva: es el hombre que, en las situaciones límite, en los momentos más comprometidos, cuando se decide el destino de la sociedad y más difícil es conservar la cabeza y todos o casi todos pierden el sentido de la realidad y dicen Sí por un error de juicio y quienes no lo hacen no se atreven a decir No por temor a ser rechazados por la mayoría, en ese momento, después de haberse ido a la piscina y haber reflexionado sin prisa y con la mayor seriedad y haber llegado a una conclusión, tiene el valor de decir No, tranquilamente, sin levantar la voz, con la misma terca impavidez y la misma falta de gestualidad y la misma discreción inflexible y la misma firmeza estatuaria con que Kafka dijo No aquel día de 1912, en medio de la batalla entre la policía y los manifestantes. Este hombre no se propone erigirse en ejemplo para nadie ni dar lecciones a nadie; tampoco dice No por el placer o el capricho o la vanidad de la contradicción, ni es un conformista del inconformismo, ni obtiene ningún rédito económico o profesional de su negativa: simplemente tiene la valentía de pensar con lucidez y de actuar de acuerdo con lo que piensa. Este hombre es el enemigo del pueblo de Ibsen, el hombre rebelde de Camus, en muchos sentidos el protagonista de las grandes novelas de Kafka. Este hombre encarna la dignidad del intelectual. ~
Este texto es un fragmento de El punto ciego, que será
publicado por Literatura Random House a principios de 2016.
1 Ya en pruebas de imprenta estas páginas, compruebo que esa impresión no es solo mía, por lo menos en Francia, donde a principios de otoño de 2015 arrecia con fuerza la discusión sobre el papel de los intelectuales. Desencadenada por unas palabras de Michel Onfray en las que abogaba por colaborar con el Front National –el partido nacionalista, ultraderechista y xenófobo de Marine Le Pen–, la polémica ha merecido acaloradas discusiones en primeras páginas y nutridos dosieres publicados por los principales medios de comunicación galos, de L’Obs a Libération. El 28 de septiembre Le Monde constataba que intelectuales como el propio Onfray, pero también como Alain Finkielkraut o Michel Houellebecq, están sustituyendo a los políticos en los medios de comunicación y se preguntaba a toda página en su portada: “¿Van a ocupar los polemistas el lugar de los políticos?” Todo indica que lleva razón Jacques Julliard cuando el día anterior afirmaba en Le Figaro: “Hay que acabar con esa idea según la cual el tiempo de los intelectuales pertenece al pasado, al tiempo de Zola o de Sartre. Sartre tuvo mucha menos influencia sobre la política francesa de su tiempo que los intelectuales de hoy.”