Janet Malcolm
Cuarenta y un intentos fallidos
Traducción de Inga Pellisa Díaz
Barcelona, Debate, 2015, 256 pp.
Desde hace cierto tiempo el nombre de Janet Malcolm funciona como una especie de salvoconducto entre iniciados, como una garantía de escritura inteligente. A esta fama manejable (al menos en nuestro país) han contribuido libros-reportaje como En los archivos de Freud (una pesadillesco descenso a la ambición paranoica), La mujer en silencio (su admirable estudio sobre la biografía y el “contagio” a propósito del famoso matrimonio de Ted Hughes y Sylvia Plath), Leyendo a Chéjov (un viaje de crítica literaria) o El periodista y el asesino (su estudio sobre el contorno moral del periodismo y la ocasión o la conveniencia de transgredirlo). Cualquiera de estos títulos es una buena vía de acceso al tono de Malcolm, un especialísimo matiz de inteligencia al que este verano se le ha abierto una nueva puerta de entrada: Cuarenta y un intentos fallidos, donde se recogen diversos artículos centrados, como nos asegura el subtítulo, en escritores y artistas (dos tribus por las que Malcolm ha demostrado un interés sostenido).
Como cualquier otra compilación de artículos, el libro es irregular, no solo por los desniveles de intensidad entre los distintos ensayos, sino también por el diverso grado de interés que despertarán en cada lector los “artistas” a los que Malcolm dedica su atención. Para que se hagan una idea, desfilan por aquí clásicos absolutos como Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury, clásicos nacionales como Edith Wharton, fotógrafos concienzudos como Thomas Struth, artistas de moda como Diane Arbus, y artistas pasados de moda o en el trance de perder el prestigio acumulado (y bien podría ser este un leitmotiv secreto del libro) como J. D. Salinger, David Salle o Julia Margaret Cameron (de la que no sabía nada y de la que es casi imposible no enamorarse, al menos del retrato que traza Malcolm), además de una serie de fotógrafos que permiten a la escritora estudiar la evolución del desnudo.
Pero aunque esta recopilación queda un par de cuerpos por detrás de los libros urdidos por Malcolm como obras cohesionadas, su lectura solo puede añadir satisfacción a los lectores leales; y, en la medida que aquí se exponen algunos de los principales temas y méritos de Malcolm (en versiones reducidas y manejables), Cuarenta y un intentos fallidos puede ofrecerle al neófito una buena primera toma de contacto. Siempre, eso sí, que una vez familiarizado con el medio se comprometa a aventurarse en aguas abiertas.
¿En qué consisten los méritos particulares de Janet Malcolm? Según David Lehman, destaca por su capacidad de convertir “epifanías de la percepción en estallidos de conocimiento”, una formulación un tanto embarazosa de comentar y que en virtud de su rampante opacidad vale más o menos para cualquiera y para nadie. De manera que por espíritu de servicio me aventuro a comentar tres rasgos (asociados a otros tantos ensayos del libro) que tal vez sí sean distintivos (y no meramente ditirámbicos) de la escritura de Malcolm.
Janet Malcolm es tenaz. El mejor ejemplo lo encontramos en la decidida (iba a escribir “encendida”, pero en realidad el artículo es más bien “apagado”) defensa que hace aquí de Salinger (“Los cigarrillos de Salinger”), un escritor tan querido en España que casi sabe mal confiarle al lector en qué medida está desacreditado entre la alta crítica anglosajona. Malcolm se opone a Updike, Kazin, McCarthy y Didion con el propósito de demostrar que Salinger no escribe “autoayuda encaminada a adular la trivialidad esencial de sus lectores, suministrándoles algunas instrucciones para vivir”. Malcolm obviamente fracasa en esta misión imposible (la definición es casi tan ajustada como cruel), pero en el empeño da muestras de su ingenioso tesón.
Janet Malcolm es divertida, pero como de la “simpatía” y la “diversión” cuesta mucho hablar críticamente le recomiendo al lector que acuda al capítulo dedicado a Virginia Woolf, su hermana Vanessa Bell y el resto de luminarias de Bloomsbury (“Una casa propia”) en el que trata con un brío más propio del bosque de Arden que de Gramercy Flatiron (donde ha vivido Malcolm) las tensiones sentimentales (y sexuales) del célebre grupo.
Janet Malcolm es autocrítica. Y quizás este sea el rasgo más distintivo de su trabajo. Ya se trate de un reportaje periodístico, de una biografía o de un estudio crítico, sus libros incluyen un autoanálisis del proceso: las trampas, las concesiones, los riesgos y los saltos al vacío a los que se entrega el escritor durante su trabajo para llegar a puerto. Este análisis puede parecer un tanto severo, pero ante todo es lúcido. Una de las estrategias de Malcolm consiste en aprovechar el material que cualquier otro desecharía (borradores, pistas falsas, intuiciones no desarrolladas) o consideraría impertinente (el espacio y las condiciones de escritura, las personas que la acompañaban mientras investigaba). Y de este asunto trata en buena medida el ensayo más importante de la colección, “Cuarenta y un intentos fallidos”, que como su título indica se compone de una serie de fragmentos no articulados, fallidos (pero cuya yuxtaposición es sumamente significativa), de describir la personalidad y el oficio del pintor David Salle.
El riesgo de esta clase de disecciones consiste en dejar al autor descoyuntado sobre el folio, irreconocible. La esperanza de este reseñista es que cuando el lector retome la lectura, al confrontarse con la imagen íntegra de Janet Malcolm, reconozca en la peculiar textura de su inteligencia (tan presente en casi toda la selección) algunos de estos elementos. ~