Saul Bellow: El gran asimilador

Saul Bellow, que habría cumplido cien años este mes, aunaba la pasión por las ideas con el conocimiento de los bajos fondos, la alta cultura con la experiencia del gueto. Sus libros cambiaron la literatura norteamericana para siempre.
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Observa esta imagen (1) y luego esta otra (2): las fotografías de Saul Bellow (1915-2005) que adornan las primeras cubiertas de la edición en la que Library of America reúne sus obras completas. En la primera, vemos a un individuo de aspecto un tanto canallesco, vestido con elegancia y claramente rebosante de agallas: afronta el mundo con una mirada tranquila y directa que contradice el leve aire de experto jugador de billar o timador de hipódromo. En la segunda, de perfil, tenemos una imagen del artista en una pose más reflexiva; pero es un sabio que todavía puede soltar una ocurrencia bien escogida. La historia antigua del shtetl y el gueto está inscrita en los dos estudios de este hombre, pero en ambos casos se ha recorrido una considerable distancia física.

En la reunión en recuerdo de Bellow, celebrada en 2005 en la Young Men’s Hebrew Association en el cruce de Lexington Avenue y la Calle 92, los oradores principales fueron Ian McEwan, Jeffrey Eugenides, Martin Amis, William Kennedy y James Wood (responsable de la edición de las obras completas de Bellow de Library of America). De no ser por un discurso especialmente vacuo de un rabino olvidable, el escenario habría estado compuesto en exclusiva por no judíos, muchos de los cuales tampoco eran estadounidenses. ¿Cómo había conseguido Bellow ejercer ese efecto en escritores que tenían casi la mitad de su edad y venían de otra tradición y otro continente? Cuando planteé la pregunta a los oradores, recibí dos respuestas particularmente memorables. Ian McEwan transmitió su impresión de que Bellow era el único de los escritores estadounidenses de su generación que había asimilado todo el legado clásico europeo. Y Martin Amis recordaba con claridad algo que le había dicho Bellow: si naces en el gueto, sus condiciones hacen que mires hacia el cielo y por tanto ansíes lo universal.

En La víctima, el hijo judío de un tendero que combina el rechazo a los gentiles con la mentalidad del gueto sufre a manos de un wasp alcohólico e inseguro. “No soy el más adecuado para hablar de tradición, estará usted diciendo”, admite el segundo.

Pero con todo, nací dentro de ello. Trate de imaginar el efecto que Nueva York tiene sobre mí. ¿No es absurdo? Realmente, como si los hijos de Calibán estuvieran al frente de todo. Si bajas al metro es Calibán quien te cambia una moneda de diez centavos por dos de cinco. Vas a casa y Calibán tiene una confitería en la calle donde naciste. Las viejas castas han desaparecido. Las calles llevan sus nombres. Pero ¿qué son ellas mismas? Nada más que restos.

–Ya entiendo; en realidad es usted un aristócrata –dijo Leventhal.

–Puede que no le sorprenda como me sorprende a mí –dijo Allbee–. Pero voy a la biblioteca de cuando en cuando, para echar una ojeada, y la semana pasada vi un libro sobre Thoreau y Emerson por un individuo llamado Lipschitz…

–¿Y qué?

–¿Un nombre como ese? –Allbee dijo esto con gran seriedad–. A mí me parece, después de todo, que personas con esos antecedentes no serían capaces de entender…

((Las traducciones de Bellow se tomaron de las obras citadas en las notas. La víctima, traducción de José Luis López Muñoz, Barcelona, Debolsillo, 2011. ))

Conviene recordar que, cuando Bellow era joven, a Lionel Trilling lo podían despedir de su trabajo como docente en Columbia argumentando que un judío no era capaz de apreciar de verdad la literatura inglesa. O el dolor exquisito con el que Henry James, en La escena americana, había registrado en 1907 “todo el brillo duro de Israel” en el Lower East Side de Nueva York, y especialmente el modo en que los escritores que hablaban yidis manejaban “las cámaras de tortura del idioma”. Más tarde, Bellow traduciría a Isaac Bashevis Singer al inglés (y “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” al yidis), pero le importaba trascender el gueto y que él, también, pudiera cantar a América. Los variados medios para lograr esa aspiración incluían una versatilidad pirotécnica con el inglés, una feroz asimilación de conocimiento y un énfasis tanto en el hombre de acción como en el hombre de reflexión.

Si se relee la ficción de Bellow de este modo, esas consideraciones son recurrentes. Ya en el texto de El hombre en suspenso, su primera novela, manejaba con facilidad referencias a Goethe, Dierot, Alejandro Magno, Medida por medida, Maquiavelo, Berkeley, el doctor Johnson, Joyce, Marx y Baudelaire. La novela contiene, en paralelo, una réplica de la experiencia vital de Bellow como chico de la barriada, como inmigrante ilegal originario de Quebec y como aspirante a miembro de las fuerzas armadas estadounidenses. Un cuento muy posterior –“Algo por lo que recordarme”– presenta a un chico judío que es engañado por una puta y salvado por los sórdidos moradores de una licorería clandestina de Chicago, pero el joven está consternado, sobre todo, por la pérdida de un libro roto que compró por cinco centavos. A su alrededor hay gente que se ha curtido en las calles, pero esa variedad de “sabiduría” común debe desdeñarse, pues se adquiere con demasiada facilidad.

Cuando pienso en Bellow, no solo pienso en un hombre cuyo genio para la lengua vernácula parecía reformular la filosofía ateniense como si sonara en un sintetizador de Damon Runyon, sino también en un autor que acuñó expresiones contundentes para la vulgaridad, el vandalismo y la estupidez: la moneda devaluada de los que están demasiado embrutecidos como para conservar la capacidad de asombro. “Hato de palurdos”

((Las aventuras de Augie March, traducción de Patricio Ross y Carlos Grosso, Barcelona, Debolsillo, 2014. ))

es la descripción de Augie March para las saturnales de los descerebrados. “El infierno insano”

((El legado de Humboldt, traducción de Montserrat Solanas, Barcelona, Debolsillo, 2010. ))

–al parecer tomado de Wyndham Lewis– es la expresión que figura en El legado de Humboldt. “Mierda moral”

((El hombre en suspenso, traducción de Jordi Fibla, Barcelona, Debolsillo, 2014. ))

es el terso resumen de los valores de Nueva York que ofrece El hombre en suspenso. La mejor de todas, en un enfrentamiento entre una persona reflexiva y otra sin civilizar que se produce en El legado de Humboldt, es el incipiente reconocimiento de que la segunda pertenece a la “gentuza de aquel nuevo mundo deseoso de un barniz intelectual”. El narrador de El hombre en suspenso lo resume en pocas palabras:

La mayor parte de las cuestiones serias son inaccesibles para las personas de carácter duro. Carecen de práctica en la introspección y, en consecuencia, están mal equipados para enfrentarse a adversarios contra los que no pueden disparar como si fuesen caza mayor ni superar en atrevimiento […] Los hombres de carácter duro reciben una compensación por su silencio: pilotan aviones o torean o se dedican a la pesca del tarpón, mientras que yo no suelo abandonar mi cuarto.

Pero Bellow no desdeña el estilo de Hemingway tan a la ligera. Varios de sus héroes y protagonistas –incluido el fornido Henderson, su único protagonista no judío– se elevan por encima de los enfermizos y de los menos aficionados a la lectura. Pelean con leones y, en el caso de Augie March, con un águila realmente aterradora. Se mezclan con revolucionarios, bandidos y expertos criminales. En una ocasión, hablando de la famosa sentencia de Sócrates sobre el valor de la vida no examinada, Kurt Vonnegut se preguntó: “¿Y si resulta que la vida examinada tampoco vale un pimiento?” Bellow habría visto, y de hecho vio, la fuerza de esa pregunta. Como Lambert Strether en Los embajadores, su respuesta provisional parece ser: “Vive todo lo que puedas; es un error no hacerlo.” Y Henderson, el tipo duro, tan robusto, físico e intrépido (y tan poco articulado cuando habla, pero tan lleno de capacidad reflexiva cuando piensa), no puede contener su asombro al volar: señala que la suya es la primera generación que ha visto las nubes desde arriba al igual que desde abajo. “¡Qué privilegio! Antes las personas soñaban debajo, ahora sueñan por arriba y por abajo. Forzosamente eso tiene que cambiar algo las cosas.”

((Henderson, el rey de la lluvia, traducción de Vera Ozores, México, Joaquín Mortiz, 1964. ))

Erich Fromm dio un curso en The New School sobre “la lucha contra la falta de sentido”, y uno se pregunta si Bellow oyó hablar de –o asistió a– las clases. En su obra es recurrente la idea de la trampa horrible que plantean la carencia de un rumbo y sus primos, la impotencia y el deseo de muerte. En El hombre en suspenso, el narrador se entera de la muerte de un amigo de la universidad en la guerra y la diagnostica como un acto indirecto de la voluntad: “Siempre sospeché que de alguna manera había descubierto que existen ciertos aspectos en los que ser humano equivale a ser terriblemente infeliz, y que había dedicado toda su vida a evitar esos aspectos.”

En cambio, en Las aventuras de Augie March, el héroe se alista para participar en el mismo combate, y, pensando en lo que eso hace a su vida sexual, se pregunta: “¿De qué sirve la guerra sin el aditamento de un amor?” Tenga o no influencia del yidis, esta reflexión debe incluirse entre las frases más afirmativas y masculinas que se han escrito jamás.

Frente a la falta de sentido y la futilidad, Bellow luchó por contraponer lo que Augie llama “la universal candidatura a la nobleza”: la batalla por superar no solo las condiciones del gueto sino también sus psicosis. Esa ambición anhelante, como sabía Bellow, puede ser un tormento para quienes carecen, para empezar, de una nobleza innata. Incluso Wilhelm, el desesperado y sudoroso arribista de Carpe diem, tiene un elemento de aspiración más elevada entre sus pánicos a lo Muerte de un viajante, y recuerda fragmentos de poesía inglesa en momentos inesperados. Y Allbee, el antisemita borracho de La víctima, el hombre que dice que “el mal es tan cierto como la luz del sol”, decide no hablar con arrogancia de su “honor” cuando oprime y agota a Asa Leventhal. En todo esto, el gran precursor fue un personaje dibujado con trazos fuertes como el rey Dahfu de Henderson, el rey de la lluvia, que hace un uso espléndido de su idioma de segunda mano cuando se dirige a su enorme y preocupado huésped estadounidense de este modo:

Tienes razón en el largo plazo, y lo que realmente hay que hacer es pagar el mal con el bien. Yo también suscribo esa idea, pero me parece algo lejana para la raza humana en su conjunto. Tal vez no soy el indicado para hacer predicciones, Sungo, pero creo que les llegará el turno a las personas nobles del mundo.

Quizá la mejor ilustración de la nobleza que ofrece Bellow se produce cuando Augie March atisba en México a Trotski, de quien recibe una impresión de “profunda grandeza” y la capacidad de guiarse por las estrellas más brillantes. El propio Bellow había llegado a México en 1940, demasiado tarde para ver a Trotski, asesinado por un sicario la mañana en que debían conocerse. Como Henderson, Trotski era un hombre sobre el que la vida había “decidido usar medidas fuertes”. El fundador del Ejército Rojo también fue el autor de Literatura y revolución y uno de los autores del Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Y la rapidez con la que Bellow aprendió de la experiencia del asesinato de Trotski es un tema en varias de sus ficciones. En El hombre en suspenso, Joseph asombra a su amigo Myron por todo lo que puede deducir del simple hecho de que un antiguo “camarada” ya no le habla en público. “Oh, Joseph”, exclama Myron, como si reprochase una exageración; pero Joseph no está solo resentido por una ofensa personal.

No, en serio, escúchame. Prohíbe a un hombre hablar con otro, prohíbele comunicarse con alguien, le has prohibido pensar, porque, como te dirán muchos grandes escritores, el pensamiento es una clase de comunicación. Y su partido no quiere que piense, sino que siga una disciplina. Así que ya ves, porque es supuestamente un partido revolucionario. Eso es lo que me ofende. Cuando un hombre obedece una orden así, está ayudando a abolir la libertad y a instaurar la tiranía.

Esta “insolencia”, concluía Joseph, “explicaba por completo la traición de una promesa a la que me entregué en el pasado”, ¿y quién puede decir que Bellow seleccionó un microcosmos erróneo para la trahison? A partir de un detalle de etiqueta política podía inferir una incipiente mentalidad totalitaria. A veces se dice que su vida como intelectual siguió un arco o trayectoria familiar: el que va desde el casi trotskista al “neocon” total, y por supuesto es cierto que sus primeras novelas contienen retratos de miembros del grupo de Partisan Review, desde Delmore Schwartz a Dwight Macdonald, mientras que su novela final, Ravelstein, contiene una semblanza afectuosa de Allan Bloom (cuyo libro El cierre de la mente moderna Bellow contribuyó a convertir en un bestseller), e incluso de Paul Wolfowitz durante la lucha en Washington en torno a la Guerra del Golfo, en 1991.

Pero la evolución política de Bellow no estuvo en modo alguno exenta de complicaciones ni fue predecible. Tuvo cierta relación con el dinámico extrotskista Max Schachtman (un hombre, por cierto, que fue mucho más importante en la fundación del neoconservadurismo que Leo Strauss). El primer relato que publicó Bellow, una respuesta fieramente polémica a la novela de Sinclair Lewis Eso no puede pasar aquí que llevaba el no menos polémico título de “Y un carajo que no”, estaba escrito bajo la clara influencia del movimiento juvenil trotskista. En una época tan tardía como finales de la década de 1990, Bellow leyó el elogio fúnebre de Yetta Barshevsky, recordando su fiero antiestalinismo con afecto. Y hasta hace relativamente poco, su nombre aparecía en el directorio de New Politics de Julius Jacobson, una publicación deudora de Schachtman y heredera del socialismo democrático.

Martin Amis ha dado una versión brillantemente escandalizada en su libro autobiográfico Experiencia de la única ocasión en la que Bellow y yo nos vimos de verdad. En realidad, la velada no fue tan áspera como cuenta. Bellow nos leyó una fascinante y antigua correspondencia con John Berryman. Recordó la ocasión en la que le había negado un trabajo en la revista Time nada menos que Whittaker Chambers por dar una respuesta incorrecta a una pregunta sobre William Wordsworth (La víctima tiene una versión ficcionalizada del episodio). Cuando le preguntaron su opinión, Bellow dijo que consideraba a Wordsworth un poeta romántico y luego fue rechazado con aspereza. Se preguntó qué debería haber respondido, y yo sugerí osadamente que la respuesta era fácil: Chambers quería que dijese que Wordsworth era un poeta revolucionario y republicano que vio que se había equivocado y se hizo contrarrevolucionario y monárquico. Eso pareció satisfacer y divertir a Bellow, que entonces se preguntó en voz alta si su vida de escritor habría sido distinta si hubiera conseguido ese boleto seguro a Time. De modo que todo estaba yendo bastante bien, solo que sobre la mesa, como un revólver en una obra de Chéjov, había un ejemplar de Commentary. Pronto pareció evidente que Bellow se había desplazado a la derecha, sin perder su gusto por la dialéctica talmúdica y trotskisant, y que en su cabeza había una fuerte conexión entre la decadencia de las ciudades y los campus de Estados Unidos y cuestiones más amplias de promiscuidad ideológica. No creo equivocarme al pensar que veía la batalla en Oriente Medio como una suerte de alegoría del desastroso estado de las relaciones entre blancos y negros (y entre judíos y negros) en su amada Chicago. Cualquiera que haya leído su obra de no ficción Jerusalén, ida y vuelta se verá obligado a percibir que los habitantes árabes de la ciudad sagrada son casi tan invisibles y ajenos como sus equivalentes en el Orán de La peste de Camus. En todo caso, terminamos teniendo una fuerte desavenencia sobre los palestinos en general y sobre la obra de Edward Said en particular. Varias veces he deseado con fervor que pudiéramos tener esa discusión de nuevo.

El hilo en el laberinto de la política de Bellow tiene sin duda algo que ver con el “gueto”, y con cierta posesión incómoda de ese término peyorativo. En un momento revelador de Ravelstein, el héroe protesta por el uso frecuente del término para designar la vida de los negros en Estados Unidos.

–¡Qué gueto! –exclamó Ravelstein–. Los judíos del gueto tenían sentimientos, tenían nervios civilizados…, miles de años de educación. Tenían comunidades y leyes. La palabra “gueto” sale de periódicos ignorantes. No es del gueto de donde vienen, sino de un tumulto nihilista atronador que no tiene sentido alguno.

((Ravelstein, traducción de Roser Berdagué, Madrid, Alfaguara, 2000. ))

Por tanto, quizá de manera paradójica, Bellow transmite una actitud defensiva e incluso admirativa hacia el lugar del que deseaba escapar. Eso es casi una definición del conservadurismo. Se puede hallar el mismo tropo en una obra tan temprana como El hombre en suspenso, donde el chico que recuerda los horrores de la vida en las barriadas visualiza “un hombre que se erguía sobre alguien en una cama y, en otra ocasión, un negro con una rubia en el regazo”. Y el menor de edad de raza negra que contagia el sida a Ravelstein (fatalmente atraído por lo que en teoría más desprecia) tenía en los primeros borradores el mismo nombre que el único personaje negro de Augie March. En El planeta de Mr. Sammler, a la figura epónima la persigue un negro gigantesco que la detiene en la calle y le muestra un pene enorme. En El diciembre del decano, el crimen negro y la corrupción de la gran ciudad se han vuelto difíciles de distinguir en la mente de Bellow; más tarde manifestó alarma y repulsión cuando un demagogo negro de Chicago acusó a médicos judíos de propagar el virus del sida. No quiero hacer ninguna insinuación, pero parece claro que Bellow había concluido que una de las mejores esperanzas de la izquierda democrática –la de una alianza negra y judía– pertenecía al pasado: otro proyecto levemente ingenuo de lo que en un momento más cordial e ingenioso había llamado “La Compañía de Pavimentación de las Buenas Intenciones”.

Sin embargo, nunca sucumbió al cinismo sin afecto que siempre había despreciado. Su famosa y provocativa pregunta de 1988 –“¿Quién es el Tolstói de los zulúes? ¿El Proust de los papúes?”–, enunciada en el contexto de una defensa de Bloom, parecía a ojos de mucha gente contradecir la generosidad que había ofrecido sobre África en Henderson, y Bellow debió de pensar lo mismo, ya que seis años más tarde publicó un ensayo mucho menos célebre que elogiaba la novela de temática zulú Chaka, de Thomas Mofolo. La vida y la política podían tener resultados amargos, y también podía tenerlos la experiencia personal pero, hasta el último día, Bellow apostó por la afirmación de la vida y por la voluntad de vivir (como interpreta y traduce libremente Henderson la bendición gruntu-molani), y nunca pudo abandonar del todo su fe en la crucial candidatura a la nobleza. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón. © 2007 The Atlantic Media Co., publicado originalmente

en The Atlantic Magazine. Todos los derechos reservados.

Distribuido por Tribune Content Agency.

 

 

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(Portsmouth, Reino Unido, 1949-Houston, Texas, 2011) fue escritor, periodista y uno de los intelectuales más brillantes de su generación. Debate publicó en 2011 el volumen de memorias Hitch-22.


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