La propiedad más atractiva del lenguaje tal vez sea que nos permite expresar nuestros pensamientos y emociones. Ejercer la capacidad de hablar o de escribir no deja de ser, en ese sentido, una eficiente herramienta contra la soledad. Me conoces, lector, porque escribo. Leer los mensajes de alguien, sean estos breves como un tuit o extensos como un libro, implica dibujar una personalidad, conocer el modo en el que entiende el mundo, los deseos que le mueven, los miedos que alberga su cerebro. Y de este modo los hablantes ya no estamos solos en el mundo. Existimos, más allá de nosotros mismos, en la mente de los otros.
A nadie le es ajeno esto. Por eso las personas más tímidas, aquellas que tienen más pudor de manifestarse ante los demás, tienden a hablar menos y no son muy amigas de escribir en las redes sociales. Cada enunciado, cada mensaje es un retazo de nosotros mismos. Un regalo que ofreces y que te deja desnudo frente al auditorio. No obstante, hasta hace relativamente poco creíamos que de alguna manera podíamos controlar lo que contábamos a los demás. La escritura nos dejaba al descubierto, es cierto, pero pensábamos que podíamos elegir lo que decíamos y lo que no. Nuestra procedencia geográfica, nuestra adscripción social, nuestro género o nuestra edad, por ejemplo, eran datos sobre nuestra biografía que podíamos exponer u ocultar a placer. Siempre, en última instancia, podíamos dejar nuestros escritos sin firmar. Y entonces todo estaba oculto.
Eso creíamos, pero resulta que no es cierto. Nuestros mensajes revelan mucho de nosotros y lo hacen más allá del contenido de nuestras palabras y, por tanto (y esto es lo impactante), más allá de nuestro propio control. Con independencia de lo que estemos diciendo, las elecciones lingüísticas que hacemos (muchas de ellas automatizadas) están dibujando un perfil sociolingüístico muy específico. Los especialistas pueden saber multitud de detalles sobre nuestra biografía a través de las palabras que elegimos, la forma en que ordenamos los sintagmas en las oraciones, las decisiones ortográficas que tomamos o, en su versión oral, el modo en el que articulamos los sonidos. Todos estos rasgos, que difícilmente podemos controlar en su conjunto, pueden revelar nuestra procedencia geográfica, nuestro género, nuestra edad, nuestra profesión o nuestra clase social.
En realidad no es algo tan extraño, si lo pensamos bien. Se trataba de que los viejos conocimientos de dialectología, sociolingüística y pragmática se pusieran al servicio del objetivo único de saber cómo o incluso quién es el emisor de un mensaje. Y esto es lo que hicieron los lingüistas forenses, con un enorme éxito, por cierto. Las características lingüísticas de nuestros mensajes pueden ser tan eficaces para demostrar nuestra autoría que se han comparado a las huellas digitales o las pruebas de ADN. Saber quién ha sido el autor de un anónimo amenazante, dirimir sobre asuntos de plagio o de suplantación de identidad son asuntos cotidianos en la labor de estos lingüistas que aplican todos sus conocimientos al mundo del derecho.
Sobre este asunto trata un pequeño libro divulgativo que recomiendo: Atrapados por la lengua, de Sheila Queralt. En él, la autora, que es lingüista forense en ejercicio, relata cincuenta casos en los que el análisis lingüístico fue decisivo para determinar si los sospechosos eran culpables de los delitos que se les atribuían. Y no solo eso. El análisis detenido de un mensaje puede dar información también sobre cuál fue la intención del emisor: ¿qué quería decir exactamente el jurista que redactó esta ley? ¿Podemos considerar un determinado correo como una amenaza o como simple advertencia? ¿Qué quiso decir exactamente el testigo del delito y cómo podemos traducirlo de la mejor manera posible a otra lengua? Estas preguntas y otras similares son fundamentales en el ejercicio de la abogacía y un análisis lingüístico puede ofrecer luz en todas ellas.
Y si un solo mensaje puede dar tanta información sobre cómo somos, ¿qué no sabrán de nosotros si recurren a cientos o miles de mensajes nuestros? Efectivamente, la denominada ciencia de los Big Data puede extraer de nuestros mensajes ya no solo nuestras características sociolingüísticas, sino incluso nuestros rasgos de personalidad, nuestro estado de ánimo, nuestras carencias y nuestras fortalezas. Pero este es otro asunto del que hablaré en otro momento.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).