Una vez entró cierto compañero de trabajo en mi oficina para pedirme que leyera el poemario de un amigo suyo. Como se sabe bien que los poetas salen hasta debajo de las piedras, me negué a hacerlo. “Aquí está afuera”, me dijo el compañero; y ante su insistencia hice una concesión: “Pregúntale cuál es su poeta preferido, y según lo que responda accedo o no a leer su libro”. Luego de unos minutos volvió el compañero con la respuesta: “Enrique Rambal”.
Chéjov tiene un cuento sobre una tal señora Murashkina, aprendiz de escritora, pésima dramaturga, que insiste en leer su obra de teatro a un famoso literato. En un principio, el literato dice a su criado: “¡Mándala al diablo! ¡Dile que estoy ocupado!”. Pero ella persevera hasta que el hombre acepta recibirla. Murashkina no acepta dejarle el texto, sino que se impone para leerlo ahí mismo.
La obra es pesadamente mala y larguísima. Pasan los minutos, las horas. Murashkina lee sin parar y pasa de una escena a otra, de un acto a otro, con diálogos insufribles como:
ANNA. ¡Está usted corroído por el autoanálisis! ¡Ha dejado usted de vivir demasiado pronto con el corazón, entregándose a la inteligencia!
VALENTÍN. ¿Y qué es el corazón?… ¡Su sentido es anatómico!… ¡Como término representativo de eso que llamamos sentimientos, no lo admito!
Al literato le va creciendo el hastío y la irritación, hasta que no puede contenerse. “Se alzó de su asiento y de su pecho brotó un grito anormal. Luego, cogiendo de la mesa un pesado pisapapeles y fuera de sí, asestó con él y con todas sus fuerzas un violento golpe a la cabeza de Murashkina”.
“¡Arréstenme! ¡La maté!”, grita el escritor, y en la siguiente y última línea Chéjov nos informa que “el jurado lo declaró inocente”.
Nunca he podido asimilar en términos generales el “amor a la lectura”, pues dependiendo de lo que se lee, ésta puede ir desde un enorme placer hasta una tortura mental y emocional. A veces imagino el infierno como un sitio en el que hay que leer una y otra vez por toda la eternidad las obras completas de ciertos autores contemporáneos cuyo nombre prefiero no mencionar, pero a quienes les envío un cordial saludo.
Alguien puede desperdiciar torrentes de tiempo viendo malos partidos de futbol; pues el futbol y buena parte de lo que aparece en pantallas es un pasatiempo, un auxiliar para que el reloj avance tan escondido que no se sienta avanzar. Pero el lector curtido está consciente del valor del tiempo y el libro profundiza esta conciencia. Para este lector, cada libro lleva implícito un taxímetro. Un libro banal lo hace sentir como taxi en embotellamiento. Ve cómo avanza el precio sin que uno avance.
A veces el lector decide bajarse. Para esto funciona la advertencia en el Guzmán de Alfarache, que podría imprimirse en cada libro en torno a la página veinte: “Empero, si te ha parecido bien lo dicho, bien está dicho; si mal, no lo vuelvas a leer ni pases adelante.”
Plinio el Joven cuenta una anécdota sobre su tío, Plinio el Viejo, en la que valora el tiempo cuando se lee o se escucha leer.
Recuerdo que en cierta ocasión uno de sus amigos, como un lector hubiese pronunciado mal una frase, le hizo parar y comenzar de nuevo; y que mi tío le dijo: “¿No lo habías entendido?”. Al decirle aquél que sí, “¿Entonces por qué le has mandado parar? Con esta interrupción tuya hemos perdido más de diez líneas”.
Y con el reclamo habrán perdido otras diez.
Si bien hay que recordar que fue Plinio el Viejo quien dijo que “ningún libro era tan malo que no fuese útil en algún apartado”, frase que se ha allanado a: “No hay libro tan malo que no tenga algo de bueno”. Cosa verdadera, pero si sabemos que en el lago pican pocos peces, mejor irse adonde está al mamut.
Más sabio encuentro a Plinio el Joven cuando dice: “Hay que leer mucho, pero no muchas cosas”.
Y aquí me detengo, porque tal frase dice más y mejor de lo que yo sé escribir.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.