Diecisiete de marzo por la noche. Estoy sentada en mi cama, inmóvil, cuando me dicen que murió Vicente Rojo. No quiero escuchar esta noticia. Lo que quiero es encontrarme con él de nuevo, ver sus imágenes.
Tomo del librero el número Cultura (enero de 2020) de la Revista de la Universidad. Una obra suya cubre por completo la portada de la revista, interrumpida solo por una letra U. Me la acerco a los ojos, la veo lento, me detengo y me pregunto: ¿cómo? Hoy, esa pregunta es más pregunta que otras veces. No solo es ¿cómo que Vicente Rojo se ha ido?; también es otro ¿cómo? que imagino casi como un diálogo entre mis ojos, su obra y sus manos. Y es que esa noche también entiendo que nunca acabaré de asimilar por completo cómo es que Vicente Rojo pintaba. Especialmente, cómo están pintados los cuadros de la serie México bajo la lluvia que realizó entre 1980 y 1989, uno de los cuales envuelve la revista que sostengo entre mis manos.
Navego con los ojos el mar de lluvia de la imagen, donde se suman y se suman diagonales que se cruzan con una inundación de triángulos muy ordenados. Estas lluvias geométricas parecen tener un ritmo extremadamente regular. Pero no: las miro más y voy pensando que detrás de la ordenada lluvia habita un desorden de color. Detrás está la marea de colores, al frente, la regularidad de la diagonal que atraviesa metódicamente todo el plano de izquierda a derecha. Miro bien los triángulos y los descubro rombos que se transforman inmediatamente en cuadrados y, de pronto, de la otra esquina, brota esa diagonal y se vuelve a imponer ese ritmo triangular en mi mirada.
Pero luego se me van revelando los colores irreverentes del fondo, esos ocres y sienas manchados, punteados al frente por uno que otro rosa mexicano. Descubro al lila muy presente en sus infinitas tonalidades, variaciones violáceas. Llega el amarillo, sutil, discreto, incluso pálido –y eso que el amarillo casi nunca es pálido– y vuelve a caer la diagonal que se escurre de la página. Doy vuelta a la revista para descubrir su contraportada y siento un golpe de color; de este lado pareciera que los colores se han vuelto más intensos y los negros infinitamente más negros. Triángulos rodeados de líneas más gruesas, rayas subrayadas. Luego, cuando pareciera que se podría develar el secreto, aparece de nuevo la pregunta: ¿cómo?
Empiezo a asimilar, en este diálogo de ojos e imagen, que no tengo manera de desentrañar este cuadro con la mirada, pero descubro también que no quiero hacerlo. Si no acabo de entender este cuadro, la conversación con Vicente Rojo seguirá entonces abierta. Quiero que el ejercicio de mirar este México bajo la lluvia me remita siempre al artista-hacedor, que me obligue a pensar en esas manos hábiles que se mezclan entre tierras, óleos, acrílicos, pero también entre reglas, escuadras y, tal vez, algún esténcil.
Ver esta obra (y empiezo a pensar que ver todas sus obras) es imaginar a Vicente Rojo trabajando. Ahí está el artista, en un luminoso taller, con un compás en una mano y en la otra un lápiz de esos que tienen todos los colores en la punta. Malabareando entre el orden y el caos inminente: una tensión casi explosiva. El rigor de la regla frente al frenesí del color. En ese México llueve. Ver esta imagen es navegar por una lluvia; siempre lloviendo en tiempo presente, aunque pasen todos los años del mundo; aunque no esté más Vicente Rojo, él siempre estará ahí. Mis ojos están mojados de lluvia, sostengo entre mis manos una tormenta.
Vicente Rojo fue un hombre con el color y la mirada a cuestas; parecería que su vida estaba predeterminada a volverse una colección infinita de imágenes con esas cuatro letras de su apellido: R/OJO. El hombre-color-mirada, el buscador de luz que la encontró, finalmente, cuando llegó a México.
De Vicente Rojo se ha dicho todo y, si no, él lo ha dicho ya con su vastísima obra. Su arte está por todas partes. Su obra, una producción infinitamente democrática, no solo está enmarcada y colgada en alguna pared privada, sino que existe en forma de escultura monumental en el espacio público y en colecciones de arte por todos lados. Pero está también escondida, de maneras quizá menos inmediatas, en logotipos, diagramas y diseños de medios impresos, revistas, libros y variadísimas publicaciones. Vicente Rojo habita nuestras casas, está en nuestros libreros. Su arte es un arte compañero, amigo, cómplice.
Regreso a mi librero, acomodo la lluvia en su lugar. Sigo caminando con los dedos entre libros. Me detengo en una copia de Cien años de soledad, con esa famosísima primera portada. La veo mil veces, como si no la hubiera visto nunca. Me sonríen la “V” y la “R” que se esconden en la contraportada, firmando secretamente el trabajo, y me imagino a Vicente Rojo dejando su huella escondida y no, entre símbolos que se repiten, mezclados con azules, negros y rojos. De nuevo en la portada, leo el título. Vicente Rojo me guiña en silencio. Me detengo en la palabra SOLEDAD, en mayúsculas; reparo en la “E” que está volteada. Y pienso, entonces, que quien haya hecho esta portada, sin duda conocía muy íntimamente los tipos móviles y los secretos de la tipografía. Es un guiño elegantísimo, para la lectora atenta que lo encuentra sin buscarlo años después. Ahí, en esa portada, está contenido el oficio de la creación de imágenes.
Pienso entonces en la insistencia contundente de Rojo, en el trabajo con todas sus letras (volteadas o no) y desde todas las prácticas. En una de sus entrevistas escucho una de sus frases más frecuentes: lo que a él le interesaba era pintar, no ser pintor. Pintar como verbo, pintar como agilidad, pintar como fuga; el pintor, en cambio, es aquel que se detiene. Vicente Rojo pintó pintando, pintaba, pinta y pintará. Y en esa acción-verbo no podemos más que regresar a sus manos manchadas de tinta y colores.
Vuelvo una vez más al librero. Encuentro un libro pesado, Puntos suspensivos, un catálogo de la obra de Vicente Rojo. Descubro que sigue teniendo los marcadores de colores que puse en las páginas de los México bajo la lluvia, para poder regresar a ellos en un momento de apuro. Voy a la primera hoja y leo la firma de Vicente Rojo, que hizo con plumón; la tinta no alcanzó a secar del todo y se imprimió como un pequeño grabado en la página opuesta. La firma es más mancha que firma, pero pienso que esa duplicidad la hace acción. Vuelo entre las páginas y me detengo, fría, ante una frase en mayúsculas que me mira directo a los ojos: “EL ARTE ES EL QUE HACE LAS PREGUNTAS.”
Me quedo interrogada, cargando todas las imágenes de Vicente Rojo entre mis manos, y me vuelvo a preguntar: ¿cómo?