Introducción: no se trata de huir de la vida, sino de saber dejarla.
Esa reivindicación de una muerte propia, es decir, acorde con la vida, que no traicione la propia vida, que no nos sea impuesta desde consideraciones, valores e intereses ajenos, es la que encontramos en una tradición que tiene como precedentes ilustres los de Sócrates, o Marco Aurelio.
Todos recordamos cómo Sócrates explica a sus amigos por qué debe aceptar la sentencia –manifiestamente injusta– que le condena por asebeia (impiedad) a una pena de muerte que debe ejecutar él mismo, mediante la cicuta. El texto del diálogo Critón (49a-50b), con la famosa “prosopopeya de las leyes”, es una lección inolvidable. Sócrates, por más crítico que haya sido su método de enseñanza, que reúne la ironía y la mayéutica, mediante el elenchos, por mucho que su insistencia en su daimon pueda ser vista como alejamiento de los dioses, no es en modo alguno alguien que haya conspirado en su vida contra la ciudad y sus leyes. Antes bien, ha luchado por ellas, incluso como soldado. Huir de lo que las leyes le ordenan, que es acatar la sentencia de la Asamblea, significaría desdecirse de su vida. En ese sentido, tomar la cicuta es ser consecuente, elegir, paradójicamente, una muerte propia, tal y como –a mi juicio– iluminará Rilke ese concepto en los versos que enseguida pasaré a comentar. Permítanme que recuerde esa prosopopeya de las leyes:
Y supongamos que las leyes entonces nos dicen:
“¿Es esto, Sócrates, lo que se convino entre tú y nosotras?
¿No fue más bien que respetarías los juicios que pronunciare la ciudad?”
Y si nos sorprendiéramos de oír tales palabras, podrían ellas sin duda decir:
“No te admires, Sócrates, de nuestras palabras, y contesta,
tú que tan acostumbrado estás a usar de preguntas y respuestas.
Vamos, pues, ¿qué es lo que nos echas en cara a nosotras y a la ciudad
para intentar destruirnos? […]
va a serte lícito con respecto a la patria y a las leyes
que, si nosotras determinamos eliminarte, porque nos parece justo,
también tú a tu vez intentes en la medida de tus fuerzas
destruirnos a nosotras las leyes y a la patria;
¿Qué diremos a esto, Critón? ¿Que dicen verdad las leyes o no?”
En la misma concepción se inscribe el estoico Marco Aurelio, seguidor de Epicteto. Porque si hay algo que Epicteto cree necesario tener presente es, precisamente, la muerte: “Ten presente cada día la muerte, el exilio y todo aquello que parece temible, pero sobre todo la muerte. De este modo no habrá mezquindad en tus pensamientos ni en tus deseos.” Es también Epicteto quien formula con mayor claridad la noción de que la vida es un préstamo (vivimos de prestado):
No digas nunca respecto de una cosa: “la perdí”, sino “la devolví”. ¿Ha muerto tu hijo? Ha sido devuelto. ¿Ha muerto tu mujer? Ha sido devuelta. ¿Han expoliado tus campos? También eso ha sido devuelto. “¡Pero el que me los ha arrebatado es un bellaco!” ¿Y a ti qué te importa a través de quién te lo reclaman quienes te lo dieron? Durante el tiempo que te son dados, ocúpate de tus bienes como si fueran de otro, como hacen los viajeros en la posada.
Esa conciencia de préstamo hace pensar a Marco Aurelio que decidir la propia muerte no es otra cosa sino el buen ejercicio de la facultad de la razón:
una de las funciones más nobles de la razón consiste en saber si es o no llegado el tiempo de irse de este mundo… Por esa razón, como escribe también el emperador filósofo, no se trata en modo alguno de huir de la vida, sino de saber salir de ella.
En esta tradición es en la que, a mi juicio, se inscribe la reflexión de Rilke, a la que dedicará extraordinaria atención la filosofía de Heidegger.
La oración de Rilke: Der Eigenen Tod
La muerte como tema está omnipresente en la obra de Rilke, aunque, como suele subrayarse (por ejemplo en los análisis de Blanchot, Ryan o, sobre todo Metzger), el proceso de madurez del autor permite distinguir tres momentos diferentes: la muerte como lo contrapuesto a la vida, entendida como lo efímero; la muerte como “sentido” o “verdad” de la vida, en la fase mística de su poesía, como potencia del hombre, de la que puede apropiarse. Pero su tesis acerca de la muerte propia se encuentra sobre todo en dos de sus obras (a las que habría que añadir, quizá, su conocido poema Todes-Erfahrung, escrito en 1907 durante una corta estancia en Capri).
La primera, en la que escribe los versos que enuncian su famosa petición, es El libro de las horas, Das Stunden-Buch (publicado en torno a 1905, aunque fue redactado a lo largo de bastantes años, incluidos los de su viaje por España). Los versos a los que me refiero se encuentran concretamente en el libro tercero, Buch von der Armut und vom Tode. Ahí aparece con toda claridad el concepto de muerte propia, eigenen Tod, porque, como él mismo escribirá, “Mein Tod gehört mir.”
La segunda, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (Die Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge, 1910), una novela fuertemente influida, según reconoce el propio Rilke, por la poesía del danés Hans Peter Jacobsen, que preludia el desarrollo en su poesía que aparecerá con las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. Es en los Cuadernos donde Rilke se rebelará contra la muerte despersonalizada que otros imponen, incluso en serie.
Para mostrar la noción de muerte propia en Rilke, no hay texto comparable a su oración para que se nos conceda a cada uno una muerte propia, el morir que se desprende de la vida de cada quien:
Oh, Señor, da a cada uno
Su muerte propia
El morir que brota de su vida
En la que hubo amor, sentido y necesidad
Pues solo somos corteza y hoja
Y la gran muerte que cada uno lleva en sí
Es el fruto en torno a la que todo gravita.((
Esta es la versión original:O Herr, gib jedem seinem eigenen Tod/ Das Sterben, das aus jenem leben geht/
Darin er Lieb hatte, Sinn und Not/ Denn wir sind nur die Schale und das Blatt
Der Gross Tod, den jeder in sich hat/ Das ist die Frucht, um die sic halles dreht
Denn dieses macht das Sterben fremd und Schwer/ Dass es nicht unser Tod ist; einer der
Uns endlich nimmt, nur weil wir keinen reifen/ Drum geht ein Sturm, un salle abzustreifen.
))
Se entiende mejor el propósito de esa petición –que se volverá laica, secular, en la evolución de Rilke– cuando el poeta se rebela contra la muerte despersonalizada. En los Cuadernos, de modo muy clarificador, Rilke hace patente su rechazo a lo que considera un proceso de degradación, de extrañamiento de esa muerte propia, el que se produce en los que llamará la muerte anónima, como es anónima la vida en las ciudades, en las que la industria ha sustituido al arte. La muerte en serie: como escribe Noelia Billi, “a Rilke parece inquietarlo sobremanera esta ‘serialidad’. Así pues, aquello que sucede en la línea de montaje en el interior de la fábrica fordista –y que es el esqueleto material y conceptual de las formaciones capitalistas industriales–, se replicaba en el ámbito de las subjetividades”. Es, en efecto, lo que afirma Rilke al inicio de los Cuadernos: “Este distinguido hotel es muy antiguo. Ya en la época del rey Clodoveo se podía morir en algunos lechos. Ahora se muere en quinientas cincuenta y nueve camas. En serie, naturalmente… El número es lo que cuenta… el deseo de tener una muerte propia es cada día más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal.” Esta es la muerte de los médicos. Rilke, a través de Malte, se rebela y reivindica poder rechazar una muerte que no me corresponde, porque me enajena de mi propia muerte, porque es, como se ha dicho, “una muerte evasiva, temida, solo sufriente”.
Ese rechazo se debe sobre todo a la convicción de que en esa muerte de los médicos se pierde “el morir de cada cual”, la muerte asumida en sí misma por cada uno de nosotros. Porque la experiencia de la muerte, incluso si tenemos la fortuna de vivirla con una mano anudada a la nuestra (tal y como hemos aprendido dolorosamente a entenderla en estos tiempos de pandemia) es –no puede no serlo– intransferible, tal y como subraya en Todes-Erfahrung.
(( Dice así el poema escrito en Capri:
Wir wissen nichts von diesem Hingehn, das/ nicht mit uns teilt. Wir haben keinen Grund, Bewunderung und Liebe oder Hass/ dem Tod zu zeigen, den ein Maskenmund tragischer Klage wunderlich entstellt./ Noch ist die Welt voll Rollen, die wir spielen. Solang wir sorgen, ob wir auch gefielen,/ spielt auch der Tod, obwohl er nicht gefällt. Doch als du gingst, da brach in diese Bühne/ ein Streifen Wirklichkeit durch jenen Spalt durch den du hingingst: Grün wirklicher Grüne,/ wirklicher Sonnenschein, wirklicher Wald. Wir spielen weiter. Bang und schwer Erlerntes/ hersagend und Gebärden dann und wann aufhebend; aber dein von uns entferntes,/ aus unserm Stück entrücktes Dasein kann/ uns manchmal überkommen, wie ein Wissen/ von jener Wirklichkeit sich niedersenkend, so dass wir eine Weile hingerissen/ das Leben spielen, nicht an Beifall denkend.
))
Como se ha subrayado, no hay en el último Rilke –como no lo hay en Heidegger– una concepción trascendente de la muerte, aunque uno y otro –sobre todo Rilke– se encuentren marcados por la huella del cristianismo. Rilke, en particular, se nos muestra al fin de su obra como un ecléctico en lo que se refiere a las tradiciones religiosas: su propuesta de abrirse a la propia muerte, como señala Paul Zulehner, no se corresponde con la idea trascendente de religiones como la católica, que subrayan la muerte como el paso al allende, sino que la muerte es la puerta del aquende, la del bien cerrar ese todo que es la vida, que es vida para la muerte: “Tod mitten im uns”, como asegura Rilke en su poema Der Tod ist gross.
(( Este es el poema:
Der Tod is gross/ Wir sind die Seinen
Lachenden Munds./ Wenn wir uns mitten im Leben meinen,
Wagt er zu weinen/ Mitten in uns.
))
Es una idea comúnmente admitida que esa herencia de Rilke es la que marca la reflexión existencial de Heidegger acerca del ser para la muerte, sobre todo respecto a su conocida tesis de la “Freiheit zum Tode”.
Algunas de las interpretaciones más interesantes sobre esa relación entre Rilke y Heidegger, leída sobre todo a la luz de la lectura que propone a su vez Blanchot, (tal y como sugieren Jennifer A. Gosetti-Ferencei o Noelia Billi) conducen a plantear “en qué medida nuestra vulnerabilidad como seres corpóreos, y no solo la muerte como lo impensable, sino la mortalidad como la gravedad vital del ser, revela los límites del pensamiento y el lenguaje”. Heidegger bebe de Rilke, pero se aparta de él. Porque la muerte es para Heidegger, como ha escrito Gosetti, sobre todo “la nada como nuestra más extrema posibilidad”.
Heidegger, en efecto, sostiene que el Dasein está destinado a la muerte, a la suya, y por eso surge la conciencia de que debemos morir nuestra propia muerte, una muerte escogida. En ese sentido, puede sostenerse que Heidegger acepta la distinción entre la muerte impersonal o inauténtica y la “muerte propia”. Heidegger coincide con Rilke en el rechazo de la serialidad, de la impersonalidad, por más que difiera del poeta al no atribuirla –como Malte– al viejo tópico ya expresado por Francis Bacon (magna civitas, magna solitudo) siglos antes de que David Riesman escribiera su La muchedumbre solitaria. En Heidegger se trata de explicar la condición existencial del hombre como tal, como manifestación del ser. Quizá conviene matizar que, para el filósofo alemán, esa libertad para la muerte no significa tanto decidir el modo, ni el tiempo, o la forma en que voy a morir, sino la libre elección, o, mejor, el entendimiento de lo inasible que es la muerte como nada y como destino para el que se ha nacido. La condición extrema del Dasein, su más radical posibilidad es precisamente entenderse como ser relativo a la muerte. Quizá no hay otra libertad para Heidegger que ese entender la muerte como el propósito del camino.
Un derecho original
El derecho a la propia muerte, el derecho a la eutanasia y al suicidio asistido tienen una larga trayectoria de discusión en el ámbito de la doctrina jurídica penal y constitucional.
((
4 Sobre el debate en torno a los límites de la noción de autonomía y la penalizacion del suicido asistido y la eutanasia me parece muy útil la lectura de los trabajos de la profesora Carmen Juanatey, desde su liminar Derecho, suicidio y eutanasia, al más reciente “La vida y la salud frente a la autonomía en el Derecho penal español” (2019), los de la profesora Carmen Tomás, como por ejemplo “La evolución del derecho al suicidio asistido y la eutanasia en la jurisprudencia constitucional colombiana: otra muestra de una discutible utilización de la dignidad” (2019) y los del profesor Miguel Presno, por ejemplo, “La eutanasia como derecho fundamental”.
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Dos sentencias de rango constitucional, emitidas la primera de ellas en septiembre de 2019 por el Tribunal Constitucional italiano a favor de la ayuda prestada por Marco Cappato al suicidio asistido del dj Fabo y sobre todo otra, de febrero de 2020 del Tribunal Constitucional alemán,
((5 Probablemente la más conocida y comentada entre nosotros sea la del BundesVerfassugsGericht, de 26 de febrero de 2020. Puede consultarse la nota del mismo tribunal. Sobre el alcance de esta sentencia y su posible recepción por el legislador en España, me parece recomendable la lectura de las posiciones contrapuestas expresadas por ejemplo por el profesor Juan Carlos Carbonell, en su “El castigo a la ayuda al suicidio es inconstitucional (al menos en Alemania)”, y por el profesor Jose Juan Moreso: “Dignidad humana, eutanasia y auxilio ejecutivo al suicidio”.
))
han venido a poner de nuevo y recientemente sobre la mesa el tratamiento jurídico del suicidio asistido y, a mi juicio, la cuestión de fondo que el tc alemán interpreta en términos de la autodeterminación para la muerte. Eso conecta, a mi entender, con lo que hasta aquí he propuesto sobre el derecho a la muerte propia.
Como se puede adivinar, soy firme defensor del derecho original de todo ser humano a decidir sobre aquello que es más importante, nuestra propia vida y su final. Un derecho que por ahora es solo, claro, una libertad (“no existe en la Constitución un derecho a morir”, nos recuerdan los ortodoxos juristas y políticos). Un derecho por cuyo reconocimiento pugnan no pocos, y que corresponde a todos, se esté o no en algunos de los supuestos “legalizados”, por las leyes, como sucede en el caso de la proposición de ley de eutanasia que recorrió su iter parlamentario las últimas semanas de 2020: a mi juicio, se pertenezca o no a alguno de los dos grupos de personas reconocidos en este buen proyecto, esto es, una situación de enfermedad grave e incurable, o de una enfermedad grave, crónica e invalidante que hace padecer un sufrimiento insoportable que no puede ser aliviado en condiciones que considere aceptables. En la ley, si como espero se aprueba, solo esos supuestos, en efecto, justifican reconocer como un derecho la decisión de poner fin (las más de las veces, de ayudar a poner fin) a la vida, de forma digna, que eso es la eutanasia. Un avance, desde luego, en la lucha por evitar tener que pasar por el sufrimiento y, menos aún, por la crueldad que supone la imposición “a toda costa” de su prolongación, algo a lo que intentan responder las diferentes modalidades de reconocimiento del derecho a los “cuidados paliativos”, la barrera en la que se detienen pp y la Iglesia católica.
Pero, con Javier Pérez Royo, entiendo que no hay razones jurídicas que impidan pasar de la libertad de morir al derecho a escoger una muerte propia: como el profesor de la Universidad de Sevilla, estoy convencido de que, desde una perspectiva jurídica radical (en el sentido de la raíz de lo jurídico, no de su deformación extrema) no hay, no puede haber en principio, ningún obstáculo para que se pueda plantear y reconocer el derecho a la vida desde una perspectiva negativa, es decir, para que se reconozca el derecho a la propia muerte. El derecho a la vida entra en el círculo del derecho a la libertad personal y no hay, en principio, ninguna razón para negar que el ejercicio del derecho a la libertad personal incluye el derecho a poner fin a la propia vida.
Digo derecho y no libertad. Porque libertad para poner fin a su vida ya la tiene. El suicidio no está tipificado como delito y, en consecuencia, poner fin a la propia vida no es un acto antijurídico. Pero no es de esto de lo que se trata, sino de tener derecho, es decir, de que esa decisión de la muerte propia no se haya de ejecutar de modo vergonzante, como quien hace trampa o comete un delito o falta. En ese sentido, como escribe Presno Linera, “que la eutanasia forme parte de la cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud y se financie, por tanto, con dinero público, incluidos los supuestos en los que se practique en el domicilio de la persona, es la premisa necesaria para articularla como auténtica garantía prestacional y no un mero derecho de libertad. Por supuesto, y como reverso de su constitucionalidad, la regulación legal de este derecho tendría que incluir las cautelas precisas para asegurar el carácter libre y consciente de la decisión, lo que tiene que articularse de manera que se verifique que estamos ante un acto de autodeterminación personal pero sin que nadie ajeno al titular del derecho suplante o menoscabe su voluntad ni el proceso se dilate indebidamente”.
El derecho ha de garantizar, si se me permite decirlo así, que la decisión es propia, auténtica. Y que la garantía de esa auténtica decisión puede resultar muy compleja de esclarecer si nos hallamos ante lo que los filósofos del derecho denominan “casos difíciles”, esto es, aquellos en los que la justificación de la decisión a adoptar no cuenta aparentemente con norma aplicable proporcionada por la ley (la actual proposición de ley de eutanasia no resulta ajena a esa posibilidad), o son aducibles a un tiempo normas contradictorias entre sí, o hay dificultades no fácilmente solventables sobre la interpretación de la norma, o bien existen dudas difíciles de resolver sobre la calificación de los hechos. Peor aún es si nos encontramos con lo que se denominan casos trágicos, que Atienza define como “aquellos supuestos en relación con los cuales no cabe encontrar ninguna solución jurídica que no sacrifique algún elemento esencial de un valor considerado como fundamental desde el punto de vista jurídico o moral”. En todos esos supuestos, bien conocidos por los especialistas de bioética, resultará inevitable acudir a la decisión dirimente de un tribunal.
Pero no pretendo ofrecer aquí respuestas a todos los conflictos inevitables a los que puede dar lugar esta –como cualquier otra ley, incluso si se depura la técnica legislativa– aunque solo sea porque ningún derecho, ni siquiera el de la vida (tampoco el de disposición de la vida) puede presentarse como absoluto.
Es obvio que las libertades y los derechos exigen regulación: es la existencia de regulación lo que hace posible que existan como tales. Y una sociedad democrática en la que impere el Estado de derecho no puede abstenerse de esa obligación de legislar. Siempre que en el ejercicio de esa regulación normativa no se lleve a cabo la ablación de la libertad, la indisponibilidad del derecho.
El reconocimiento del derecho a la muerte propia
Trataré de exponer, a través de tres tesis, que el desarrollo coherente de la cultura de los derechos humanos, del Estado de derecho y de la idea misma de democracia postula el reconocimiento de este derecho básico.
Primera tesis: el derecho al libre desarrollo de la personalidad, y con ello la dignidad de la persona, es el fundamento del derecho a decidir sobre la propia muerte, que va más allá de la obvia libertad de elegir morir. Se trata de un derecho que debe ser reconocido como tal derecho humano de rango fundamental. Formulación negativa: No hay un desarrollo pleno y coherente de la cultura de los derechos humanos si no se incluye este derecho a decidir la propia muerte.
El primer argumento que, a mi juicio, justifica jurídicamente –quiero decir, constitucionalmente– la consideración del derecho a decidir sobre la propia muerte como derecho fundamental es que se trata, probablemente, de la manifestación más relevante del libre desarrollo de la personalidad, proclamado en el artículo 10 como fundamento del orden político y de la paz social. Me remito a una tradición filosófica de larga data que en parte he mencionado en el primer epígrafe. Basta recordar el dictum de Sófocles: “Quien sigue apegado a la vida en la desgracia o es un cobarde o es un estúpido.” Una tradición que, además de la posición de Sócrates, encuentra desarrollo en el estoicismo romano de los Séneca (“La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas”, escribe en las Epístolas morales a Lucilio) o Marco Aurelio. En esa tradición es ineludible referirse al ensayo de Hume, Sobre el suicidio (1790), pasando por los argumentos de Schopenhauer (1891) –“es bastante obvio que no hay nada en el mundo para el que cada hombre tenga un título más irrebatible que su propia vida y persona”–, la concepción de libertad y daño de J. S. Mill en Sobre la libertad (1859), y cuanto he tratado de recoger en el segundo epígrafe sobre la formulación de Rilke. Quizá debemos su última gran formulación a Camus, que sostiene que la libertad no es tal si no lo es en el test, por sí decirlo, supremo: el del derecho a decidir (sí, el más genuino derecho a decidir, por así decirlo) sobre la propia vida, sobre su final. Decidir sobre las cuestiones que afectan de modo más relevante a mi propia vida, eso es la libertad, eso es la dignidad. Y entre esas cuestiones, ¿qué duda cabe que se encuentra la de la propia muerte?
Desde el punto de vista filosófico-jurídico podemos vincular el fundamento de esas tesis con la noción misma de autonomía de la voluntad, que otros calificarían jurídicamente como el derecho a decidir sobre el propio plan de vida. Y es obvio que este es el fundamento deontológico de lo que denominamos derechos humanos. Pero eso exige dos precisiones.
La primera es reiterar algo que, por evidente, a veces queda oculto. Me refiero a lo que, entre otros, ha señalado mi colega el profesor J. C. Carbonell cuando critica una parte de la jurisprudencia constitucional sobre esta cuestión. No tiene ninguna racionalidad contraponer en bruto dos derechos como el derecho a la vida y el derecho a la muerte. La muerte es un hecho inevitable: nuestra única certeza (puesto que sabemos que, al menos para algunos, es posible evitar el deber de pagar los impuestos, la otra presunta certeza). De lo que aquí trato de hablar es del derecho a elegir la muerte digna, como último acto de libertad, consecuente con nuestra vida: una muerte propia.
Y en segundo lugar, no conviene convertir el derecho a la vida (condición ontológica de los derechos, sí) en un derecho sagrado, absoluto o en un imperativo categórico, un deber absoluto y sagrado, indisponible: solo quienes adopten una determinada posición trascendente (no la única) u holista pueden sostener que el dueño de ese derecho no es el propio sujeto, sino dios, o la especie/grupo social/la sociedad, ante quienes tendríamos el deber de mantener la vida, sin disponibilidad de nuestra parte. Ambas justificaciones son criticadas por Hume.
Una interpretación integradora de vida y libertad y, por tanto, una interpretación del artículo 15 a la luz del libre desarrollo de la personalidad obliga a considerar que “la vida es un derecho, no un deber”. Es eso lo que nos explica Séneca cuando escribe “no se trata de huir de la vida, sino de saber dejarla”. Como reconoció la sentencia de nuestro Tribunal Constitucional del 11 de abril de 1985, debe recordarse que la vida no es en ningún caso un imperativo incondicionado, porque como también ha recordado el tc, desde la más elemental consideración jurídica que fuera recordada por Kant, la noción de derechos –y la de deberes– absolutos es una contradicción en los términos, pues hace imposible la libertad individual, los derechos de los otros, el derecho mismo.
Por supuesto, el elemento que justifica este enfoque en la perspectiva filosófico jurídica es el argumento liberal de J. S. Mill en Sobre la libertad acerca de la justificación de la interferencia del poder, del derecho, en el ámbito de la libertad individual. Como recordarán, no es otro que la noción de daño: pero no cualquier daño, sino un daño relevante y mayor que el de la limitación de la libertad. Y la pregunta es ¿cuál es ese daño, o, para expresarnos en términos jurídicos, cuál es el bien jurídico dañado –y más relevante que la libertad individual– a la hora de no reconocer la regulación de la eutanasia como derecho y aun penalizarla? Confieso que no lo encuentro: ni el daño indiscutible que puede ocasionar a terceros su pérdida ni la pérdida de la vida como un bien indiscutible pueden justificar a mi juicio el daño que se ocasiona al bien jurídico deontológicamente prioritario que es la libertad individual (la vida lo es ontológicamente, pero no deontológicamente). Un daño peor que el daño a terceros, a la sociedad, a la vida.
Porque, insisto, hablamos de un derecho, y no de un deber que se impone como imperativo categórico, ajeno a la voluntad del propio sujeto. Esa concepción puede justificarse desde determinadas visiones morales o religiosas, pero jurídicamente hablando es una manifestación de lo que los iusfilósofos denominamos “paternalismo no justificado”, por incompatible con la autonomía moral y jurídica individual.
Segunda tesis: el derecho a decidir sobre la propia muerte es un derecho imprescindible desde la coherencia con la lógica del Estado de derecho, con su lógico desarrollo, y con la noción garantista de la libertad que este supone. Formulación negativa: no hay Estado de derecho pleno y coherente sin el derecho a decidir sobre la propia muerte.
Si el Estado de derecho tiene un fundamento, una línea roja que podemos descubrir como elemento de sentido que lo hace preferible, es precisamente este: el compromiso de reconocer a la persona como dueña de su destino y respetarla en lo que vale su dignidad. Como asegura el texto constitucional, sin dignidad de la persona, el Estado de derecho carece de sentido.
Vuelvo a recordarlo: cuando nuestra Constitución define qué tipo de Estado y qué orden social institucionaliza, cuando quiere formular su núcleo, su fundamento, lo hace de forma inequívoca en su artículo 10: el libre desarrollo de la personalidad es el fundamento del orden político y de la paz social.
El Estado de derecho surge precisamente para proteger la libertad individual, radical y deontológicamente superior, previa a la acción de poder al que solo le otorgamos competencias limitativas de la libertad cuando se cumple, como también he recordado, la limitación formulada por Mill. Prohibir esta manifestación de libertad, cuando hablamos de la elección libre de lo que uno considera muerte digna, es un abuso de poder, precisamente el mal frente al que se alzan el concepto y la arquitectura institucional del Estado de derecho.
Tercera tesis: el derecho a decidir sobre la propia muerte es un derecho imprescindible si hablamos de lógica propia de la legitimidad democrática. Formulación negativa: no hay democracia plena y coherente sin este derecho.
La democracia es sobre todo democratización de la política: esto es, igualdad en las libertades que, ante todo, son libertades individuales. La democracia parte de considerar que el sujeto del poder es el pueblo, esto es, todos y cada uno de los ciudadanos en condiciones de igual libertad. Y la democracia es el antídoto del discurso del miedo y de la minoría de edad. Las razones de la eutanasia como derecho son las de la libertad igual, la de ausencia de minoría de edad o tutelaje, las del respeto a la irreductible dignidad de cada uno de los ciudadanos. Aquí valen de nuevo las tesis de Mill y las de Hume: “es imposible que surjan en un pueblo las artes y las ciencias que nos liberan de la superstición si ese pueblo no cuenta con un gobierno que respete la libertad”.
En el fondo, la democracia es la lógica consecuencia política del ideal de emancipación, de autonomía, que, siguiendo las huellas de los estoicos y de los humanistas del Renacimiento (de Erasmo a Montaigne), propusieron los ilustrados –véase el Qué es Ilustración, de Kant–, aunque no se atrevieran a dar ese paso. La democracia es la respuesta al discurso político de la minoría de edad que hace de los seres humanos súbditos y no ciudadanos, el discurso del “miedo, la ignorancia, la superstición y el engaño”, el discurso de la desigualdad del cerdo Napoleón en Rebelión en la granja, el discurso paternalista que justifica la mentira y el engaño al pueblo por su propio bien. Y no: no necesitamos guías ni padres, ni salvadores que nos impongan lo que debemos hacer. Tampoco –y lo digo desde el máximo respeto– filósofos, médicos o clérigos que decidan por mí sobre el final de mi vida.
Me gustaría explicarme bien: no digo que el ejercicio de este derecho deba quedar exento de regulación, en aras de las garantías. Sostengo lo contrario, porque no creo en derechos absolutos y porque soy consciente de los riesgos. Pero no acepto que este sea un derecho cuyo ejercicio solo pueden reclamar enfermos terminales o personas gravemente discapacitadas: deben adoptarse todas las precauciones necesarias. Como todos, debe ser regulado para adoptar eficazmente las precauciones necesarias que eviten cualquier forma de abuso y debe disponer de la garantía última, que en derecho es la decisión de un juez independiente sobre el ejercicio del derecho así regulado. En ese sentido, comparto la justificación expresada por los ponentes del grupo parlamentario socialista acerca de la necesidad de “legislar para respetar la autonomía y voluntad de poner fin a la vida de quien está en una situación de enfermedad grave e incurable, o de una enfermedad grave, crónica e invalidante, padeciendo un sufrimiento insoportable que no puede ser aliviado en condiciones que considere aceptables”. Pero subrayo que, a mi juicio, esas precauciones no pueden ser tales que supongan de hecho la supeditación de la libre voluntad a la voluntad de otros. Por eso, tampoco me parece filosóficamente coherente con las tesis que aquí sostengo que la última palabra sobre mi vida la tenga una comisión, por sabios y buenos que sean sus miembros, más allá de las debidas garantías para el propio sujeto y para los facultativos o personas que intervengan en ayuda de su voluntad. Precauciones que, es cierto, deben extremarse en presencia de lo que en teoría de la argumentación jurídica se denominan “casos difíciles” y, no digamos, en la de los “casos trágicos”.
No he ocultado que, con mejor o peor acierto, subyace a estas páginas el deslumbrante comienzo de El mito de Sísifo de Camus, donde leemos “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio y es el suicidio.” Y soy consciente, por tanto, de su complejidad. Más aún, desde luego, de la prudencia exigible a la hora de argumentar por el reconocimiento del derecho a la propia muerte. En todo caso, debo saludar como un avance trascendental que el legislador se decida al menos a reconocer el derecho a la prestación de la asistencia a morir, bajo rigurosas garantías, como trata de hacerlo la actual proposición de ley orgánica de regulación de la eutanasia aprobada en el Congreso de los Diputados y que confío en que supere positivamente por fin su iter parlamentario en 2021. ~