John Gray, profesor de la London School of Economics hasta 2008, es uno de los filósofos políticos más brillantes y prolíficos de nuestros días. También uno de los más provocadores y escurridizos para la opinión pública. A finales de los noventa, Robert Skidelsky, en una ácida reseña publicada en el Times Literary Supplement, escribió: “Los cambios intelectuales de Gray han sido legendarios. Me dijeron que era socialista en los 70. En los 80 era un thatcherista (en cierta ocasión la Dama de Hierro me comentó: ‘¿Qué le ha ocurrido a John Gray? Antes era de los nuestros’). Luego adoptó el comunitarismo de moda. A juzgar por su último libro, es lo que Marx hubiese denominado un reaccionario.” ¿Qué hay de verdad en todo esto?
Ciertamente, las preferencias políticas de John Gray han cambiado con bastante frecuencia. A veces, quizás, con una alegría difícil de asimilar para la opinión pública, que siempre encuentra un principio de seguridad en el etiquetado ideológico del personal. Sin embargo, no se ajusta a la realidad decir que las ideas de John Gray han cambiado con la misma facilidad. Al margen del ruido de la polémica política, que nunca ha perdonado al exprofesor de la lse haberse pronunciado a favor de laboristas y conservadores en distintos momentos, Gray representa mucho más que una biografía caprichosa y oportunista. Su obra teórica se hace coherente y reconocible, desde sus primeros libros, en la crítica de la deriva universalista del liberalismo. Proceso en el que John Gray advierte el punto de convergencia de la arrogancia intelectual occidental con la necesidad de abrazar una nueva religión de la humanidad.
Las dos caras del liberalismo, libro que Página Indómita acaba de reeditar felizmente, es una obra clave en la trayectoria de John Gray. Representa una versión madura de su esfuerzo por rescatar la reflexión sobre la naturaleza del liberalismo de la pobreza intelectual del debate partisano izquierda-derecha. Para ello Gray identifica dos concepciones radicalmente distintas del liberalismo, cuyas diferencias han madurado a través de los siglos de manera casi inadvertida, pero que han dado lugar a dos formas diametralmente opuestas de entender y practicar los principios liberales. De un lado, un liberalismo que busca una legitimación filosófica fuerte como vía hacia un consenso racional de carácter universal. De otro, un liberalismo que busca su legitimidad política en las prácticas y convenciones constitucionales de cada comunidad. En el primer bando, John Gray coloca la tradición racionalista que va de Locke y Kant hasta Rawls y Hayek. En el segundo, la tradición escéptica que va desde Hobbes y Hume a Berlin y Oakeshott.
La provocación de John Gray, precisamente, reside en proponer una relectura del liberalismo en la que dos autores como Rawls y Hayek, abanderados de posiciones ideológicas bien diferenciadas, son reubicados en una misma rama de la familia liberal. A la hora de sentar esta tesis, no exenta de polémica, Gray pone el acento en la fe compartida por Rawls y Hayek en una idea de progreso, de raigambre ilustrada, que auspicia la convergencia de la humanidad en torno a valores de validez universal.
Para Gray, en cambio, la idea misma de que la humanidad está destinada a converger en una civilización de alcance universal no es una posibilidad que tenga apoyo en la historia. Al contrario, se trata de una inclinación intelectual de origen religioso, basada en una visión de la historia como proceso de salvación a través del descubrimiento de la Verdad, con mayúscula, que llega hasta la tradición liberal a través del positivismo ilustrado del siglo xviii. Se trata de un razonamiento que Gray desarrollará hasta sus últimas consecuencias en su obra posterior Misa negra, de 2007. En Las dos caras del liberalismo, en cambio, la principal crítica que Gray eleva contra este tipo de liberalismo universalista es que alimenta la promesa de un objetivo que no puede cumplir: la superación racional de los conflictos sobre concepciones de la vida y de la sociedad que atraviesa de manera inevitable toda comunidad política. De aquí la mayor acusación que Gray formula contra Rawls y Hayek: ser patrocinadores de un liberalismo de carácter, fundamentalmente, antipolítico.
Metidos de lleno en el taller de John Gray, resulta imposible no ver la deuda que su reflexión contrae con Berlin y Oakeshott. Dos pensadores que, si en vida estuvieron mal avenidos, encuentran en la obra de su discípulo un principio de colaboración. Sobre todo, porque la alternativa de Gray al liberalismo como proyecto de armonización universal de valores es un liberalismo del modus vivendi: más humilde, menos preocupado por alcanzar un consenso racional sobre el mejor modo de vida, más atento a la valoración positiva de prácticas y convenciones locales, de carácter histórico y contingente, que permiten una coexistencia pacífica entre valores irreconciliables.
Las dos caras del liberalismo es una propuesta inteligente de reinterpretación de la historia del liberalismo cuyo diagnóstico sigue teniendo validez. En sus páginas, como señalé, no solo brilla John Gray. El lector aficionado a la historia de las ideas encontrará el eco de la advertencia de Isaiah Berlin contra los enemigos del pluralismo. De igual manera, a lo largo del libro se deja sentir con fuerza la reserva de Michael Oakeshott frente a quienes ven en la filosofía política algo más que una disciplina que permite practicar la política con menos ilusiones. De lo que se trata, dice Gray, es de abrazar el liberalismo renunciando a “la ilusión de que las teorías de la justicia y los derechos pueden librarnos de las ironías y las tragedias de la política”. ~
Jorge del Palacio Martín es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos. Es coeditor de Geografía del populismo. Un viaje desde los orígenes del populismo hasta Trump. (Tecnos, 2017)