Oswaldo Vigas, "Alacrán", 1952. Fundación Vigas.

Oswaldo Vigas en México y los diálogos imposibles

La exposición del artista venezolano en el Museo de Arte Moderno arroja nueva luz sobre su obra y permite plantear preguntas acuciantes sobre la vigencia del proyecto moderno en América Latina.
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Con una fantástica curaduría del venezolano residenciado en México Carlos Palacios, se inauguró a principios de octubre, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, la primera muestra individual del venezolano Oswaldo Vigas en el país. La exhibición lleva por título Mirar hacia adentro y combina obras de Vigas con las de otros maestros del arte moderno latinoamericano, como Rufino Tamayo, Joaquín Torres-García o Roberto Matta, contextualizadas en un debate que cobró auge durante la segunda mitad del siglo XX: la búsqueda por las raíces míticas locales en confluencia con las corrientes de la pintura europea, en el marco de los proyectos modernizadores de la región.

Oswaldo Vigas (1923 – 2014) se formó en Caracas durante la década de los cincuenta en el Taller Libre de Arte, un centro de discusión intelectual frecuentado por escritores, músicos, filósofos y artistas como Miguel Otero Silva, Antonio Estévez, Juan Liscano y Feliciano Carvallo. La década del cincuenta en Venezuela estuvo marcada por el férreo gobierno militar de Marcos Pérez Jiménez, quien condujo una dictadura de corte desarrollista gracias al aumento vertiginoso del ingreso petrolero. Cuando la rebelión popular del 23 de enero de 1958 derrocó a Pérez Jiménez, se instaló una época democrática que modernizó al país gracias a un proyecto político que supo asociarse con la escena del arte venezolano como gran apuesta de la pedagogía visual ciudadana. La escena bendecida por la mirada y los recursos oficiales, principalmente, estuvo constituida por el grupo de vanguardia de los Disidentes, formados en París en medio de las discusiones del arte abstracto de corte geométrico. El grupo estuvo conformado por artistas como Jesús Rafael Soto, Alejandro Otero y Mateo Manaure, quienes unos años después empezarían una serie de colaboraciones oficiales de arte público a gran escala, a la usanza de las intervenciones de Mathias Goeritz en la Ciudad de México.

Oswaldo Vigas representa una curiosa postura conservadora en medio de la discusión que suscitó la llegada del arte abstracto a Venezuela. Desde el Taller de Arte Libre, Vigas se formó en un ambiente que revalorizaba el lugar de la pintura a la usanza de Picasso, el arte ingenuo de corte popular, el folklore como inspiración, en una búsqueda por las raíces míticas de la identidad venezolana y latinoamericana. En numerosas intervenciones en la opinión pública a lo largo de los años, Vigas desestimó al grupo de los Disidentes como artistas decorativos, influidos por corrientes extranjeras. La Universidad Central de Venezuela, un ambicioso proyecto de síntesis de las artes del arquitecto Carlos Raúl Villanueva –un equivalente de la UNAM volcado, en vez del nativismo moderno, hacia el abstraccionismo lírico y geométrico– fue calificado por Vigas como un gran problema para la plástica venezolana por la forma en que luego se intentó reproducirlo en versiones menores a lo largo de Caracas, en una instrumentalización del arte por la arquitectura que le parecía despreciable. Vigas hacía esta crítica incluso a conciencia de que murales de su autoría se encuentran en la universidad caraqueña.

La muestra que se exhibe en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México se centra en la poética de raíces míticas que Vigas entiende como respuesta a lo que debe ser el arte como mirada hacia lo profundo. Durante las décadas más prolíficas de su trabajo, Vigas denunciaba que los venezolanos estaban demasiado enfrascados en buscar una identidad “cosmopolita, internacional, muy en la última onda, muy New York”, mientras a él le interesaba un sentido trascendental, representado en la pintura abstracta inspirada en el cubismo, pero con una mirada a las raíces ancestrales, en sintonía con las preocupaciones de artistas como Tamayo en México y Wilfredo Lam en Cuba.

La crítica argentina Marta Traba –recordaba la curadora Paula Duarte en una charla que se hizo durante la semana de inauguración– ubica en los años 70 a Vigas como un artista enfocado en la búsqueda propia, al margen de las vanguardias cinéticas y de la experimentación. Traba relaciona a Vigas con las corrientes informalista, expresionista y una búsqueda por la imagen de lo nacional. Ante el riesgo de acusarlo de “arcaico” en un momento en que arte y tecnología empiezan a remezclarse, recuerda que más bien es un artista concentrado en un lugar físico y personal, en una exploración formal, pero a la vez sensible, de las referencias nacionales, así como de sus supersticiones.

En esto, la curaduría de Carlos Palacios contextualiza la pintura de Vigas de manera extraordinaria. Con una trayectoria importante en México desde instituciones como el Museo de Arte Carrillo Gil, Palacios logra un diálogo con los colegas latinoamericanos de Vigas para poner en escena las diferentes exploraciones de la pintura moderna de América Latina. Su conocimiento de las colecciones de México le permitió escoger obras presentes en el país para darle relevancia a la lectura del pintor venezolano.

La curaduría se organiza en tres núcleos: “En búsqueda de lo primitivo” –una apelación al arte prehispánico venezolano y a los referentes etnográficos de África y América–,  “Mirar a Venezuela” –concentrado en el universo mitológico de los asentamientos indígenas en Sinamaica, territorio del occidental estado Zulia en Venezuela, en las tradiciones de los diablos danzantes de Yare y en la diosa del espiritismo venezolano, María Lionza– y “Latinoamérica y lo local: tiempo de mitos y magias” –enfocado en artistas europeos y latinoamericanos como Rufino Tamayo, Wilfredo Lam, Roberto Matta, Joaquín Torres García, Oswaldo Guayasamín–.

Palacios se permite unas agudas salidas del guion tradicional de curaduría al desplegar fotografías a gran tamaño de fotógrafos venezolanos contemporáneos con Vigas: Thea Segall, Ricardo Razetti y Alfredo Cortina. Esas imágenes nos remontan a una época en que las tradiciones populares y folclóricas eran un universo a descubrir, una mirada interior en que las élites culturales de las capitales latinoamericanas buscaban las raíces de una identidad en construcción. Entre los cuadros de Vigas se nos aparecen los diablos danzantes de Yare, la estatua de la diosa María Lionza, en una mirada a la cotidianidad popular de Venezuela. La abstracción de Vigas, criado en el campo del país tropical, buscaba invocar esas apariciones, esos animales fantásticos, esos vientos ancestrales, para tratar de escuchar algo que él no sentía presente ni en la experimentación contemporánea ni en el cinetismo más monumental.

La muestra tiene obras importantes para la producción de Vigas como “Alacrán” y “Señora de los fuegos marinos”, cuyas estrategias pictóricas dialogan formalmente con las obras de artistas como el mexicano Carlos Mérida y el cubano Wilfredo Lam. Los tintes del conservadurismo de Vigas, su afán por encontrar en la pintura el lugar en que los espíritus del pasado nos dicen su verdad, sugieren una nostalgia por un momento en que el arte y el poder en Latinoamérica hacían una danza por construir una potente imagen identitaria, una fe en la representación que hoy más bien parece una forma de aferrarse al brillo nacional. Ese resplandor a cargo del maestro prodigioso ha sido contaminado sucesivamente al arbitrio de artistas de un temperamento que Vigas rechazaba, ese que dinamita a consciencia la relación entre mito y representación para buscar más bien un aparato crítico de esas construcciones de poder.

Luego de ver una exposición como la de Oswaldo Vigas, me queda la pregunta sobre qué otras puestas en escenas se pueden hacer con la obra, pero, sobre todo, por los diálogos imposibles que plantea. Me imagino, como ejercicio especulativo, otros diálogos entre las obras de Vigas y sus preocupaciones, por ejemplo, con el dúo artístico Yeni y Nan, una pareja de mujeres venezolanas que en “Transfiguración del elemento tierra” (1983) utilizan el barro como vehículo para el erotismo y el reconocimiento de sus cuerpos. O cómo esas raíces mitológicas que preocupaban a Vigas se transforman en tecnología presente en la obra de Fernando Palma, artista mexicano que construye robots desde las epistemologías ancestrales mexicanas. Mi intuición ficcional también quisiera relacionar la mirada interior de Vigas con el sentido del humor queer de la mexicana Naomi Rincón Gallardo y su cine experimental lleno de ancestrales figuras contemporáneas que ríen y desean nuevas identidades fluidas.

Este tipo de confrontaciones seguramente ofrecerían otra luz sobre la obra de Vigas, sobre su manera de articularse con otras poéticas, en especial para un artista que sospechaba tanto del cinetismo abstracto como de la experimentación contemporánea vía Duchamp y los conceptualismos. Las múltiples y contradictorias imágenes de Latinoamérica convierten las disyunciones de los años cincuenta en una pálida corazonada. Mirar de frente esa corazonada, escucharla sin sordina, revela hoy un sismo que ha sacudido la proyección interna de las raíces para romperlas, desarmarlas, hacerlas que se planten en el mar, en el aire y en el fuego para acompañarnos en la construcción de un nosotros inestable y feroz.

Cuando veo una exposición como la de Oswaldo Vigas no puedo evitar la sensación de que sí, el relato del país moderno y las múltiples discusiones de su arte está ahí para nosotros, para discutirlo y volverlo a contar. Pero esa mirada inevitablemente señala una falta: la de los conflictos del país en que crecí y los del país en el que vivo. Recorriendo las diversas fronteras fallidas de los proyectos nacionales de la región, muestras como la de Vigas me recuerdan los retos que hay por delante para contar una idea de lo latinoamericano que ya no responde a los relatos modernizadores del siglo XX, sino a las disputas de territorios menos apaciguados, más opacos para el Estado y la idea de identidad que proyecta, territorios que cada más se disuelven en tránsitos migratorios, en pasajes por selvas y aeropuertos, en prácticas de sobrevivencia.

El recuerdo de la generación de Vigas, de sus afinidades y descontentos, me parece una materia prima adecuada para dar el paso a preguntas más dolorosas. Una de las preguntas que más me han movido luego de una curaduría como la de Carlos Palacios es, luego de los debates modernistas, qué hacemos con la materia doliente, con los diálogos que los pintores modernistas enfrentan con el arte de la vuelta del siglo. Me pregunto qué queda entre las ruinas del proyecto latinoamericano moderno, qué columnas se han derribado y qué tesoros sobreviven, qué niños juegan entre ellas, quiénes otros han huido despavoridos para encontrar casa en otros lugares. Estas preguntas nos llevan a derivas múltiples en las que el sustrato mitológico de la nación deja de importar porque ya no interesa la tierra en abstracto sino un territorio conflictivo como experiencia de la historia, con violencias pasadas y cotidianas, con sus paradojas nacionales y locales, con miradas que encuentran dentro las razones de su propia crítica. ~

Oswaldo Vigas. Mirar hacia adentro se expone en
el Museo de Arte Moderno hasta el 11 de febrero.

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Escritor, periodista, curador y crítico de arte venezolano residente en México.


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