La propuesta de que el lenguaje es una parte de la dotación biológica de la especie humana es el aspecto más contestado de la teoría del lenguaje iniciada por Noam Chomsky hace ya más de sesenta años. La controversia sobre el carácter innato del lenguaje rebasa el marco de la literatura científica y es el tema en el que se enredan los científicos cognitivos en las redes sociales, especialmente en Twitter. Pero, en buena medida, es una falsa controversia, trufada de malentendidos.
El principal de ellos afecta a la propia palabra lenguaje. Para Chomsky y sus seguidores el lenguaje es una capacidad computacional (una sintaxis interna) que está al servicio del pensamiento y que, además, se externaliza para la comunicación en forma de lenguas (el ruso, el español, etc.). Para sus críticos el lenguaje no es tal cosa, sino la suma de las lenguas, concebidas como convenciones sociales, herramientas culturales que los humanos aprendemos y usamos para comunicarnos. Partiendo de esa discrepancia, es lógico que no haya acuerdo sobre si el lenguaje es o no innato.
En principio, el argumento de Chomsky es sencillo: “decir que el lenguaje no es innato”, ha afirmado, “es lo mismo que decir que no hay diferencia entre mi nieta, una piedra y un conejo”, esto es, que si ponemos a los tres “en una comunidad en la que se habla inglés, los tres hablarán inglés”. La idea clave es que, dado que la inmersión en un entorno lingüístico no es suficiente para que el lenguaje se desarrolle, debe haber algo en los bebés humanos que los diferencie de otras especies. Ese algo es lo que Chomsky denomina, confusamente, Gramática Universal, un término de la tradición gramatical racionalista que en realidad no se refiere a una implausible gramática innata, sino a las propiedades de la cognición humana que subyacen a la capacidad única para aprender a hablar.
Así formulado, el argumento es irrebatible, salvo que neguemos que la capacidad para el lenguaje exista y asumamos, como hacen los opositores a Chomsky, que lo que explica las diferencias entre su nieta y cualquier otro organismo no es una supuesta capacidad innata para el lenguaje, sino que los seres humanos tenemos más capacidad para aprender en general, bien sean las lenguas, bien sea cualquier otra cosa. Pero nótese que esa mayor capacidad general para aprender también será innata, esto es, el resultado de la evolución diferencial de nuestro cerebro. La disputa no es, por tanto, si tenemos el lenguaje gracias a nuestros genes (algo indiscutible fuera de explicaciones místicas o mágicas), sino algo mucho más prosaico: si las propiedades que subyacen a nuestra capacidad del lenguaje evolucionaron para aprender a hablar o al servicio del aprendizaje en general.
Para resolver este dilema podemos comparar el desarrollo de dos capacidades humanas, una innata, como la visión, y una no innata, puramente cultural, como la capacidad de jugar al ajedrez. La capacidad de la visión se desarrolla espontáneamente en todos los individuos sanos; no necesita instrucción específica, aunque depende del estímulo externo para su desarrollo; los cambios en los estímulos implican cierta variación en el sistema final; tiene un robusto condicionamiento genético y, tras un periodo crítico, su desarrollo es deficiente. Por su parte, la capacidad de jugar al ajedrez no se desarrolla espontáneamente; solo se desarrolla en individuos entrenados específicamente para ello; puede haber diferencias notables en su desarrollo en diferentes personas; su origen es cultural (es un sistema de reglas convencionales inventado y se transmite culturalmente).
Parece entonces que la evolución nos moldeó para aprender a ver, pero no para jugar al ajedrez. Así, podemos concluir que existe la facultad de la visión (un resultado de la evolución natural), pero no que exista la facultad del ajedrez. Negar un condicionamiento innato para el lenguaje implica equiparar la facultad del lenguaje a la capacidad de aprender a jugar al ajedrez. Pero esa identificación es inaceptable. Es un hecho que todo ser humano sano aprende su lengua materna de manera espontánea a partir de un estímulo pobre y fragmentario, que lo hace en un temprano (y breve) periodo de tiempo e independientemente del entorno en el que se desarrolle (igual se aprende a hablar en las favelas que en los palacios). El desarrollo del lenguaje en las personas se parece mucho más al desarrollo de la visión que al desarrollo del conocimiento del ajedrez. Estamos diseñados evolutivamente para aprender a ver y para aprender a hablar (si recibimos los estímulos adecuados en el momento oportuno), pero no, ciertamente, para jugar al ajedrez, aunque podamos hacerlo. Jugar al ajedrez, tocar el piano o resolver ecuaciones de segundo grado no son instintos naturales, son habilidades específicamente humanas que podemos aprender porque lo necesario para ello nos viene proporcionado por los dispositivos de aprendizaje que poseemos en virtud de la evolución, el lenguaje y la visión entre ellos.
Por supuesto, y eso explica en parte la confusión, las lenguas humanas que desarrollamos los seres humanos incluyen un componente cultural que se aprende del entorno (y que es responsable de sus diferencias), por lo que la facultad del lenguaje que desarrollan las personas tiene un condicionamiento cultural del que carece la facultad de la visión, pero eso no implica que podamos asumir que el lenguaje es un mero constructo cultural. El lenguaje no es un producto de la cultura, sino la herramienta cognitiva que nos permite crearla. Así, en contra de lo que afirman los antiinnatistas, no es cierto que tengamos el lenguaje porque seamos más listos, sino que somos más listos porque tenemos el lenguaje.
Es catedrático de lingüística y profesor en la Universidad de Zaragoza.