En su personalísimo relato sobre el descubrimiento de la estructura en doble hélice del ADN, James Watson cuenta con detalle el momento en el que él y Francis Crick fueron conscientes de que habían descubierto lo que el biólogo denominó “el secreto de la vida”, el acontecimiento, según el autor, quizás más famoso en la biología después del libro de Darwin. Un secreto escrito, tal y como proclamó medio siglo más tarde en una multitudinaria rueda de prensa el entonces presidente de los Estados Unidos de América, Bill Clinton, en el “lenguaje con el que Dios creó la vida”, en alusión al primer borrador de la secuencia completa del genoma humano, que fue definido en el mismo acto por el reconocido genetista Francis Collins como “nuestro propio libro de instrucciones”. Estas y otras muchas metáforas han sido utilizadas desde entonces en alusión al ADN, los genes y el genoma. Metáforas que nos han ayudado a entender y explicar conceptos complejos, pero que han condicionado nuestra percepción de estas entidades a las que aún sigue resultando difícil, incluso entre la comunidad científica, no atribuirles poderes mágicos. Numerosos son los ejemplos que lo ilustran.
El pasado verano la prestigiosa revista Science publicaba un estudio en el que un grupo de científicos japoneses atribuían el desarrollo de un comportamiento innato en la mosca Drosophila subobscura a la expresión de un solo gen. En dicho trabajo los científicos sugerían que la activación de la expresión de este gen en un grupo concreto de células fue el evento clave que confirió a dicha especie la facultad latente de llevar a cabo ofrendas nupciales, una práctica según la cual los machos ofrecen comida regurgitada a las hembras como parte del cortejo de cópula. Y mostraban que la activación de la expresión de dicho gen en ejemplares de la mosca Drosophila melanogaster, la mosca de la fruta, cuyo cortejo no incluye de forma natural esta práctica, era suficiente para transferir dicho comportamiento. Se trataba, según los autores, de la primera vez que se conseguía transferir un comportamiento entre especies mediante la manipulación de un solo gen, de ahí la relevancia adquirida en distintos medios de difusión y de divulgación científica. Así, pudimos leer, por ejemplo, que este trabajo demuestra que los comportamientos innatos, entendidos como aquellos que “no requieren ser aprendidos”, no son “producto de la magia”, sino que “están inscritos en los genes” y que es –en este caso concreto– su expresión lo que determina su desarrollo en la vida de un organismo. Durante los mismos días, un controvertido anuncio de vaqueros llamaba también nuestra atención. En este caso, una famosa actriz atribuía sus rasgos a los buenos genes heredados, afirmando que “los genes se transmiten de padres a hijos y a menudo determinan rasgos como el color del pelo, la personalidad e incluso el color de los ojos”, en su caso, tan azules como sus vaqueros, sus “blue genes”.
Pero los genes, como es obvio, no tienen colores, ni encierran comportamientos, como tampoco pueden ser buenos o malos. Tampoco contienen un código hereditario ni en ellos está escrita ni inscrita la clave de la vida, ni la información para el color de los ojos ni ningún otro rasgo. Ningún rasgo, ya sea fisiológico, cognitivo o conductual, como tan bien han explicado en su libro sobre el innatismo los lingüistas Guillermo Lorenzo y Víctor M. Longa, puede de ninguna manera estar preespecificado ni contenido informacionalmente en el genoma. Los rasgos no preexisten en los genes. La idea de que el ADN contiene la información de lo que somos no es sino una visión preformista en la que el antiguo homúnculo, el pequeño ser contenido en el espermatozoide esperando a ser desplegado, es sustituido por el gen. Pero lo cierto es que el genoma no puede por sí solo explicar los productos del desarrollo ontogenético. El desarrollo de cada rasgo, más allá de ser consecuencia de la lectura de un código preexistente, es un proceso complejo y continuo a lo largo de la vida en el que intervienen múltiples factores, tanto internos como externos, que interactúan a distintos niveles. Es en este crisol ontogenético donde, como nos explica Susan Oyama, “la forma aparece y se transforma, no porque sea inmanente en algunos de los interactuantes y nutrida por otros, ni porque algunos interactuantes seleccionen de entre un rango de formas presentes en otros, sino porque cualquier forma es creada por la actividad precisa del sistema”.
Las lenguas están llenas de metáforas que influyen en la manera en que pensamos y actuamos con respecto a importantes cuestiones, pero como tales, estas deben entenderse, como nos advierte la lingüista Lola Pons, en la clave figurada y no real con que se expresan. Su asimilación irreflexiva puede conducir con demasiada facilidad a conclusiones sobre la naturaleza y el destino que no están justificadas ni resultan útiles. Y es por ello por lo que su inevitable uso tiene como contrapartida un precio, el de la eterna vigilancia.