La historia del pánico moral que causó el papel barato en el siglo XIX

Antes que nos escandalizáramos con que Snapchat e Instagram arruinan la vida de los jóvenes, el papel barato causaba estragos.
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A lo largo de la historia de la tecnología de la información, Gutenberg y su imprenta siguen siendo el referente que la mayoría de los magnates de la tecnología actual desearían emular algún día. Por eso, tal vez, sorprenda descubrir que, luego del surgimiento de la imprenta, creada en 1440, el índice de alfabetización permaneció estancado durante varios siglos en las ciudades más importantes de Europa. El progreso era inconstante y poco confiable: si bien el índice de alfabetización tuvo un auge durante el siglo XVI, luego se paralizó, e incluso descendió a lo largo de Europa Occidental. Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Suiza e Italia imprimieron más libros per cápita entre 1651 y 1700 que durante 1701 y 1750.

Más adelante, durante los primeros años del siglo XIX, se produjeron cambios enormes en la fabricación del papel y mejoras en la imprenta, que si bien fueron el resultado de increíbles transformaciones sociales, también contribuyeron a ellas. Por ejemplo, favorecieron el incremento en la educación formal a nivel mundial: había más libros que nunca y más personas con el conocimiento para leerlos. Algunos no veían esto como progreso sino como una tendencia peligrosa y desestabilizadora que amenazaba a la literatura y los cimientos de la civilización.

Entre 1460 y 1500, el precio real de los libros cayó más del 60 por ciento: En Austria, un libro de 500 hojas podía alcanzar un precio de 30 florines en 1422 (una gran suma de dinero en esa época), pero para la década de 1470, apenas se vendía en 10 florines. Incluso, había libros en el mercado que se vendían por 2 o 3 florines. En 1498, una Biblia de más de 2000 hojas se vendió por tan solo 6 florines. A lo largo de los siguientes tres siglos, los costos continuaron disminuyendo, pero no de manera tan abrupta. Como consecuencia, los libros ya no eran un producto reservado únicamente para el clero o los reyes: tener un libro de horas o una Biblia impresa se convirtió en un preciado símbolo de estatus para la clase emergente de mercaderes y magnates moderadamente ricos.

Sin embargo, siguieron fuera del alcance de la clase trabajadora hasta que el precio se desplomó una vez más en el siglo XIX. Para ese momento, la alfabetización ya no era un símbolo de riqueza, clase y estatus. Este cambio abrupto creó un pánico moral en las clases más altas, que comenzaron a debatir sobre quiénes tenían el derecho a acceder a la información y sobre qué tipo de información debía estar disponible.

Este desplazamiento en el paradigma se produjo gracias a los desarrollos en la imprenta y en la tecnología usada para crear el papel. La imprenta no había cambiado mucho entre 1455, cuando Gutenberg imprimió su famosa Biblia, y 1800: era necesario colocar las letras manualmente en una matriz, embadurnarlas con una tinta especial que se transfería más fácilmente de la pieza al papel (otro de los inventos de Gutenberg) y presionar sobre la página. El primer cambio importante que se le realizó a este exitoso diseño vino de la mano de Friedrich Koenig en 1812: su imprenta mecánica podía hacer 400 impresiones por hora, mientras que otras imprentas en Frankfurt, Alemania, producían supuestamente 200 impresiones en el mismo tiempo durante la segunda mitad del siglo XVI. En 1844, el inventor estadounidense Richard March Hoe implementó la prensa rotativa, que podía imprimir 8000 páginas por hora.

Como consecuencia de las impresiones más rápidas, se produjo un incremento en la demanda de papel y, en poco tiempo, los métodos tradicionales de fabricación de este material esencial no pudieron satisfacer la demanda. La máquina de papel, creada en Francia en 1799 en el molino de papel de la familia Didot, podía fabricar 40 veces más papel por día que el método tradicional, en el que se usaba un mortero para transformar los trapos en pulpa. Para 1825, el 50 por ciento del suministro de papel de Inglaterra provenía de máquinas. A medida que el suministro de trapos para fabricar papel iba en descenso, los fabricantes comenzaron a experimentar con otros materiales, como pasto, seda, espárragos, estiércol, piedras e, incluso, nidos de avispones. En 1800, el marqués de Salisbury le regaló al Rey Jorge III el primer libro completamente impreso en papel fabricado a partir de paja para demostrar la viabilidad de ese material como una solución alternativa a los trapos, que ya escaseaban en Europa. En 1831, un miembro de la Sociedad de Agricultura y Horticultura de la India intentó convencer a la Compañía Británica de las Indias Orientales de que sustituyera el papel de cenizas fabricado en Nepal con la versión inglesa, que era más delgada y usada.

Para la década de 1860, ya existía una alternativa decente: el papel fabricado a partir de pulpa de madera. Hoy en día, este tipo de papel representa el 37 por ciento del suministro producido en todo el mundo (más un 55 por ciento proveniente de la pulpa de madera reciclada). Pero apenas se introdujo, la idea de que una publicación respetable usara ese material era impensable. De ahí nació el nombre pulp fiction (o literatura barata), la designación preferida por los esnobs del siglo XIX para insultar un libro y tildarlo de insulso y sensacionalista.

El problema con el papel fabricado a partir de la pulpa de madera era que, debido a su acidez y sus cadenas cortas de celulosa, tendía a disolverse con el paso de las décadas. Era imposible usarlo para imprimir un libro fino que pudiera pasar de generación en generación como una herencia familiar porque no solo no lucía bien sino que tampoco sobreviviría el paso del tiempo.

En cambio, el papel de trapo tradicional era liso, tenía una textura que permitía una fácil escritura y podía preservarse durante siglos. El papel fabricado a partir de otros materiales no tradicionales, especialmente la pulpa de madera, era ácido y rugoso. (Cabe mencionar que el papel de paja, que tuvo su momento de fama en 1829 gracias a la invención de un granjero de Pensilvania, sí duraba, pero era frágil y amarillento. Un periódico estaba tan disconforme con la calidad del papel de paja que había usado que se disculpó con sus lectores).

El papel barato (pulpa de madera o paja) usado para los libros vendidos en mercado masivo tenía un precio muy bajo. Existían distintos tipos de estos libros, y todos tenían nombres descriptivos (y, por lo general, peyorativos): los penny dreadfuls (historias inspiradas en el terror gótico que se vendían a un penique), revistas pulp (que recibieron esa designación gracias al papel de pulpa de madera con el que estaban fabricadas), yellowbacks (libros baratos encuadernados con paja y forrados con papel amarillento), entre otros. El precio bajo que los alejaba del mundo de los libros finos y los registros gubernamentales los convirtió en el material ideal para los desarrollos literarios inusuales, experimentales y controversiales.

A los críticos les encantaba vincular “la esencia volátil” del papel de pulpa de madera con las “mentes volátiles” de los lectores de esa literatura “barata”. El londinense W. Coldwell escribió una diatriba de tres partes, “On Reading” (Sobre la lectura), en la que lamentaba que el noble arte de la imprenta se usara para estos actos deshonrosos. Samuel Taylor Coleridge se afligió por cómo los libros, que en un momento habían sido reverenciados como “oráculos religiosos, habían terminado como los culpables” cuando se volvieron un bien fácilmente accesible.

Al terminar el siglo, había una preocupación creciente (especialmente entre los padres de clase media) de que estos libros baratos que se producían en grandes cantidades estaban seduciendo a los niños para que se aventuraran a una vida de crimen y violencia. Incluso, se acusó a los libros de ser responsables de ciertos asesinatos y suicidios cometidos por jóvenes. Muchas veces, los criminales cuyas falencias podían vincularse con su debilidad por los penny dreadfuls, aparecían en los periódicos como víctimas de los libros. En Estados Unidos, las novelas de diez centavos (que, por lo general, costaban cinco centavos) recibían el mismo trato. Los periódicos informaron que, según lo dicho en su juicio, Jesse Pomeroy, un asesino serial adolescente que mataba niños, era  un ávido lector de novelas de diez centavos y yellowbacks hasta que esas lecturas le lavaron el cerebro y su mayor ambición fue imitar a Texas Jack”, un personaje violento de uno de estos libros. Los moralizadores describían los libros como “veneno impreso” y usaban titulares donde alegaban que la brutalidad de Pomeroy era “consecuencia de haber leído novelas de diez centavos”. Otros creyeron que al ofrecer alternativas (los penny delightfuls o penny populars), podrían satisfacer la demanda de literatura sensacionalista. Una carta al editor del Worcester Talisman de la década de 1820 recomendaba a los jóvenes dejar de leer novelas y empezar a leer libros con contenido: “Sería mucho mejor que una persona decidiera dedicarse a leer hechos sensatos y registrados en la historia y la vida de individuos ilustres antes que perderse entre las páginas llamativas de la ficción”.

Esos libros representan el comienzo de los medios masivos de difusión modernos. Las impresiones baratas tuvieron su auge cuando un mayor índice de alfabetización se combinó con las poblaciones que iban en aumento. Pero la fama de los libros no se debe únicamente a los cambios sociales, sino también a los tecnológicos. En 1884, Simon Newton Dexter North, que más adelante se convertiría en el superintendente de la Agencia de Censos, escribió en su estudio intensivo del décimo censo que la “causa principal” de la “reducción en los costos” del papel “es el éxito del uso (…) de la pulpa de madera”.

Para ser un material pasajero, la pulpa de madera sí que ha dejado su marca en el mundo. Los bosques han disminuido su tamaño mientras que los índices de alfabetización han alcanzado niveles nunca antes vistos. Hoy en día, se busca desesperadamente un sustituto para la pulpa de madera. Estamos viviendo el epílogo irónico del triunfo de una innovación victoriana obtenido a duras penas. El papel fabricado con pulpa de madera cobró vida propia en cuanto llegó a la imprenta y le demuestra a una audiencia moderna la lección vital de cómo el impacto de la tecnología va mucho más allá de sus consecuencias principales: de qué está hecho, quién lo usa, quién no y qué representa para las personas que lo compran.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

 

 

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Becaria en el instituto New America’s Open Technology y está terminando su licenciatura en Historia en la Universidad de Princeton.


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