Casa Rorty XXXVIII. El matador y la cámara

El documental ‘Tardes de soledad’ nos convierte en voyeurs de un espectáculo orquestado alrededor de la muerte; una muerte que puede juzgarse alternativamente como maltrato animal o ritualidad sublime.
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Por fin ha llegado a los cines Tardes de soledad, filme de hermoso título que ha dirigido Albert Serra; lo que quiere decir uno de nuestros cineastas más originales e intensos. Y es que su obra no solo persigue la novedad formal mediante la creación de imágenes memorables, sino que es asimismo conceptualmente sofisticada y tiene en el propio realizador a un portavoz elocuente y dotado de una inusual –en este gremio– brillantez intelectual. Pero si la controversia ha acompañado su recepción, que arranca con la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián y sigue con su tardío estreno seis meses después, se debe menos a la personalidad de Serra que al tema por él abordado en esta ocasión: nada menos que la tauromaquia. Exaltada en el pasado como fiesta nacional, las corridas de toros son hoy un ítem más de la batalla cultural; aunque cuentan con menos espectadores que nunca, el viejísimo debate sobre su moralidad no ha perdido vigencia. De ahí que no podamos evaluar Tardes de soledad en términos exclusivamente cinematográficos, pese a tratarse de un acontecimiento estético de primer orden: en la medida en que el filme muestra las corridas de toros desde un ángulo inédito, dice algo sobre ellas; y si dice algo sobre ellas, puede ser relevante para el debate sobre su aceptabilidad o deseabilidad.

No es ni mucho menos la primera vez que la tauromaquia, españolísima práctica que forma parte desde tiempo inmemorial de la visión orientalista de nuestro país, es abordada por el cine. A bote pronto, uno se acuerda de la extraordinaria Sangre y arena, fantasía barroca de Rouben Mamoulian que nos contaba en el temprano technicolor de 1941 las peripecias de un humilde matador (Tyrone Power) enamorado de una mujer adinerada (Rita Hayworth) que lo conducía a la perdición. O de las tres películas que dedicó al tema Budd Boetticher, conocido por sus magníficos westerns en compañía de Randolph Scott y apasionado de la fiesta desde que asistiese en su juventud a una corrida en México: hizo The Bullfighter and the Lady (1951), Santos el magnífico (1955) y Arruza (1972), documental sobre el torero homónimo filmado por el gran operador Lucien Ballard y narrado por el actor Anthony Quinn. Menos entusiasta se mostraría el italiano Francesco Rosi en El momento de la verdad, película del año 1965 cuyo guion firman al alimón Pere Portabella, Ricardo Muñoz Suay y Pedro Beltrán; se trata de una obra semidocumental en la que se relata la trágica peripecia de un joven que encuentra en el toreo la única salida a su miseria.

Tal como el lector sospechará, la película de Serra no se parece a ninguna de ellas; de hecho, no se parece a ninguna otra. Se nos presenta como un documental, pero ni siquiera eso está claro. Mediante la colaboración con el joven torero peruano Andrés Roca Rey, el cineasta catalán se las ha apañado para dar forma a un filme que es primeramente un prodigio técnico: sus cámaras y micrófonos se adentran en el ruedo y en el vehículo que transporta a la cuadrilla, además de plantarse en las habitaciones de Roca Rey, capturando imágenes formidables cuya potencia se ve multiplicada por la claridad de las voces humanas y los bufidos de los toros. Orson Welles, amante él mismo de las corridas, dijo una vez que el micrófono es un amigo y la cámara un crítico: en Tardes de soledad ambos son aliados del director a la hora de llevar a efecto el propósito artístico de Serra. Pero los micrófonos no se ven y a ratos se nos olvida que hay cámaras filmando; el espectador se ve transportado al interior de la plaza. Se trata de una auténtica inmersión sensorial que, sin embargo, no incorpora al espectador: este se mantiene pese a todo en una posición de exterioridad, pues no hay manera de quebrantar la soledad del torero ni cabe participar de la intimidad que define la singular relación que este mantiene con su cuadrilla.

Es también oportuno aludir a Welles en la medida en que fue un maestro del montaje; alguien que creaba la película en la sala de edición a partir del material filmado. O que procuraba hacer tal cosa cuando trabajaba al margen de los grandes estudios; para protegerse de la injerencia de estos últimos, en cambio, tanto John Ford como Alfred Hitchcock rodaban solamente aquello que querían poner en la película. Serra hace como Welles: ha rodado cientos de horas de película digital que luego ha ensamblado en la mesa de montaje junto a Artur Tort. Ambos han ensamblado las piezas, escogido los planos, construido las secuencias. También lo hizo en la formidable Pacifiction, con la diferencia crucial de que allí filmaba a actores en secuencias concebidas por él mismo y en este caso las cámaras se centran en una acción separada y autónoma; aunque Roca Rey pregunte en algún momento si se puede apagar la luz que precisa la filmación dentro de su vehículo. “Nos han dicho que no”, dice uno de los miembros de esa cuadrilla que Serra compara con los grupos de amigos que retratan las películas de Howard Hawks.

Ha dicho el propio Serra que fue durante el proceso de edición cuando decidieron dejar fuera de la película todo aquello que no se relacionase directamente con la soledad del torero y sus faenas en el ruedo: el público permanece ausente y solo se lo percibe como un actor lejano que a veces silba o aplaude. Fuera de campo, en consecuencia, suceden muchas cosas. Pero en pantalla el toreo se reduce a lo esencial: comienza con la imagen de un toro que mira a la cámara en plena noche y todo lo que sigue concierne al “héroe” –así lo llama Serra– en compañía de sus colaboradores, ocupados en todo momento en apoyar a Roca Rey y darle ánimos ante la tarea a la que se enfrenta. A la hora de comentar las faenas sucesivas del matador, la cuadrilla exhibe menos autocrítica que los votantes de un partido político; la cohesión grupal está por encima de todo. Y aunque se trata de un colectivo locuaz que a menudo maneja el vocabulario técnico de la tauromaquia y otras recurre a una procacidad (“olé tus huevos”) que no debe entenderse literalmente, el propio Roca Rey se mantiene reservado en todo momento: concentrado en su misión con la mirada algo perdida, recibe los aplausos de los fans camino del coche o escucha los comentarios de los suyos sobre la faena que acaba de ejecutar. También lo vemos persignarse ante una imagen de la Virgen María y vestirse en una habitación del Ritz bañada por una luz blanquecina en compañía de un asistente. Es una secuencia que acaso hubiera gustado a Fassbinder por los potentes colores del traje de luces y las potenciales connotaciones homoeróticas de la ceremonia, pero Serra la entiende en otros términos: es el cuidado del héroe al que se admira, sin por ello desearlo sexualmente. Solo hay un momento en el que se tal vez insinúa sutilmente la potencia erótica del torero, que es aquel en el que una mujer se hace una fotografía con él después de la corrida.

Poesía de las imágenes

Desde el punto de vista de las imágenes, la película es una fiesta. Armadas con sus prodigiosos teleobjetivos, las cámaras de Serra han destilado la poesía que contienen los movimientos del matador ante el toro y capturado la tensión se vive sobre el ruedo. Vemos al animal arremeter contra el caballo sobre el que un picador sujeta la lanza que castiga su lomo; al propio caballo levantarse a duras penas de la arena a la que ha sido arrojado, siempre con una venda negra tapándole los ojos; al torero volteado por una cogida y empujado contra la barrera en un momento de máximo peligro. En el curso de esa sucesión de planos, algunas composiciones se revelan especialmente felices: una de las astas del toro a la izquierda de la imagen, el amarillo del ruedo a su derecha; el rostro tenso de Roca Rey mientras sujeta la espada, a punto de entrar a matar; o aquellas composiciones en las que vemos a ambos, uno frente al otro, como si se midieran. Y escribo “como si se midieran” porque el aparato filosófico-literario de la tauromaquia se asienta sobre la falsa premisa de que el toro se enfrenta al torero, se mide con él y, en definitiva, está participando del ritual que solo nosotros hemos creado. –”¡Qué ser humano eres!”, dice a Roca Rey uno de la cuadrilla.

Está claro entonces que Tardes de soledad no nos presenta la realidad inmediata del toreo, sino una realidad mediada por las decisiones estéticas del realizador. De ahí que la película sea difícil de clasificar y no pueda encajarse fácilmente dentro del cine documental: la realidad del toreo se nos entrega envuelta en el aparato visual y sonoro creado por Serra, que nos entrega su visión personal de ese mundo peculiar. No obstante, sus cámaras se ocupan de una realidad independiente de la voluntad del director; tampoco estamos ante una obra de ficción. Se trata de un filme que se alimenta de la realidad “real” y trasciende con ello el hecho de que el cine siempre –o casi siempre– nos muestra una materialidad con apariencia de realidad. O sea: si filmo a un viandante que cruza la calle, lo que el espectador tiene delante es un viandante que cruza la calle; la diferencia estriba en que el director de un largometraje de ficción dispone a un actor cruzando la calle y el documental graba al viandante real o cuando menos finge hacerlo. En Tardes de soledad, todo es verdadero: el torero ha matado, el toro ha muerto. Si Roca Rey y los miembros de su cuadrilla han modificado su conducta fuera de la plaza al ser conscientes de que los están filmando, no tenemos manera de saberlo; desde luego, no lo parece.

Así que quizá podamos considerar Tardes de soledad como una película-ensayo acerca de la tauromaquia; un filme que transmite la visión personal de Serra sobre una realidad que aparece representada en pantalla de la manera en que él mismo ha elegido representarla, eludiendo los tropos del documental clásico: de la voz en off a las entrevistas, los testimonios de los protagonistas o la descripción cuidadosa de ambientes. Claro que Serra no formula tesis ni propone significados claramente discernibles; ni busca contenidos ni indaga en los motivos de la tauromaquia, como ha dicho él mismo en alguna entrevista. Deja que las imágenes, a la vez potentes y ambiguas, nos hablen. Y aunque también ha dicho que le da exactamente igual lo que pensemos o cuáles sean los significados que encontremos en la obra, nada nos impide buscar estos últimos: de las decisiones estéticas de Serra pueden deducirse ya tales significados. O quizá sea mejor decir que podemos discutir por nuestra cuenta acerca de lo que Tardes de soledad nos dice sobre la tauromaquia, habida cuenta de que el realizador catalán ha hablado de su obra sobre todo en términos visuales: le gusta ver al toro morirse y cuanta más sangre mane de su cuerpo agonizante, más le gusta a él la imagen correspondiente. En la misma conversación con Alexandra Semenova, publicada en la Revista de Occidente, añadía:

“Por eso se pueden hacer películas sobre la abyección, porque puede tener un atractivo estético, como Sade hizo escribiendo muchos libros sobre este concepto. Y no tienes que justificarte ante nada ni nadie, es el privilegio de la ficción, el privilegio del arte”.

Es el territorio que exploró el director en Liberté, hipnótico retrato de unos libertinos en fuga en la Europa del siglo XVIII. Preguntado por Víctor Vázquez en esta revista por el límite moral o jurídico de la expresión artística, Serra contesta que el único límite es el daño físico irreparable, ya que por el contrario “el daño moral no existe en el arte porque es una ficción y, por tanto, reparable”. ¡Bien dicho! La diferencia es que Tardes de soledad tiene en su mismo centro el daño físico irreparable que sufre el toro, a quien vemos sufrir el descabello primero y agonizar después, justo antes de que los operarios se lo lleven a rastras mientras todavía respira; son planos impresionantes debido a su desnuda crudeza. En otra de sus entrevistas, por cierto, Serra ha dicho que el toro no sabe que se está muriendo. Pero eso, ¿cómo lo sabe Serra? Lo cierto es que no puede saberlo. Y es evidente que el toro se defiende: no quiere que le hagan daño. Por lo demás, nada de eso es culpa de Serra, que no ha organizado la corrida a la manera en que Pasolini pone en escena la violencia en Saló o los 120 días de Sodoma; Serra se limita a rodar lo que también sucedería si su cámara no estuviera donde está.

Dicho esto, el auteur catalán podría haber hecho una película sobre cualquier otro tema; si ha elegido la tauromaquia, es por el atractivo que posee para él una práctica de orígenes atávicos que escapa de lo ordinario y crea un espacio de riesgo para la ejecución del rito. Ha afirmado que “la única cosa tensa, con misterio, que no está en ningún otro sitio sino aquí, son los toros”; para un lector de Sade y Bataille, la seducción del toreo puede darse por supuesta. Y si bien el director rechaza tajantemente la premisa de que el arte haya de tener propósito moral alguno, acertando de nuevo, concede que como poco “agudiza nuestra percepción del espacio y del tiempo”. Es algo que puede decirse sin ambages de Tardes de soledad, película que abre nuevos campos de percepción y hace visible lo que antes se encontraba velado o apenas podíamos entrever.

El debate moral

Por eso es legítimo preguntarse acerca de lo que Tardes de soledad dice sobre la tauromaquia. ¿Es algo nuevo? ¿Proporciona algún tipo de argumento a quienes defienden el toreo o a quienes creen que es moralmente impermisible? Aunque la película quiere emanciparse de cualquier debate filosófico o político, se convierte de manera inevitable en parte de ellos; no teniendo obligación de decir algo sobre la moralidad del toreo, tampoco puede dejar de hacerlo. Y es que Tardes de soledad nos convierte en voyeurs de un espectáculo orquestado alrededor de la muerte; una muerte que puede juzgarse alternativamente como maltrato animal o ritualidad sublime. O, incluso, como ambas cosas a la vez. En el estadio actual de la moralidad pública, de hecho, el problema de la tauromaquia consiste justamente en que la experiencia de lo sublime que disfrutan sus partidarios es indisociable del maltrato animal en que una faena –incluso la más lograda– consiste.

Es importante hacer las distinciones pertinentes. La idea de lo sublime tiene su origen en Edmund Burke e Immanuel Kant, quienes ponen ese nombre a la sensación que experimenta el ser humano ante un objeto o suceso terrible que nos abruma; lo sublime paraliza nuestra imaginación, incapaz de dar un sentido a lo que está viviendo. Kant subrayará que el sujeto es constitutivo de la experiencia y quien da sentido a ella, lo que le permite diferenciar entre lo sublime terrorífico (que produce horror o melancolía) y lo sublime magnífico (en lo que encontramos belleza). Y si bien el alemán confiaba en que la razón humana terminase por dar un sentido común a la experiencia de lo sublime, tal consenso no existe; como ha puntualizado Michael Shapiro, el acontecimiento terrible da lugar a distintas interpretaciones en el interior de una comunidad. En el caso de la tauromaquia, de hecho, es dudoso que podamos hablar de un “acontecimiento”. Al fin y al cabo, las tardes de soledad que nos muestra Serra se repiten una y otra vez, en términos conocidos por los aficionados y que la propia película –sobre todo en su último tercio– enfatiza. No en vano, el entendido debe discernir qué hay de repetición y qué hay de diferencia en la faena del matador, que interpreta a su manera unas suertes cuyo carácter se encuentra ya codificado y pautado. Para el crítico taurino de El País, Antonio Lorca, nada de eso se aprecia en la película, que a sus ojos solo es una “sucesión inconexa de primerísimos planos de sangre, violencia, sudor, dolor y crudeza”. Hay que deducir que en esa violencia él mismo suele encontrar belleza; una belleza que, como he razonado anteriormente en ese mismo blog, es indisociable del aparato intelectual que proyecta sobre la faena ideas o valores exteriores a ella.

¿Es sublime el dolor que se inflige a un animal que no sabe dónde está ni a qué se enfrenta, al que se debilita por medio de la acción del picador y de los banderilleros, cuyas posibilidades de defenderse con éxito del matador son mínimas, al que se clavará una hoja afilada para darle la puntilla entre bufidos y espasmos, todo ello en el marco de un espectáculo público donde miles de personas se solazan en el progresivo debilitamiento del toro y aplauden la estocada que lo dejará a las puertas de la muerte? Para los aficionados, sí: ellos creen que el enfrentamiento milenario entre el hombre y la bestia se ve reeditado en cada plaza donde el torero se enfrenta a su destino. Es, sin duda, una forma de verlo. Pero que ahí se encuentre lo sublime no está nada claro; otros vemos un ritual cuya indudable belleza plástica está al servicio de una tortura injustificable. Naturalmente, esa realidad es susceptible de ser poetizada a través del arte: Serra triunfa de manera clamorosa en esa plaza. Pero también salía victorioso Francis Ford Coppola de su faena vietnamita en Apocalypse Now y no por ello hemos de declararnos partidarios de la guerra. “Has toreado con mucha verdad”, dice a Roca Rey un miembro de su cuadrilla. Dentro de la metafísica impermeable a la que se adhieren los aficionados a la tauromaquia, esa afirmación tiene sentido; fuera de ella no lo tiene, pues la presunta verdad del toreo no es una verdad universal e inamovible, sino el juicio que sus partidarios formulan acerca de una pasión que han interiorizado e intelectualizado.

Ni que decir tiene que la cuestión clave aquí es el estatuto del animal: quien sea indiferente a la suerte de este último bendecirá el toreo o lo considerará un exotismo cargado de potencial turístico. Para quien en cambio crea que no hay teoría que justifique el maltrato de un animal inocente, pues la inocencia es la cualidad esencial de cualquier animal, la tauromaquia resultará injustificable. De ahí que tenga poco sentido decir –como hace Alexandra Semenova en Revista de Occidente– que el torero y el toro “no pueden ser el uno sin el otro”, pues la suya es “una conexión ininterrumpible, casi una especie de codependencia”. Por más que Serra se muestre de acuerdo y proponga la imagen del espejo que cada uno sería para el otro, solamente los filósofos del toreo pueden llegar a creer tal cosa. ¡El animal sería feliz paseando a su aire por la dehesa! Se trata del viejo argumento del designio, tan popular en la Antigüedad, según el cual los animales existen para cumplir funciones útiles al ser humano; ya creo oír al partidario del toreo diciendo que las reses bravas solo sirven para que las toreen.

En cualquier caso, no está nada claro lo que la película de Serra nos dice sobre el toro y su destino. La cámara del catalán tiene la virtud de exhibir sin tapujos la sangre, la agonía, la muerte; vemos el lomo hendido por la lanza y los ojos sorprendidos del toro al que se aplica el descabello, mientras oímos los insultos que la cuadrilla la dirige (“hijo de puta”) cuando no acaba de morirse. ¿Qué se habrá creído esta bestia ingrata? No son imágenes agradables: la desnudez de lo real se impone al aparato poético de la tauromaquia y nos recuerda su cruda violencia. La película comenzó con el animal deambulando en la noche; termina con él arrastrado por dos caballos, mientras la vida se le escapa. ¡Fiesta! Es por ello sorprendente que Serra introduzca en la última secuencia de esta película formidable –cuando Roca Rey saluda junto a los suyos a las cuadrillas con las que ha compartido plaza– la hermosísima melodía del Valse Triste de Jean Sibelius. Un momento: ¿es que hay acaso algo triste en estas jubilosas tardes de sangre y muerte? Pocos aficionados estarán de acuerdo. Pero la película, diga lo que diga su realizador, es más ambigua de lo que parece. Y está bien que así sea.


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