¿Cómo cambiará Trump la manera en la que se representa a la Casa Blanca en cine y televisión?

Hasta ahora, Hollywood ha optado por situar sus narrativas en una dimensión alterna donde la figura presidencial no guarda relación con la realidad. ¿Es sostenible esta fantasía?
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El candidato, película de 1972 dirigida por Michael Ritchie y escrita por Jeremy Larner, cuenta una historia que, por lo menos hasta hace poco, parecía improbable: tras una campaña que empieza de cero, y sin más activos aparentes que una fama mediana como activista y cierta prosapia (su padre fue gobernador del estado décadas atrás), el aspirante demócrata a la senaduría de California  Bill McKay (Robert Redford) se impone a Crocker Jarmon (Don Porter), uno de los legisladores más populares e influyentes de la Unión Americana. El día de la elección, minutos después de haberse anunciado el resultado, McKay se abre paso entre la multitud que lo aclama y toma del brazo a Marvin Lucas (Peter Boyle), su coordinador de campaña. Una vez que se encierran en un cuarto, McKay le pregunta desesperado a Lucas: “¿Y ahora qué hacemos?”. Lucas, desde luego,  no logra articular una respuesta. Una  horda de periodistas entra a la habitación y, presentimos, los dos personajes nunca más vuelven a tocar el tema.

McKay no esperaba ganar. La idea, de hecho, era que no ganara. Para él, la elección ofrecía la oportunidad de manifestar puntos de vista (aunque no ideas o un discurso definido) y ganar capital político para esfuerzos futuros. Nada más. La situación cambia cuando, ante el temor de perder de manera humillante, sus asesores alteran el ritmo e intensidad de la campaña, al punto en que el “candidato” experimenta crisis nerviosas que no le permiten guardar la compostura en entrevistas y mensajes televisivos.

Aunque el ficticio McKay poseía un perfil liberal opuesto al del actual inquilino de la Casa Blanca, la obra de Ritchie fue la película más citada por analistas de todo el mundo para tratar de explicar el estado mental de Donald J. Trump el día después de los comicios presidenciales.  A la prensa del denominado mainstream le fascina la idea de asociar a Trump con el concepto del presidente accidental, es decir, de alguien que sólo se lanzó como una manera de demostrar algo, pero que no deseaba ni esperaba triunfar.  El programa periodístico Frontline, por mencionar un ejemplo emblemático, planteó hace unos meses que para entender la decisión de Trump de lanzarse como candidato a presidente de Estados Unidos había que remontarse a abril de 2011, cuando fue humillado en la cena de corresponsales de la Casa Blanca por Barack Obama, quien se mofó con crueldad extrema de las intenciones de Donald por crear la narrativa de que no había nacido en Estados Unidos, sino en África. Las risas de los líderes de opinión, políticos y empresarios que asistieron al encuentro, nos narra Omarosa Manigault, la antagonista de la primera temporada de The Apprentice y ahora asesora en comunicaciones del Despacho Oval, tuvieron un efecto catalítico en su jefe. En ese momento, cuenta Manigault, Trump decidió buscar la presidencia, de manera no muy distinta a la que Syndrome, de Los Increíbles, determina convertirse en un genio maligno tras resentir el rechazo de Mr. Increíble: 

“Obama comenzó esa noche algo que no podría terminar. Cada crítico, cada detractor, cada persona que lo humilló, cada individuo que lo haya retado, ahora tendrá que inclinarse ante el presidente Trump. Esa es su venganza suprema: convertirse en el hombre más poderoso del planeta”.        

Narrado así, el episodio es el equivalente del “origen secreto” que marca el paso total a la maldad de los supervillanos en los comics. Quizá concebir así a Trump sea un ejercicio caricaturesco y poco riguroso, pero evidencia el surgimiento de una nueva narrativa respecto a cómo se percibe y retrata a la presidencia estadounidense. En términos generales, la cultura popular anglosajona ha retratado a los mandatarios de la Unión Americana como personas nobles, confiables y bienintencionadas que, pese a algunas fallas de carácter, siempre buscan hacer lo correcto, tanto para su país como para el mundo. Incluso los productos que muestran a un presidente tiránico tienden a diferenciar entre la persona corrompida y la institución respetable que comandan. El arribo de Trump rompe con todo eso. Parafraseando a Lars von Trier, las narrativas de los años venideros tendrán que lidiar con las acciones del  “Homo trumpus, el rey de las ratas”.

De The West Wing a Independence Day

No importa la nacionalidad ni el credo religioso, todo turista que entra por primera vez a Times Square experimenta una mezcla de orgullo triunfal y pasmo onírico derivados de estar por fin en el lugar que se ha visto cientos de veces en películas y programas de televisión. Ajustar la imagen entre el lugar real y el referente cinematográfico es una de las experiencias más surreales de visitar Nueva York. Algo similar debe suceder con el Despacho Oval. La fascinación de Hollywood con la silla presidencial ha sido enorme. Todos conocemos esa habitación: el imponente escritorio, las ventanas, la sala en la que el mandatario dialoga con su equipo y los líderes mundiales. Según hemos visto en cine y televisión, la sala ha sido ocupada en su mayoría por personajes íntegros, sean basados en mandatarios reales o creaciones ciento por ciento ficticias. Durante la primera mitad de la década pasada, The West Wing nos mostró cómo el presidente Josiah Jed Bartlett (Martin Sheen) se imponía, no sin problemas de salud  y conflictos éticos, a diversos poderes factuales que conspiraban contra el ciudadano común. Pese a sus pecados, el espectador sabía que Bartlett era un hombre sabio, de una sola pieza. Concebido por la mente liberal de Aaron Sorkin, los diálogos de Bartlett eran ampulosas piezas de oratoria escritas con idealismo desaforado. Algunas eran de una santurronería infumable, como las de In the shadow of two gunmen, episodio en que el mandatario confronta a empresarios agrícolas antes de ser víctima de un atentado. La causa de la discusión: el precio de la leche.

 Si la democracia es la clave de nuestra vida política, darles un mejor futuro a nuestros hijos debe ser el mandamiento no escrito de nuestra vida cívica. Voté contra la ley porque no quería que el pueblo pagara más por la leche. Impedí que más dinero entrara a tu cartera. Si eso hace que me odies o resientas, lo entiendo, pero si esperas que como presidente de Estados Unidos actúe de manera distinta, deberías votar por alguien más.  

Los azotes idealistas de Sorkin distan de ser las manifestaciones más delirantes de la reverencia del entertainment por el comandante en jefe de la Unión Americana. Air Force One (1997), de Wolfgang Petersen, concibe al presidente (Harrison Ford) como un hombre  de valores familiares capaz de someter a puño limpio a los terroristas que secuestran su aeronave. “¡Sal de mi avión!”, le grita Ford al terrorista interpretado por Gary Oldman antes de tirarlo del icónico transporte a varios miles de pies de altura.

Otro clásico del presidente como héroe de acción es Independence Day (Roland Emmerich), cinta que cuenta cómo el mundo vence una invasión extraterrestre gracias a la dirección heroica del presidente Thomas J. Whitmore (interpretado sin inhibiciones por Bill Pullman). Estrenada en 1996, la cinta refleja el espíritu de su época, cuando Estados Unidos parecía erigirse como el único superpoder tras la caída de la Unión Soviética. El discurso que Pullman les da a las tropas antes de pelear –una joya cursi que se da el lujo de robarle líneas a Dylan Thomas- asocia la sobrevivencia de la nación con el bienestar del planeta. Estados Unidos ya no es un país, sino un sistema global, y los habitantes del mundo, sus ciudadanos. Como propaganda de la globalización, la divertida Independence Day es brillante:

El 4 de julio ya no será conocido sólo como una fiesta americana, sino como el día en que el mundo declaró en una voz: No entraremos dócilmente en la noche, no nos desvaneceremos  sin una pelea. ¡Vamos a pelear! ¡Vamos a sobrevivir! ¡Hoy celebramos nuestro día de la independencia!

Apenas han pasado 20 años, pero si realizaran un remake de Independence Day con base en la filosofía  actual de la Casa Blanca –el repliegue, la cerrazón de fronteras y la virtual abdicación del liderazgo global- el discurso de la cinta, así como su recaudación internacional, serían diametralmente distintos.

Trump vs. Underwood

Hollywood no sólo ha manufacturado panegíricos. Si bien cuantitativamente la producción es menor, también genera  trabajos que visualizan al presidente como un individuo corrupto y especulador (Donald Pleasance en Escape de Nueva York, Gene Hackman en Poder absoluto), o en el peor de los casos, como un ser abiertamente maligno (basta recordar a  Martin Sheen -sí, el mismo de The West Wing– en The Dead Zone). También hay narrativas que los retratan como funcionarios rebasados, susceptibles a ser manipulados, como Jack Nicholson en Mars Attacks!, Julia Louis-Dreyfus durante su mandato inesperado en Veep, o una de las variaciones de Peter Sellers en Dr. Strangelove. Tal vez esta clase de farsas sean las representaciones más lúcidas de la figura presidencial, pues, a contracorriente de la percepción popular, sugieren que el mandatario es una pieza más de un engranaje que ni él mismo entiende.

En años recientes, quién podría dudarlo, el presidente ficticio más famoso es el protagonista de la serie House of Cards: Frank Underwood (Kevin Spacey), el otrora congresista demócrata de  Carolina del Norte que logra ascender al poder ejecutivo a través de una intrincadísima serie de crímenes, asesinatos e intrigas palaciegas. La constante ruptura de la cuarta pared y el encanto depredador de Spacey crean una complicidad vicaria en el espectador, quien lejos de horrorizarse termina por simpatizar con Underwood. Hay algo de Shakespeare en House of Cards (Underwood, a fin de cuentas, es una derivación del Ricardo III que Spacey ha interpretado en el teatro), pero también hay mucho, demasiado, de los enredos implausibles que en teoría deberían ser la antítesis de lo que Netflix representa (la alternativa a los culebrones de la televisión abierta). Underwood no carece de códigos. Es un político de la vieja escuela: un jugador que detesta a los funcionarios que conciben al dinero como la única fuente de fuerza política. El presidente de House of Cards es imperial, ilustrado e inteligente. Incluso en su peor momento está consciente de su  papel y la institución que opera. De ahí el placer que le produce ser presidente, de ahí el goce que nos genera verlo triunfar. Comparado con Trump, Underwood es  un mandatario de primera línea, casi ético. El desafío para la quinta temporada de House of Cards es claro: ¿cómo impactar al espectador con la maldad de Underwood con alguien como Trump en el Despacho Oval?

Estados Unidos aún no produce narrativas contundentes capaces de capturar la vulgaridad del “Homo trumpus”. La representación más cercana hasta hoy es la caracterización de Alec Baldwin en Saturday Night Live. La parodia ha sido celebrada mundialmente y es efectiva en exhibir a Trump como un presidente incapaz de comprender las fuerzas que operan a su alrededor. Los sketches, si bien devastadores, no son precisamente hilarantes. Quizá esa sea la intención: Baldwin ha señalado en entrevistas que dudó en aceptar el personaje ante el temor  de que la risa pudiera generar un efecto contraproducente que tornara a Trump en un ser simpático y querible, como ha sucedido en cierta medida con el Adolf Hitler de Bruno Ganz tras decenas de memes creados a partir de una secuencia clave de La caída (Hirschbiegel, 2005). Hollywood enfrenta un dilema similar al de las corporaciones que basan su éxito en una presencia mundial, y no en una utopía regresiva propia de la era industrial: aceptar la lógica aislacionista de Trump (y perder los mercados  internacionales) o asumirse como una entidad global. Por ahora, la industria ha optado por una tercera vía: situar sus narrativas en una dimensión alterna donde el presidente y la infraestructura (física y humana) que lo sustenta no guardan relación con la realidad. Por ahora, las audiencias norteamericanas y globales no parecen resentir la disparidad entre los presidentes idealizados de Hollywood y el circo de Donald que ven en las noticias.

Designated Survivor, el programa de televisión creado por David Guggenheim, es una evidencia palmaria de este  estado de evasión. El programa narra cómo el secretario de Vivienda (Kiefer Sutherland, el agente ultrapatriota de 24)  es nombrado mandatario tras un atentado que arrasa con el Capitolio, el ejecutivo y todo el gabinete. Lejos de preguntarse qué hacer, abusar del Twitter, construir muros o firmar órdenes ejecutivas como si fueran cuentas en un table, el líder accidental se revela como un estadista instantáneo que basa su eficacia en el consenso y la decencia. La serie es un éxito de rating. También es una fantasía que nada tiene que ver con la coyuntura estadounidense y la angustia del planeta.

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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