Chuck y las multitudes

“La vida de Chuck”, melodrama reflexivo basado muy fielmente en un cuento de Stephen King, aborda las grandes preguntas de la vida siguiendo la pista de un famoso poema de Whitman.
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“(Yo soy inmenso…/ y contengo multitudes)” dice de manera desafiante Walt Whitman, interrumpiéndose a sí mismo, en la parte final de su inabarcable poema íntimo/épico/cósmico “Canto a mí mismo” (1855). Ese par de líneas, que resumen casi de pasada el argumento central del gran poema estadounidense por excelencia, tiene un papel central en La vida de Chuck (Life of Chuck, E.U., 2024), decimoprimer largometraje del artesano del cine fantástico y de horror Mike Flanagan, especializado en adaptar a la pantalla chica y a la grande la obra de Stephen King.

De alguna manera, esa misma autodefinición whitmaniana se aplica al propio autor de Carrie (1974), pues aunque su bien merecida fama se debe a sus célebres novelas de horror –además de la ya mencionada Carrie, El misterio de Salem’s Lot (1977), El resplandor (1980), Cementerio de animales (1983), Eso (1986)–, la realidad es que King ha escrito varios relatos de ciencia ficción –La larga marcha (1979), El fugitivo (1982)–, algunos ensayos literarios –Danza macabra (1981), Mientras escribo (2000)–, novelas policiales –la saga de Bill Hodges–, historias fantásticas –La milla verde (1996)– y algunos otros relatos que se escapan a todas estas etiquetas.

Me refiero, en concreto, a novelas dramáticas de crecimiento y maduración juvenil como El cuerpo (1982) –que fue llevada al cine como Cuenta conmigo (Reiner, 1986)–y, más recientemente, cuentos de corte reflexivo y existencial como “La vida de Chuck”, publicado en el libro La sangre manda (2020), que es, por supuesto, la fuente original del recién estrenado filme de Mike Flanagan.

Adaptada por el propio Flanagan con una fidelidad que algunas veces resulta chocante, he aquí la historia de vida, narrada en tres actos que avanzan de manera decreciente, de Charles Krantz, el Chuck del título, bien interpretado por Tom Hiddleston y a quien conocemos al inicio del filme a través de una serie de anuncios espectaculares, radiofónicos, televisivos y hasta escritos en el aire por una avioneta (“¡Gracias, Chuck!”), en los que alguien le agradece, urbi et orbi, por sus ¡39 grandes años!, pero ¿de qué? ¿39 años de trabajo?

Los ubicuos mensajes de agradecimiento se vuelven aún más extraños por el contexto en el que aparecen: desde hace 14 meses el mundo está autodestruyéndose. Hay hambrunas en Asia, California se ha desprendido del continente, un volcán apareció en Alemania, los alimentos empiezan a escasear por todas partes, las abejas desaparecieron, el internet se cayó y, tragedia entre tragedias, ¡ya no abre la página de PornHub!, como dice, medio serio, medio en broma, un desesperado padre de familia ante el emproblemado profesor divorciado Marty Anderson (Chiwetel Ejiofor), quien es incapaz de que sus estudiantes de prepa le pongan atención a Walt Whitman, pues si el mundo está yéndose al carajo, ¿a quién le importa la poesía?

Después de este primer acto tan serio como apocalíptico, en los dos siguientes segmentos sabremos quién es el tal Chuck: un contador público de traje azul, zapatos baratos pero confiables y lentes de moldura gruesa, a quien vemos seguir cierto impulso irracional luego de escuchar a una baterista callejera (la percursionista The Pocket Queen) y soltarse bailando a mitad de la calle con una transeúnte más, una jovencita llamada Janice (Annalise Basso) a quien su novio acaba de cortar vía WhatsApp. Este segundo acto, el más breve de los tres, aparece inicialmente como un desconcertante interludio narrativo que revelará su verdadero valor al llegar al primero pero último acto, en el que vemos al huérfano Chuck pasar de la niñez a la adolescencia de la mano de sus cariñosos abuelos (luminosa Mia Sara y reaparecido Mark Hamill), al mismo tiempo que descubrimos por qué el mundo se estaba destruyendo al inicio del filme y cuál es la razón para agradecer tanto y de tantas diferentes maneras al buenazo de Chuck.

Es evidente que Flanagan no solo admira a Stephen King sino que lo venera. Si hay algo que reprochar a este conmovedor melodrama reflexivo y existencial es la excesiva fidelidad al relato original del escritor. La voz en off narrativa de Nick Offerman repite en no pocas ocasiones línea por línea varios fragmentos del cuento, lo que provoca que parezca que, a veces, en lugar de estar viendo una película, estamos escuchando un audiolibro. Además, las descripciones en off salen sobrando, pues la misma estructura del relato –en este sentido, bien adaptada por Flanagan en su papel de editor de su propio filme– le deja claro a cualquier espectador lo que está viendo y que conexiones hay entre los tres actos en la vida de Chuck. La manera en la que avanza la historia de nuestro protagonista tiene el objetivo no de responder a las preguntas claves del poema de Whitman (“¿Y qué es la razón?/¿Qué es el amor?/¿Qué es la vida?”), sino de dejar flotar estos cuestionamientos para que salgamos del cine pensando no en Chuck sino en nosotros mismos, en nuestra existencia, en nuestro universo y en nuestras multitudes.

En todo caso, más allá de esa devoción excesiva –y a veces contraproducente– a la palabra de Stephen King, lo cierto es que La vida de Chuck es no solo la mejor adaptación que ha hecho Flanagan de la obra del escritor –antes había dirigido El juego de Gerald (2017) y Doctor Sueño (2019), además de la miniserie Misa de medianoche (2021), que no fue escrita por King pero sí es un pastiche de sus temas y personajes– sino que, además, es la mejor película que ha realizado en su exitosa aunque muy dispareja carrera cinematográfica y televisiva. ~

Eso sí, esperemos que en sus siguientes adaptaciones del universo de King ya anunciadas -una nueva versión de Carrie, en forma de miniserie y otra más de la saga de La torre oscura (1982-2012)- estén a un nivel similar y, además, ojalá que se anime, aunque sea de vez en cuando, a traicionar a su héroe. Aunque luego King, previsiblemente, no se lo agradezca.


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