La decimotercera edición del Festival Internacional de Cine y Narrativas de No Ficción Doqumenta se llevó a cabo del 6 al 10 de agosto pasado en la ciudad de Querétaro, en media docena de sedes.
El festival de este año contó con la señera presencia de Rodney Ascher, el documentalista estadounidense a quien se homenajeó en la ceremonia de clausura, además de que se programó una retrospectiva de buena parte de su obra, en concreto, sus cinco largometrajes, entre ellos su multipremiada ópera prima Room 237 (2012) y su trabajo más reciente, Ghost boy (2025), que acaba de ganar el premio del público en SWSX 2025. El muy afable Ascher fue una presencia constante en varias de las sedes, no solo presentando sus películas, sino asistiendo a las funciones de varios de los filmes nacionales en competencia.
Los programadores de Doqumenta de este año marcaron la competencia oficial, formada por nueve largometrajes mexicanos, con el sello de la resistencia. O, mejor dicho, resistencias, pues los filmes presentados en la sección Chimal nos ofrecieron una serie de crónicas sobre la resistencia, desde el punto de vista más íntimo, personal y hasta familiar, hasta uno que apela a una visión más colectiva e histórica del país que somos y seguimos siendo.
Este es el objetivo central de la cinta ganadora al premio a la mejor película, ¡Ya México no existirá más! (¡Aoquic iez in Mexico!, México, 2024), un filme poético experimental en la veta de la inalcanzable cinta-tótem La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez, pero con el doble de duración, lo que a ratos vuelve un tanto exasperante la repetición de imágenes caóticas sobre la inabarcable Ciudad de México, desde los tiempos de Tenochtitlán hasta las convulsas épocas actuales.
Entre códices del siglo XVI que se alternan con fragmentos cinematográficos, deidades prehispánicas de piedra con cuerpos y rostros indígenas contemporáneos, cuerpos que se funden y confunden frente a la cámara con sonidos del pasado y del presente, la ópera prima de Annalisa D. Quagliata Blanco es una desconcertante pero vibrante exploración sobre este pedazo de tierra que llamamos México y sobre los signos visuales y sonoros que asociamos con lo mexicano.
En un ámbito mucho menos ambicioso y más personal, Doqumenta programó tres filmes centrados en la (auto)exploración del núcleo familiar, una temática ombliguista que se ha vuelto bastante cansina en el cine mexicano actual, pero que aquí, por fortuna, dio dividendos notables, tanto en la forma como en el fondo, desde la disidencia más abierta hasta la incomodidad confesional.
En Mi pecho está lleno de centellas (México, 2024), el cineasta Gal S. Castellanos comparte la compleja historia de sus padres que será, a final de cuentas, la de él mismo. Después de la muerte del marido, mucho mayor que ella, la madre del director debutante se fue a Turquía, a vivir con un novio al que había conocido por Facebook, mientras deja atrás a su hijita que, con el paso del tiempo, encarará su propio viaje, no geográfico sino personal, hacia el cambio de sexo.
La comunicación entre la hija en transición y la madre al otro lado del mundo, en Turquía, se realiza a través de mensajes en video que se van alternando, entre la descripción de la cotidianeidad, la confesión existencial y la comprensión y solidaridad mutua ante la búsqueda de la identidad propia, sea yéndose lo más lejos posible, sea quedándose para mirarse frente al espejo y descubrir que se es otra. O, más bien, otro.
En Tzofo (México, 2024), otro hijo cineasta, Salvador Martínez Chacruna, dirige la cámara hacia su madre, Juliana, una indígena otomí que, voz en off mediante, comparte su vida, dura desde la más tierna infancia, compleja en sus ires y venires sentimentales, en resistencia constante ante la precariedad económica que se acepta como un hecho casi natural, para arribar a una sabiduría que podría calificarse de estoica si no fuera porque es el modo cotidiano de vida de la gente que nace, crece y muere alrededor del campo y de la tierra. Si la vida no es más que la interminable preparación para la muerte, como dice doña Juliana –aunque lo podría haber dicho el Marco Aurelio de las Meditaciones–, no se debe vivir atado a un pasado entendido como puro rencor, como puro resentimiento.
El director debutante echa mano del estilo Tatiana Huezo en su atractiva puesta en imágenes –voz en off confesional en otomí acompañada con imágenes que no ilustran sino aluden poéticamente a la memoria narrativa de doña Juliana–, bien apoyado por la impecable cámara de la experimentada cinefotógrafa Diana Garay. Tzofo se ganó, con toda justicia, una de las dos menciones honoríficas del jurado dirigido por María Novaro.
La mejor cinta de esta veta familiar resultó, a mi ver, Los invisibles (México, 2025), ópera prima de la egresada de la ENAC (cuando todavía se llamaba CUEC) Andrea Olivo Marcial, quien nos comparte, para variar, la vida de sus padres, los invisibles –por distintas razones– del título. He aquí, pues, a Don Ernesto, quien sufrió de polio desde la infancia, lo que lo condenó desde muy pequeño a caminar con bastones, mientras que acá está doña Sabina, quien nació en la zona rural de Puebla, condenada a servir a todos los hombres de su casa y fuera de ella, porque en ese contexto cultural el matrimonio arreglado/asignado no se discute.
Entre los testimonios secos y reticentes de doña Sabina y los sentimentales y extrovertidos de Don Ernesto, el documental avanza desnudando el racismo y el clasismo que tuvo que enfrentar ella hasta encontrarse con su marido e incluso después de su matrimonio, mientras que él, en una posición económica más holgada, también tuvo que abrir los ojos frente al abuso y la condescendencia –las dos caras de la misma moneda– que suelen sufrir las personas con cualquier tipo de discapacidad.
En los créditos finales, la cineasta señala que el emotivo filme que acabamos de ver es “un documental de la familia Olivo Marcial”, aunque pudo haber sido la historia de cualquier familia, no porque en ella existan los mismos tipo de invisibilidad ante los que se rebelaron Don Ernesto y doña Sabina, sino porque es en la familia en donde solemos encontrar las fuentes de mayor dolor pero también de mayor alegría, como vemos en Los invisibles.
En cierto momento clave del documental, a Don Ernesto se le quiebra la voz por enésima vez, las lágrimas empiezan a salir, pero le aclara a su hija cineasta –y, de paso, a todos nosotros– que está llorando pero “de gusto, no de tristeza”. Nosotros, frente a la pantalla, lo acompañamos con los mismos sentimientos encontrados y brindamos, caballito de por medio, por él y por doña Sabina, por la suerte de haberse encontrado para darse cuenta de que no eran invisibles uno para el otro y que no hay mejor sentido de la vida que “contar para alguien”.
Otras resistencias retratadas en DOQUMENTA 2025 fueron desde un ámbito más abierto, claro y directo. En La edad del agua (México-E.U., 2024), un grupo de mujeres de la comunidad de La Cantera, en Guanajuato, fundan una asociación civil llamada MAYOYE: Angelitos Guerreros, un acrónimo que se refiere a tres niñas –Mafer, Yoselin y Yessica– que murieron de leucemia linfoblástica debido al consumo de agua radioactiva que provenía de los mantos acuíferos sobreexplotados en esa zona agrícola del Bajío.
Dirigido con solvencia por Alfredo e Isabel Alcántara, el filme trasciende el convencional formato del buen reportaje periodístico por el respetuoso acercamiento de los cineastas a las madres –y una valiente profesora– en constante lucha por su comunidad, por más que los funcionarios del estado, del municipio y hasta del gobierno federal –representado por el sombrerudo delegado de la Conagua peñanietista– digan que no pasa nada, volteen para otro lado o, incluso, nieguen la validez de cualquier estudio científico porque el documento de marras no tiene un sellito. Lo que no tienen todos estos burócratas es madre.
La que es, de alguna manera, una segunda madre para todos sus alumnos es la profesora Celeste, maestra de segundo grado en una escuela primaria de Acatic, en Jalisco. En La falla (México, 2024), segundo largometraje de Alana Simoes, estamos ante un emotivo mosaico –o, más bien, periódico mural– en el que vemos no solo el comportamiento de las alumnas y alumnos dentro y fuera del salón de clases, sino de las técnicas didácticas usadas por la profesora Celeste para transmitir a sus estudiantes ciertos valores fundamentales humanos y humanistas como el respeto, la solidaridad, la empatía o la tolerancia.
“Pausar es moverse”, señala la frase reflexiva con la que se identificó esta emisión de Doqumenta 2025, y esto mismo podría decirse de La falla, pues la profe Celeste se detiene continuamente para pensar, sonreír y luego actuar, con tal de educar a sus niños y niñas para que aprendan a ser mejores. Con más maestras como ella, no me queda duda que este sería el resultado inevitable.
Hacia el norte, en la frontera, hay otro educador haciendo lo suyo, resistiendo ante el entorno, que es una manera de moldearlo. En Ángeles FC (México, 2025), del debutante Roberto Ortiz, filme ganador de la segunda mención honorífica del festival, conocemos a Cristian Manjarrez, “el Tomander”, el entrenador de cierto equipo femenil de futbol en Mexicali.
Cristian no gana dinero haciendo esto, más bien, a veces hasta lo pierde, pero este alegre, colorado y gordazo tipo, viudo y con dos hijos preadolescentes a los que tiene que mantener, sigue entrenando contra viento y marea a decenas de niños y niñas en el manejo del balón como una manera de redimir su anterior vida criminal –fue un conocido puchador en su barrio bravo cachanilla–, que lo llevó a pasar un tiempo en la cárcel. Cristian no busca borrar su pasado –ese ya fue y no lo olvida nadie–, sino crear otro futuro. Para los chamacos a los que entrena, para sus hijos y, por supuesto, para él mismo.
Finalmente, dos ejemplos de sendas crónicas de resistencias culturales. En Trazos del cielo (México, 2023), ópera prima de Ligia Cortés Águila, seguimos a varios niños veracruzanos que asisten a una escuela para convertirse en indómitos voladores de Papantla. Entre el cine documental etnográfico y la más creativa animación, compartimos los sueños de estos chamacos –dos niños, dos niñas– que buscan convertirse en aves.
En cuanto a Los hijos de la costa (México, 2024), del especialista en cine y video musical Bruno Bancalari (ganador dos veces del Grammy Latino por sus colaboraciones con Natalia Lafourcade en Musas, el documental, 2017; y Natalia Lafourcade: Hasta la raíz, 2022), estamos ante el filme más gozoso que se pudo ver en el festival.
Bancalari se pasea por la Costa Chica de Guerrero y las costas de Oaxaca para recoger testimonios, canciones, rimas y bailes de la cultura musical de esos lugares bravos pero alegres. Una gozadera, pariente, como dirían por allá. Una película pa’ cantar, bailar y reír. Y en algún momento, hasta para llorar como se debe. Ánimas que saquen la música. ~