El discreto encanto de lo popular

En "¡Me cago en Godard!", el periodista Pedro Vallín hace una defensa sin complejos del cine de Hollywood, que "provee bocanadas de esperanza en la especie humana".
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Los argumentos de ¡Me cago en Godard! se dirigen, ante todo, contra el materialista paranoico que insiste en que “nos manipulan”, y que busca por todos lados al enemigo neoliberal frente al que construir su pensamiento emancipador. La virtud del libro de Pedro Vallín es la de señalar los clichés de un marxismo cultural que ostentaría la hegemonía crítica, y que nos estaría conduciendo a recelar de todo lo que no sea la impugnación sesuda del poder. De esta visión se deriva, dice, el que las formas de la cultura popular, las que buscan el entretenimiento sin mayores visos, sean calificadas de placer culpable. Por centrarnos en el caso del cine, es esta situación en la que uno ve la superproducción de la semana y sabe que aunque le guste no puede decirlo muy alto, porque la virtud cinematográfica está en otro lado.

Ante este vicio, su texto “quiere ser un elogio de la ligereza y una impugnación de la gravedad”, una defensa del disfrute de lo popular frente al peso de lo intelectual. Y para ello, Vallín considera imprescindible repensar la asociación tradicional de lo popular con lo conservador, y lo intelectual con lo progresista. Su repaso a la historia de la censura en la industria fílmica y del cómic, o su descripción de los arquetipos del género –cine negro, western, superhéroes–, son revisiones críticas orientadas a invertir los términos políticos entre Hollywood y el cine europeo. Desde esta perspectiva, Hollywood “provee bocanadas de esperanza en la especie humana” porque produce narraciones sociales que buscan inspirar ideas de justicia y libertad, mientras que el auteur europeo, profundamente individualista y reaccionario, crea relatos que “son un recurso de las clases cultas y acomodadas para hablar sobre sí mismas y sus comezones”.

El gran problema del libro es que combatir los tópicos del marxismo, sus recelos acerca de la industria cinematográfica, pasa por recurrir a una brocha gorda que lastra de igual manera su discurso. Antes que nada, a nivel formal. Porque la crítica al desprecio burgués por lo popular obliga a una toma de consciencia del lenguaje. En algún punto Vallín se burla de la “prosa cipotuda” de cierto sector del periodismo, pero la insolencia (como él mismo la llama) de su propio estilo no es tampoco fácil de llevar: “La curva de Laffer, conocida hoy en el mundillo como ‘la mentira más grande jamás escrita en una servilleta’, es como el bigfoot, nunca ha sido vista en el mundo real salvo por los testimonios entusiastas de su feligresía, y hoy forma parte de la criptozoología de las business schools, ese Hogwarts del que solo salen Slytherins”. La justificación es conseguir una exposición antiacadémica, alejada del vocabulario complejo de la crítica marxista. Y cuando no puede evitar referenciar a Esquilo, Rousseau o Benjamin, insiste en que lo hace “sin ponernos muy estupendos”. Se considera a sí mismo un plebeyo, y tiene que responder al elitismo del intelectual con un tono que llegue a todo el mundo. Uno diría que hay en ello cierta forma de condescendencia si el propio Vallín no lo hubiera dejado ya escrito: “Y si después de todo esto no acaban dándome la razón yo es que ya no sé cómo hacer carrera de ustedes”.

Por otro lado, está el problema de la generalización. Sobre el que se cubre las espaldas: “Entiéndase todo lo que aquí se defiende como una forma ligeramente injusta de generalizar, que se abraza para combatir otra generalización aún más injusta y cuya derrota es propósito de estas páginas: la que postula que Hollywood es una máquina de producir fachas”. Lo cierto es que muchas de las oposiciones que se hacen a lo largo del texto no son excluyentes fuera de esta refutación: artesano/artista, narrador/escritor, memoria/invención, donde el primer término define la postura de quienes entienden el cine como una inmersión colectiva y edificante en el mito y la aventura, y el segundo, la de quienes lo utilizan para a indagar en sus “pequeñas vidas de burgués à la parisienne”. La técnica excluye a la idea: “es el progreso científico-técnico y no la historia de las ideas quien marca los grandes cambios de paradigma de la civilización humana”. Hay o lo hollywoodiense o lo europeo, o lo liberal o lo reaccionario, y las excepciones confirman la regla –Woody Allen, por ejemplo, es “ontológicamente europeo”–.

La generalización, además, deja en el aire otra idea bastante simplista, la de que el único disfrute sincero está en el producto popular. No creo que Vallín piense esto de verdad, pero sus ejemplos indican otra cosa: “Holy Motors no dice cosas más sofisticadas y profundas sobre la condición humana que El show de Truman; solo se dirigen a públicos de distinta consideración social y por eso la segunda, además de inteligente y perspicaz, es divertida y emocionante. La diferencia es, otra vez, función de poder. Clasismo”. Tratar de convertir el placer culpable en simple placer le lleva a establecer otra oposición más, la de divertido versus intelectual, que al traducirse como popular versus clasista –y a propósito de esto también se mencionan los procesos históricos paralelos de democratización (popular) y codificación (clasista) de la cultura– elimina la posibilidad de entretenimiento sincero para cualquier Holy Motors. Su objeción al componente esencialista de la originalidad, a la obsesión con lo autoral que absorbería al cine (al arte) europeo, incurre a su vez en un esencialismo de lo popular que le concede el monopolio de la diversión.

La lectura de ¡Me cago en Godard! es frustrante por lo que tiene de combatir un extremo con otro. Los conocimientos de historia del cine de Vallín, la cantidad de ejemplos citados, se invierten en una crítica que pierde fuerza por su insistencia en hacerse tan popular como su objeto. Por otra parte, esto no elimina su contribución al debate. Casualidades de timing han hecho que el libro coincida con el llamado de Scorsese sobre la pérdida de visión autoral en las grandes producciones, con el estreno de la plataforma de streaming de Disney en la que se avisa del contenido racista de ciertas películas, o con la reciente Joker alcanzando los mil millones recaudados después de los debates sobre su moralidad. Sobre estos y otros asuntos, el libro de Vallín tiene cosas que decir. Sus cuestionamientos son una sugerente aportación al conocimiento cinematográfico en particular y a una crítica de la cultura en general.

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Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).


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