Latinoamérica ha resucitado una estrategia política que parecía haber caído en el anecdotario y el desuso: el golpe de estado. Honduras ahora padece las convulsiones propias de un ataque de esta naturaleza: crisis de legitimidad, mensajes encontrados, tergiversaciones de la ley, una precaria estabilidad y la mirada expectante de la comunidad internacional.
En el Blog de cine, decidimos lanzar una mirada a aquellas películas que retrataron con especial inteligencia, analizaron e ironizaron con desparpajo los mecanismos detrás de un golpe de estado.
– La redacción
Telenovela del dictador
En su ensayo “Al chivo por los cuernos”, Álvaro Uribe hace un decálogo para las jóvenes promesas de la “novela del dictador”, subgénero narrativo de la subdesarrollada Latinoamérica del siglo veinte. El segundo de los mandamientos propuestos por Uribe reza:
…no elijas como protagonista de tu novela a un tirano vivo o que haya vivido de veras. Cualquiera de nuestros caudillos, desde Fidel Castro hasta Porfirio Díaz para tomar dos casos extremos, es o fue capaz simultáneamente de atrocidades y delicadezas tan descabelladas que nadie, cuando tú las relates, te creerá. Es más astuto configurar un dictador ficticio y atribuirle una muestra selectiva de perversiones y ternuras verdaderas que todo el mundo aceptará por creerlas imaginarias.
Aunque tenga su origen en Facundo (1845) de Faustino Domingo Sarmiento, el autoritarismo que la “novela del dictador” ejerce todavía en la escritura latinoamericana es obra de Ramón del Valle-Inclán y su Tirano Banderas (1926), figura tutelar de El Señor Presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias, Maten al león (1969) de Jorge Ibargüengoitia, Yo el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez o La fiesta del chivo (2000) de Mario Vargas Llosa, y profecía tropical del franquismo. Lo anterior, referencia obligada para los politólogos de la literatura, se convirtió en el destino trágico de tal novela: ser la imposición de un extranjero que ve en Latinoamérica un Edén sin la serpiente de la democracia, el árbol de la ciencia política o a la manzana del sufragio.
Siguiendo los pasos de las invasiones de su gobierno desde el siglo XIX, el cine estadounidense decidió intervenir en las tiranías continentales con las “luces de bohemia”, la “cámara lúcida” y la “acción social” de su industria, aun desde la cínica parodia. Seguidora del precepto uribiano, Hollywood ha elegido retratar en sus comedias sobre el tema a dictadores ficticios que hacen de sus “perversiones y ternuras verdaderas” una emocionante cachondería; una toma abierta al carnaval imaginario del poder para después culminar en el acercamiento al tirano que agita a solas una bandera blanca, en señal de redención y rendición de cuentas consigo mismo.
Así ocurre, al menos, con Luna sobre Parador (1988). Inverosímil aunque predecible, abstracta pero reduccionista, la novena película de Paul Mazursky tiene un encanto peculiar que la distingue de dramas intolerables y fallidos como La casa de los espíritus (1993, adaptación de la novela homónima de Isabel Allende sobre la historia de la familia chilena de los Trueba a lo largo de tres generaciones, y que culmina con la dictadura de Augusto Pinochet) y En el tiempo de las mariposas (2001, adaptación de la novela homónima de Julia Álvarez sobre la resistencia de las hermanas Mirabal a la dictadura del dominicano Rafael Leónidas Trujillo). Luna sobre Parador es una broma a la superioridad moral del cine estadounidense con relación a la Historia de los Otros, 96 minutos de jocosas reflexiones a propósito de una común ontología latinoamericana, pero también de la visión de los vecinos: relaciones idílicas de la conquista –amorosa, faltaba más– por parte del Imperio.
Con un reparto conformado por Richard Dreyfuss, Raúl Julia y Sonia Braga, Fernando Rey y Sammy Davis Jr., Luna sobre Parador cuenta la vida y los milagros del mediocre actor Jack Noah (Dreyfuss). De viaje en la pequeña isla de Parador –resultado del cruce de Paraguay con Ecuador– para rodar una película, conoce al déspota Alphonse Simms, de visita en las locaciones y con quien Noah guarda un asombroso parecido físico. Esa misma noche, tras la muerte repentina del borracho, solterón y putañero Simms, Roberto Strausmann (Julia), su secretario, obliga a Noah a interpretar bajo amenaza de muerte el papel de su vida: el mismísimo dictador. Noah acepta a regañadientes, pero después de conocer a Madonna Méndez (Braga), la secreta concubina de Simms; tras confesarle su verdadera identidad y enamorarse el uno del otro, el tirano redivivo comienza a implementar inquietantes reformas de Estado: promueve el ejercicio y una sana dieta alimenticia entre sus súbditos, cambia la música y letra del himno nacional paradoriano (antes un villancico navideño), pone la primera piedra en edificios de interés social, anuncia su enlace con Méndez –que goza, para entonces, de gran popularidad entre los sectores más desprotegidos– y le da voz y voto a la feroz guerrilla comandada por un tal Dante Guzmán, pese a la oposición de Strausmann y la CIA.
Tras años de vivir en el paraíso simulado de su amor, Noah y Méndez traman la “muerte” de Simms en un acto público. Davis Jr. canta las nuevas estrofas del himno con la música de “Bésame mucho” y versos donde comulgan el exotismo de la “poesía negra” y la austeridad protestante del Himno Nacional de Estados Unidos de América.
Al concluir el himno, Noah-Simms es “baleado” por un tirador anónimo, oculto entre la concurrencia –en realidad, el director de la película que condujo a Noah a su periplo isleño. En medio del caos, el falso dictador “moribundo” toma el micrófono y acusa del atentado a Strausmann: “¡Roberto, Roberto! “¡Asesino, asesino!”. Mientras cae de la tarima y es atropellado por la turba, Strausmann, en una anagnórisis digna de un Hamlet caribeño, revela: “¡Es un actor, es un actor!”
El cuerpo de Noah es sustituido en una ambulancia por el yerto de Simms. Alejados del bullicio, a orillas del mar y a la luz de la luna, Noah y su cómplice abordan una avioneta que los llevará a Estados Unidos. En la distancia, Noah contempla a su enlutada Madonna en un vestido blanco, tan entallado que sus lágrimas parecen provenir no de la despedida, sino de una intolerable presión abdominal.
A su regreso, Noah vuelve a la mediocre eternidad en la sala de espera de los castings. Esperando su turno, sigue por televisión los primeros comicios electorales de la isla: Madonna ha sido elegida en las urnas como Presidenta Constitucional de Parador y promete velar el ideario político de Simms. Noah decide abandonar su prueba y sale a caminar dichosamente por las calles neoyorquinas. La democracia había triunfado en un rincón imaginario de América Latina sin haber tenido que llegar a los golpes de estado, los disturbios civiles, las deposiciones o los toques de queda ni agotar un último recurso: la solidaridad bolivariana.
Un cintillo debió haber atravesado el cartel promocional de Luna sobre Parador: “Esto nunca ha sido una dictadura; ésta es dieta blanda.” La frase, magnífico balazo publicitario, es de Pinochet.
– Hernán Bravo Varela
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El regreso de Polinchinella
En su película Z (1969), Costa Gavras aborda la muerte de Gregorio Lambrakis, un político comunista que es asesinado a golpe de garrote por los esbirros de una derecha militar que pronto tomaría el control de Grecia a través de una asonada. Muchos años después del rodaje, el director proyectó su película ante un grupo de universitarios norteamericanos que habían nacido en las postrimerías de la Guerra Fría. Al final de la proyección, Gavras subió al escenario para dialogar con el público y la primera pregunta, además de dejarlo atónito, le reveló una brecha generacional infranqueable. Un muchacho sinceramente consternado le preguntó: “¿Por qué los militares harían algo así?”
Además de ser ingenua, o tal vez por lo mismo, la duda califica de irresoluble. ¿Por qué harían algo así? Para experimentar un desconcierto parecido no es necesario el paso del tiempo, tampoco un precario saber histórico. Basta con haber tenido el privilegio de crecer en un país con sólidas raíces democráticas –como el universitario referido– para no comprender formas más primitivas de gobierno. No hay argumento racional que avale un golpe de estado, no hay palabras que lo justifiquen, es sólo el ruido salvaje que emerge de las metralletas. Debemos aceptar su naturaleza de exabrupto y entender que, metafóricamente hablando, es una regresión psicológica. Las dictaduras son la ley del garrote: el que mató a Lambrakis, pero también el que esgrime Polinchinella en toda comedia del arte, para deleite de su público infantil.
Dos años después del estreno de Z, apareció una película que probablemente no complació al público que llenaba las proyecciones de Gavras, pero que resulta más elocuente para el estudiante norteamericano de hoy. Bananas (1971), cinta cuyo tema es la esencia fársica de toda dictadura, carecía del compromiso y la denuncia política requeridas en la época, aunque no de lucidez. En ella Woody Allen termina convertido en el presidente de la República de San Marcos, un pequeño país bananero que parece divertirse con el sacrifico anual de su líder. En uno de los tantos sketches que constituyen la película, Allen está rodeado por simpatizantes que lo vitorean cuando de repente un tipo llega con un garrote y lo golpea en la nuca. Corte; ese es el final del “chiste”. Resulta un gag oscuro si no tenemos en cuenta el asesinato de Lambrakis; el chiste de Allen es casi una imperdonable parodia. Los dos podrían ser el mismo garrote, ejecutado por las mismas fuerzas reaccionarias, pero en realidad éste último es el garrote de Polinchinella, que en su imberbe prepotencia nos recuerda una época de certidumbres.
El domingo 28 de junio de este año, Latinoamérica despertó con una extraña sensación de déjà vu: el ejército hondureño había depuesto, a golpe de garrote, al presidente de su país. Ignoro si fue causa de mi profundo cinismo, soberana indiferencia o símbolo innegable del paso del tiempo, pero las imágenes que me llegaron a la mente no fueron las de Gavras y su garrote magnicida, tampoco la mítica filmación del bombardeo a la Moneda ni la entrada con tanques de Fidel en la Habana. Ese día, después de ojear rápidamente varios periódicos en internet, entendí por vez primera el desconcierto del joven norteamericano ante Z y recordé los chistes de Bananas. ¿Por qué los militares harían algo así? No lo entenderemos nunca porque, tras el consenso de que la democracia es la clave para la libertad individual, un golpe de estado es como un eructo en medio de un convivio. Y éste es precisamente el mecanismo cómico de Allen: llevar a un campamento de insurrectos armados en medio de la selva las aporías de un joven neoyorquino, la civilización a la barbarie. De esta forma la confección de los uniformes se vuelve crucial, no cualquier sastre puede hacerlos; abastecer de alimentos a la guerrilla es complicado ya que cada uno pide un sándwich particular a un servicio de entrega a domicilio y se torna asqueroso salvarle la vida a un compañero que ha sido picado por una víbora, ya que nadie quiere chupar la pierna de un desconocido. Bananas fue la irreverente parodia de la revolución en una época donde la revolución era posible. Ahora no lo es. Y como bien dijo Marx, la historia trágica, cuando se repite, lo hace en su versión sainete. Hoy Polinchinella regresa a Honduras con la misma gracia de un chiste repetido.
– Guillermo Espinosa Estrada
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).