En toda crónica festivalera que se precie de serlo no pueden faltar alguna o varias de estas indignadas quejas: molestias por problemas en la organización, lamentos encendidos por la floja competencia oficial y, cuando es el caso, gritos destemplados por la inexplicable decisión del jurado de premiar aquellas películas que más disgustaron al escribidor de turno. El pasado Festival de Cannes 2022, que entregó su palmarés el fin de semana pasado en la Riviera francesa, no podía estar exento de estos lugares comunes de la crítica fílmica. Desde este lado del Atlántico leímos las quejas sobre el maltrato a la prensa especializada, la pésima selección de la competencia oficial –la peor del siglo, escribieron varios– y los ofensivos premios que se entregaron.
Ya veremos en su momento, en la medida que mucho del cine presentado en Cannes llegue a nuestro país mediante el Festival de Morelia, las salas de cine y la invaluable plataforma MUBI, qué tan justas resultan ser todas estas lamentaciones. Pero la realidad es que, fuera de la competencia oficial, en las distintas secciones paralelas, uno pudo ver un cine lo suficientemente valioso como para, por lo menos, decir que no todo estuvo tan mal en el festival fílmico más importante del mundo. Quien esto escribe tuvo acceso a una buena cantidad de cintas presentadas fuera de concurso y en las distintas secciones paralelas y, con la pena, haiga sido como haiga sido, la realidad es que no tengo mucho material para la queja.
Por ejemplo, la película ganadora en la sección Una cierta mirada, Les pires (Francia, 2022), ópera prima a cuatro manos de la cineasta egresada de la Sorbona Romane Gueret y de la psicóloga y estudiosa de la actuación Lise Akoka, resultó ser una elaborada pieza metacinematográfica, en la forma y en el fondo.
Les pires está centrada en la filmación de un melodrama social y juvenil, convencional y bienintencionado, en el que vemos los denodados esfuerzos de un serio director belga, Gabriel (Johan Heidenbergh), por lograr actuaciones auténticas y sensibles de su cuarteto de intérpretes juveniles no profesionales: el desmadroso diecisieteañero recién salido del correccional Loïc Pech (Jessy), el intenso chamaquito Timéo Mahaut (Ryan), la hosca preadolescente Mélina Vanderplancke (Maylis) y la “estrella” natural Mallory Wanecques (Lily).
Desde las primeras escenas, cuando vemos una serie de entrevistas llevadas a cabo con los chamacos y chamacas a los que luego, en corte directo, veremos actuar sus respectivos personajes, queda claro que el guion, escrito por las propias directoras debutantes en colaboración con Éléonore Gurrey, juega con nuestras percepciones y expectativas en los terrenos de una capciosa estructura narrativa.
Cual nueva versión de La noche americana (Truffaut, 1973), en Les pires nos encontramos con la filmación de una película dentro de otra película, pero con una vuelta de tuerca más, pues los cuatro intérpretes principales son, en la realidad, jovencitos habitantes de ese lugar, quienes fueron seleccionados en un casting abierto para luego ser entrenados durante tres años para encarnar a unas versiones ficticias de ellos mismos. De esta manera, en este fascinante juego de espejos, estos muchachos y muchachas están dando vida a unos personajes que, se supone, están haciendo una película dentro de una película que es, precisamente, la que estamos viendo. Lo más notable de este juego formal, diríase brechtiano, es que los dilemas personales, morales y existenciales de los personajes se sienten reales y verosímiles.
Al final, uno de los chamacos se muestra alegre y orgulloso porque ha podido demostrar frente a la cámara una emoción que se le había estado escapando. ¿Quién sonríe? ¿El personaje que está actuando, el actor que está interpretando al personaje, el jovencito que está encarnando al actor? Imposible saberlo: Gueret y Akoka nos siguen engañando con la verdad incluso en el desenlace.
Otro tipo de actuación está en el centro de Metronom (Rumania-Francia, 2022), tercer largometraje –aunque primero de ficción– del cineasta rumano Alexandru Belc, quien en los inicios de su carrera fungió como asistente de director de su compatriota Corneliu Porumboiu en Politist, adjectiv (2009), su obra mayor inédita en México. Señalo esta temprana responsabilidad profesional de Belc porque me parece evidente que algo le aprendió a Porumboiu al ver de cerca cómo trabajaba ese cineasta multipremiado en Cannes. Y vaya que sacó provecho de aquel lejano aprendizaje, porque Belc fue nombrado, con toda justicia, como el mejor director en Una cierta mirada, precisamente por Metronom.
El título, por cierto, se refiere a un programa de radio transmitido desde Europa occidental pero escuchado clandestinamente en la Rumania de 1972, supervisada con mano de hierro por Ceaușescu y su policía política. La protagonista es Ana (Mara Bugarin), una jovencita que está a punto de terminar la preparatoria y que acaba de cortar con su novio, quien va a salir del país. Una fiesta adolescente, con alcohol, baile y Jimmy Hendrix incluidos, será la carnada que la policía secreta del régimen estaba esperando para detener a estos rebeldes sin causa que, en una sola noche, tendrán que aprender lo que significa ser adulto en la Rumania de los años 70. No solo hay que confesar culpabilidad por bailar sensualmente “Light my fire”, sino denunciar y escribir los nombres de sus compañeros “antisociales” –que la misma policía ya conoce, por supuesto– y, además, mostrarse arrepentidos por escuchar la nefasta propaganda anticomunista de Metronom.
La escena central de este exasperante y tenso filme procedimental está conectada con una escena similar en la ya mencionada Politis, adjectiv. En esta última cinta –ganadora en Cannes 2009 tanto del Premio del Jurado como del FIPRESCI en Una cierta mirada– un sereno capitán de la policía, encarnado por el gran Vlad Ivanov, acorralaba a un idealista subordinado sin levantar un solo momento la voz, usando la lógica y un diccionario. Ivanov reaparece en Metronom, retomando, si no al mismo personaje, al menos a alguien muy parecido a aquel implacable jefe policial.
Así pues, el tranquilo coronel Biris de Ivanov pide hablar directamente con la terca Ana, quien permanece detenida en los separos porque se ha negado una y otra vez a delatar a sus compañeros. No solo no le ve sentido escribir los nombres de sus amigos –después de todo, la policía los detuvo junto con ella– sino, además, considera que no estaban cometiendo ningún delito. Biris, con seguridad, parsimonia y hasta una suerte de condescendiente amabilidad, se sienta a un lado de Ana para informarle que claro que ha violado la ley, que hay un artículo tal y tal que además le pide leer, que sus amigos ya hablaron y hasta escribieron, que ella tiene un futuro promisorio que no debe poner en peligro por un error de juventud, que sus papás están allá afuera sufriendo por ella, que…
El tono cálido y hasta paternal del coronel Biris de Ivanov se alterna con algunos súbitos instantes de amenazante brusquedad que se sienten más inquietantes porque no duran más que unos cuantos segundos. Ana termina esta larga sesión exhausta, pero no convencida de las razones de Biris. No importa: ya sabemos quién ha ganado esta batalla, aunque en un futuro aún muy lejano sepamos que perderá la guerra.
La mejor película que vi en Cannes 2022 a distancia no estuvo, por cierto, en ninguna sección en competencia. Se trata de Le petit Nicolas: Qu’est-ce qu’on attend pour être heureux? (Francia-Bélgica, 2022),presentada fuera de concurso. El primer largometraje de los especialistas Amandine Fredon y Benjamin Massoubre avanza en dos líneas paralelas metanarrativas. Por un lado, la creación del Pequeño Nicolás del título original, un personaje dibujado siempre como un niño de pantaloncillos azules, camisa blanca y chaleco rojo, único hijo de una bien avenida pareja clasemediera, que estudia la primaria en alguna escuela parisina y que tiene como amiguitos a media docena de inquietos chamaquitos peleoneros. El personaje, diseñado por el dibujante Jean-Jacques Sempé (1932-) y cuyas aventuras fueron imaginadas por el argumentista René Goscinny (1926-1977), fue creado en 1955 y empezó a aparecer en forma de tira cómica en la revista belga Le Moustique.
Después de ser testigos del origen de Nicolás, vemos media docena de aventuras del niño, al mismo tiempo que el personaje interactúa con sus dos creadores, con el siempre bonachón René y el más reservado Jean-Jacques. Muy pronto resulta obvio que la feliz infancia de Nicolás, dibujada por Jean-Jacques e imaginada por René, es el reflejo deseado de las vidas que no tuvieron sus dos creadores. El primero, porque tuvo una infancia infeliz –mamá distante, papá alcohólico–; el segundo, porque vivió toda su infancia y adolescencia fuera de Francia, nunca se sintió en casa en ningún lado y su origen judío hizo imposible que regresara a su país natal durante la Segunda Guerra.
Las biografías de Jean-Jacques y René, más la reflexión sobre los orígenes de la propia creación artística, alternadas con las divertidas aventuras de Nicolás, son mostradas a través de una luminosa animación en dos dimensiones, en un estilo que asemeja a las acuarelas o a la animación creada en tinta china. Escenarios y personajes van apareciendo en pantalla, a veces desde los márgenes del encuadre, mal dibujados y en blanco y negro, hasta llegar al centro ya transformados en criaturas bien delineadas y a todo color. El sentido de este juego formal es claro: lo que vemos es la imaginación desbordada de Jean-Jacques y René trabajando frente a nuestros ojos, creando personajes, escenarios e historias.
Le petit Nicolas es, de lejos, la mejor cinta animada que he visto en el año y debería ganar algún reconocimiento en el festival de cine animado de Annecy, que está a punto de iniciar en unos días. Otro resultado sería inaceptable, una injusticia, un insulto, una señal de la decadencia de los festivales de cine y de sus organizadores. ¿Ya ve? No pude resistir quejarme, y eso que Annecy 2022 todavía ni empieza.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.