¿Habrá un cineasta en activo más anticlerical que Marco Bellocchio? Pregunta retórica: no, no lo hay. Por supuesto, en la historia del cine anticlerical o francamente blasfemo saltan a la mente, a bote pronto, la irrepetible Los demonios (1971), de Ken Russell, o buena parte de la obra de Luis Buñuel. Pero en el primer caso estamos ante una película demasiado comprometida a escandalizar como para dar en el blanco preciso entre tantos excesos, mientras que con el cine de Buñuel, sus provocaciones y blasfemias no dejaban de tener un cierto grado de complicidad juguetona. Solo quien conoce los dogmas católicos puede burlarle de ellos con tanto ingenio y con tanta gracia. Además, si alguien es realmente creyente, ¿puede enojarse de verdad con el cineasta que dirigió Nazarín(1958), acaso la más emotiva parábola fílmica cristiana que se haya realizado jamás?
Si de anticlericalismo radical se trata, habría que remitirnos a nuestro clásico nacional, Alejandro Galindo, y su obra maestra Doña Perfecta (1950), basada en la novela homónima de Benito Pérez Galdós y ambientada en el México de la República restaurada, cuando un joven ingeniero liberal llega a un pequeño pueblo del interior del país para enfrentarse a las fuerzas vivas más mochas y reaccionarias en la historia del cine mexicano. Es cierto que la Iglesia como tal no aparece en el filme, pero sí las consecuencias de su asfixiante e inapelable poder social y cultural, más allá de las leyes de Reforma. Hay en ese filme de Galindo una creciente exasperación apenas reprimida por los alcances de ese omnímodo poder eclesiástico que aplasta todo, empezando por las vidas humanas. Más bien, especialmente a las vidas humanas.
Este sentido de indignada exasperación permea a lo largo de El secuestro del papa (Italia-Francia-Alemania, 2023), vigésimo noveno largometraje de Marco Bellocchio (1939), una apasionada y encabronante filípica anticlerical que se estrenó en México el fin de semana pasado. Presentado en Cannes 2023 y ganador del premio a mejor guion en Valladolid 2023, el más reciente filme de Bellocchio –que debería llamarse, en realidad, El papa secuestrador– nos muestra al octogenario cineasta de vuelta a sus orígenes, a los de su energética ópera prima Con el puño en los bolsillos (1965), aquella “epiléptica” denuncia sobre los vicios de la familia tradicional italiana, una cinta que desató la ira de la iglesia católica, de funcionarios gubernamentales y hasta de 41 diputados democratacristianos que propusieron ante el Parlamento la prohibición de la película.
Bellocchio nunca ha sido tímido ni en su cine ni en sus posiciones ideológicas. Desde ese escandaloso debut, ha dicho una y otra vez que su vasta obra –29 largometrajes, más una veintena de cortos y un puñado de series de televisión– puede entenderse como una reacción natural, casi alérgica, ante la crianza que vivió y sufrió. Proveniente de una familia provinciana de clase media de Piacenza, muy cerca de Milán, Bellocchio creció en un entorno católico, tradicional y pequeñoburgués. Sus padres –él, abogado; ella, maestra de escuela– lo mandaron a internados católicos durante toda su infancia. Fue hasta la juventud, cuando estudió filosofía en la Universidad Católica de Milán, cuando Bellocchio entró en contacto con un mundo nuevo y diferente, que lo llevó a matricularse en el Centro Experimental de Cine de Roma en 1960 para luego continuar sus estudios en Londres, de donde regresó para convertirse, al lado de Bernardo Bertolucci, en la punta de lanza del cine italiano más políticamente combativo de los años 60 y 70.
El secuestro del papa es una vuelta a esas raíces de las que nunca ha estado muy alejado, aunque en esta ocasión su indignación anticlerical está envuelta en un tono estéticamente mucho más mesurado, con un impecable control en su cuidada puesta en imágenes que solo se permite el exceso a través de la operática música dramática de Fabio Massimo Capogrosso. El guion, escrito por el propio Bellocchio en colaboración con Susanna Nicchiarelli, está basado en un caso real, que sucedió en Italia en la segunda mitad del siglo XIX.
Estamos en Bolonia, en 1858, cuando la ciudad formaba parte de los Estados Pontificios y el Santo Padre era no solo el líder de la Iglesia sino, de hecho, el monarca en funciones. El 24 de junio de ese año, la policía toca la puerta de la familia Mortara, formada por los padres Salomone (Fausto Russo Alesi) y Marianna (Barbara Ronchi) y sus nueve hijos. Los Mortara son “hebreos” que viven y practican su judaísmo con cierto nivel de tolerancia por parte del papado, aunque esta aceptación tiene sus límites: seis años atrás, cuando el sexto hijo de los Mortara, Edgardo (Enea Sala), era apenas un bebé, fue bautizado a escondidas por una criada, así que el chamaco es, quieran o no sus padres judíos, un cristiano, por lo que el juez y los policías han llegado ahí para recoger al niño y educarlo como lo que ya es para toda la eternidad: un católico. Edgardo es enviado a un muy estricto internado (¿cómo en los que se educó Bellocchio?) en el que otros niños judíos igual que él, bautizados a escondidas o convertidos bajo amenazas y presiones, son educados concienzudamente en el rito católico. Otro chamaco le dice las reglas el primer día a Edgardo: “apréndete todo de memoria y repítelo bien; así dejan de molestarle”. Edgardo es un buen niño, bien portado, que quiere regresar con sus papás, así que se da a la tarea de no dar problemas y ser el mejor estudiante del grupo, a tal grado que en cierta visita del papa Pío IX (Paolo Pieroboni, perfectamente detestable) es el único chamaco que define correctamente qué es un dogma de fe. Edgardo está destinado, pues, no solo a ser un buen católico, sino a ser el mejor católico posible.
La elegancia formal de la puesta en imágenes –fotografía funcional de Francesco Di Giacomo, intachable diseño de producción de Andrea Castorina– es abruptamente interrumpida y hasta conscientemente saboteada por ciertos episodios que buscan desbalancear la narración y, por supuesto, a los propios espectadores: esas caricaturas de Pío IX que cobran vida ante sus indignados ojos, esa horrenda pesadilla vengadora en la que el papa sueña que va a ser circuncidado como si se tratara de un judío más o ese episodio en el que Edgardo ve cómo Jesucristo baja de la cruz, cual regocijante homenaje buñueliano.
La historia del secuestro de Edgardo Mortara es bastante conocida entre los especialistas de las relaciones de la iglesia católica con la población ítalo-judía de la época y, en su momento, llegó a ser una pieza de escándalo internacional, pues la lucha de los Mortara para recuperar a su hijo llegó a todos los periódicos europeos e incluso americanos. De hecho, el destino de Edgardo llamó la atención, hace algunos años, de Steven Spielberg, quien pensó en hacer una película, pero desistió por no haber encontrado al protagonista adecuado, un niño actor de siete años que debe estar en el centro del encuadre durante buena parte del filme. Bellocchio no tuvo este problema, pues el chamaco Enea Sala está perfecto en el papel de ese pobre niño secuestrado y perpetuamente confundido: un auténtico milagro de casting. En una de esas, Bellocchio rezó para encontrarlo. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.