The Clock

The Clock es, cuando menos, dos cosas. Una película y un reloj de pared.
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El procedimiento de The Clock (2010) de Christian Marclay no es necesariamente novedoso. El centón, obra compuesta de versos o sentencias ajenas, ha sido practicado desde hace siglos. Manoel de Faria e Sousa (1590-1649), el loco poeta portugués que ejecutó todos los artificios imaginables y algunos inimaginables, intentó, por ejemplo, una larga égloga –26 estancias– elaborada tan sólo de versos extraídos de Garcilaso. Ésta es la estancia sexta (la columna de la derecha indica la procedencia de cada verso):

 

El poema de Faria e Sousa tiene la notable desventaja de ser casi ilegible. Y los centones, en general, fueron mal vistos cuando menos hasta la década del setenta en el siglo pasado. Entonces sucedió la música disco, con djs como Francis Grasso –inventor del beatmatching (o sea, la mezcla sin fisuras de dos discos que suenan en dos tornamesas)–, y su hijo el hip-hop, con djs como Grandmaster Flash –inventor del quick-mix–, y su hijo el sampleo y su hijo el cut-and-paste. En 1996 apareció Entroducing… de DJ Shadow, que fue, hasta donde se sabe, el primer disco completamente elaborado con sampleos o sentencias de otros discos. 

La técnica en cine también tiene sus añitos. El ejemplo más divertido sigue siendo Cliente muerto no paga (Dead men don’t wear plaid, 1982) de Carl Reiner, donde Steve Martin, gracias a una edición fenomenal, se las arregla para interactuar con Humphrey Bogart, Barbara Stanwick, James Cagney, Cary Grant… Acá, por ejemplo, con Kirk Douglas con una escena extraída de The Killers (1946) de Robert Siodmak:

 

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La virtud de The Clock no radica entonces en lo insólito de su procedimiento sino en su alucinante, su descabellada ejecución y su paciencia. Durante 24 horas, que es la duración de la película, vemos miles, miles de recortes de películas de todos los tiempos y todas las procedencias; cada uno de esos recortes se refiere a un minuto del día o, de alguna forma, al paso del tiempo (por ejemplo: a las 13 horas con 14 minutos y medio de película, Orson Welles habla de los suizos y su invención: el cucú); a cada uno de los minutos del día corresponde, cuando menos, un recorte; y el paso del tiempo equivale exactamente al momento del día en que uno ve The Clock. Transcribiré unas cuantas notas tomadas en el momento. Yo entré a verla a la una de la tarde –por lo tanto, la función llevaba 13 horas de iniciada. A las 13 horas con 12 minutos, Johnny Depp siente la presión de los relojes y de un asesinato pendiente en Contra el reloj (Nick of Time, 1994, de John Badham):

A las 13 horas con 14 minutos y 30 segundos Orson Welles comienza su parlamento sobre los relojes suizos en El tercer hombre (The Third Man, 1949) de Carol Reed:

 

 

A las 13:14:56 Donald Sutherland le pregunta a Aidan Queen la hora en The Assignment (Christian Duguay, 1997) y a las 13:15, precisamente, Aidan Queen le responde:

 

A esa pregunta, como para confirmar su veracidad, sigue esta de Jason Schwarztman en Rushmore de Wes Anderson (1998):

 

Y unos segundos después, cuando ya es la una de la tarde y 16 minutos, Sean Penn trata de empeñarle su reloj a Billy Bob Thornton en Camino sin retorno (U Turn, 1997) de Oliver Stone. Cuando se lo entrega alcanzamos a ver la hora:

 

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The Clock es, cuando menos, dos cosas. Una película: como tal, narra la historia de un día –cualquier día o acaso todos los días– en todas las partes del mundo; las microscópicas vidas de todos sus habitantes, que sin saberlo se hablan o se comentan o se niegan –en Arizona Danny Aiello ve el reloj y marca un número telefónico: en París, veinte años antes, Jane Birkin no contesta porque se le hace tardísimo–; el avance de las horas: la llegada del amanecer sobre los hombres, el trajín de la mañana, el hambre que a todos nos sucede a eso del mediodía, la tarde odiosa en el frío o en el calor de la oficina, la noche con su promesa de sexo, la madrugada con su promesa de vida y de peligro. The Clock, la película, es una obra maestra de ritmo y edición, de uso de la música y de mezcla sonora. (No es absolutamente nada casual que Christian Marclay sea, entre otras cosas, dj.)

The Clock es también un reloj de pared. Como tal, es el ejercicio de una mente prodigiosa pero inútil, disparatada y tal vez incapaz de pensar –es decir: de abstraerse. Es el proyecto extraordinario e insensato de un Funes el Memorioso de la vida real. Como se recordará, el protagonista de ese cuento de JL Borges propone un “sistema” de numeración en el que a cada número corresponde un nombre, hasta el infinito. Así, el número 7,013 en ese sistema se llama (por ejemplo) Máximo Pérez; el 7,014, El Ferrocarril; el 500 se llama, ¿curiosamente?, Nueve. Al momento en que lo conocemos, Funes le ha puesto nombre a 24,000 números. Por supuesto, eso es lo contrario de un sistema numérico. Decir 365 es decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades. Similarmente, Christian Marclay ha dotado a cada uno de los 1440 minutos del día de una o varias imágenes, como los nombres de Funes, y su reloj no es “circular” como los relojes sistemáticos del mundo porque la hora del día resumida en los números 13:14:30 no es la suma de 13 horas, 14 minutos, 30 segundos sino Orson Welles en El tercer hombre –un momento del día que Funes podría haber llamado Cucú o Viena o ¿curiosamente? Medianoche. Es un reloj interminable, sin sentido, en el fondo del cual hay un principio de locura.

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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