Lost: A diez años de su estreno y cuatro de su deprimente punto final, el odio se ha transformado en ignominia. Nadie la recuerda. Lo que en dos o tres temporadas se perfilaba como un clásico, híbrido de melodrama y compleja ciencia ficción, terminó en un revoltijo insulso de viajes en el tiempo y parábolas teológicas. Después de “echar seis años de mi vida a la basura” (frase favorita de los fanáticos heridos), daba ganas de no volver a empuñar un control remoto. Damon Lindelof, Carlton Cuse y J.J. Abrams fueron para la televisión lo que Fleming para las bacterias: Lost no significó el banderazo de salida para una nueva era sino que rebanó de tajo todas las historias que se le asemejaban. ¿Heroes? ¿V? ¿Jericho? Vámonos. A la basura. El espectador decidió no volver a invertir su tiempo en acertijos. ¿Y para qué, si al final las respuestas iban a ser tan burras? No culpo a quienes corrieron del otro lado del espectro, a series enfocadas en la paciente observación de personajes, donde no hay enigma que dure más de una temporada, como Breaking Bad, Mad Men o hasta Game of Thrones. La era de la narrativa anclada al misterio se quedó en el limbo junto a Jack y el resto de sus cuates.
No había pensado en ella desde que vi el último capítulo: como el resto del auditorio, me sentí traicionado y archivé todo recuerdo de la estafa. Guardé los DVD en un cajón y jamás volví a tocar el tema. Un par de artículos en internet me refrescaron la memoria; decidí que era hora de volver a darle una oportunidad a unos capítulos. ¿Hemos sido injustos con Lost?
Vi “Flashes Before Your Eyes” (¿el primer capítulo en el que Desmond viaja en el tiempo?), “Through the Looking Glass Pt. II”, “Because you Left” y el tan celebrado “The Constant”, uno de los pocos episodios que pueden gozarse sin saber prácticamente nada del resto de la serie. Primero lo primero: qué lujo poder ver Lost sabiendo que acaba pésimo; qué delicia verla sin preguntas, sin dudas ni ansiedad, como leer los correos más álgidos de un romance a punto de descarrilarse. Disfrutas las minucias que antes no tenías tiempo de aislar y comprender, te enternece la desesperación, las patadas de ahogado, el intento por desembrozar el nudo. Así veo a Lost ahora: como un amante histérico que no sabe cómo mantenernos dentro de la casa. Promete lo que nunca cumplirá. En vez de cenas en restaurantes nouvelle cuisine, regalos descomunales, masajes en pareja, Lindelof nos da viajes en el tiempo, triángulos románticos a diestra y siniestra, el bien todopoderoso imponiéndose al mal más macabro y hasta un final en el que no hay quien quede solo. Después de que no supo cómo llevar a buen puerto ese genial giro de tuerca que revela la segunda parte de “Through the Looking Glass”, el cerebro detrás de Lost mete la pata una y otra vez, pero no por descuido o displicencia sino por un afán amateur de echar toda la carne al asador. Estoy seguro de que Damon Lindelof era de esos terroristas de San Valentín que tapizan el automóvil de la novia con un millón de post-its. Pobre.
El tiempo no ha sido benévolo con el ritmo y el estilo de la serie. Lost padece la cámara temblorosa que estaba tan en boga a principios de este siglo, cuando Paul Greengrass era Dios Padre y la tijera con ADD desplazó a la edición contemplativa, con tomas que inhalan y exhalan, permitiendo que el espectador se halle en el cuadro y observe los elementos que lo componen. Cuando Lost se estrenó, no existía Twitter y quizá tampoco la tradición del recap. La serie se inclina al frenesí más que a la paciencia. En casi cuatro horas di con solo dos encuadres o montajes verdaderamente ingeniosos: en “Flashes Before Your Eyes”, Desmond se desmaya cuando viaja en el tiempo, víctima de la radiación producida por la famosa escotilla. Cuando despierta se encuentra en el departamento que años antes compartía con Penny.
El corte es entretenido y malaleche: Desmond tumbado en el suelo, con el rostro cubierto de sangre. Medio minuto después, tras un par de planos de establecimiento, nos tranquiliza entender que la sangre es pintura roja y que Desmond resbaló mientras le cambiaba el color a los muros de su nueva casa. “The Constant” (el mejor capítulo junto a “The Brig” y “Walkabout”) tiene otra toma interesante, tan corta como un parpadeo: después de escuchar el rechazo de Penny por teléfono, Desmond se hinca en una cabina telefónica y la cámara lo observa, extraviado al centro, casi engullido por la lluvia que azota el cristal de la cabina.
Y ya. No hay más. El resto no se desliza ni se mueve, más bien agita el televisor por miedo a dormirnos; perdernos.
Sin embargo, es innegable que la serie tiene aristas rescatables. Henry Ian Cusick (Desmond), Terry O´Quinn (Locke), Matthew Fox (Jack) y Josh Holloway (Sawyer) son actores lo suficientemente hábiles como para darle matices a los personajes que interpretan, aun cuando la cámara y la edición insisten en negárselos. Tildar a Lost de melodrama, de forma peyorativa, también me parece insostenible. Como guionista, Lindelof no conoce el silencio y la calma (imagino todas sus frases en mayúsculas: TE AMO, PENNY!!! YO TE AMO A TI, DESMOND!!!!), pero Lost no brilla en la sutileza sino en la obviedad. “The Constant” es algo inédito en la televisión: el primer capítulo de una telenovela donde hay viajes en el tiempo. ¿Formar parte del género melodramático le resta fuerza? En absoluto. El final de ese episodio me hizo lagrimear en 2007 y en 2014.
¿Se vale juzgar a una serie en función de su última nota? Si The Sopranos hubiera acabado con Tony entrando a Harvard para estudiar filosofía, ¿la historia sería menos notable? Me parece que seguimos viendo a la televisión como una hermana del cine: narrativas cuyo éxito cuelga de un cierre elegante, limpio o solvente (pregunta al margen: ¿hay alguna gran película que tenga un final tan malo como el deLost?). Deberíamos abordar las series como grandes novelas, con la misma indulgencia. ¿Qué importa que los últimos capítulos, o incluso la última temporada, se queden cortos si el resto de la serie nos gustó genuinamente? Pocas preocupaciones más imbéciles como las que desató el final de Breaking Bad, como si la reputación de la obra de Vince Gilligan dependiese de esos últimos pasos. El desenlace de Lost ¿borra la actuación de Cusick, la música de Michael Giacchino, el ingenioso pasado de Locke y Sawyer, la enredada, idiota y ahora simpática mitología de la isla? Yo creo que no. Pero la decisión, como siempre, la tiene el resto de la audiencia.