En Il divo (Paolo Sorrentino, 2008) el fondo es forma. El antiácido burbujeante como transición cinematográfica. La fotografía simétrica –renacentista– al servicio del poder, la mafia y la corrupción. Aquel sordo ulular de ventiladores que nos avisa la llegada de un gran personaje: Giulio Andreotti, el mítico ex Primer Ministro italiano; la mano que alguna vez meció todas las cunas, reelegido siete veces en periodos interrumpidos desde 1972 hasta 1992 (y que ahora, con sus más de 90 años, aún escribe artículos periodísticos en el diario italiano Corriere della Sera). Sorprende el espléndido soundtrack –que va desde Vivaldi al dúo electrónico francés Cassius, pasando por la espantosa canción “Da, Da, Da”, que al final de la película se convierte en un elegante acompañamiento irónico–, pero sobre todo el lenguaje que Sorrentino es capaz de crear a través de éste. El ritmo visual que logra emparentar perfectamente con el tema. No se trata de contar la historia de un hombre que tuvo el poder absoluto; Sorrentino quizo contar lo que ese poder absoluto le hizo al hombre. El poder, esa pulsión que mueve al mundo (quizás antes que el sexo) siempre en claroscuro, un círculo rojo habitado por personajes complejos a los que se nos antoja fácil juzgar. Sorrentino se hace magistralmente a un lado y se rehúsa a denunciar. En su lugar, saborea su obra como quien tarda años en pintar los detalles de un óleo, cuenta la anécdota a través de la poca luz que deja pasar el daguerrotipo de UN personaje tridimensional, inasible.
Il divo centra el relato en los últimos años en el poder de Andreotti, cuando se le implica en el asesinato de un periodista que publicó sus enjuagues con la mafia. Era en realidad un secreto a voces y a pesar de que fue a juicio en repetidas veces, Andreotti logró evitar la cárcel por medios legales. Apodado por las revistas como “Belcebú” o el “Príncipe de las Tinieblas”, Andreotti era ya un personaje interesante en la vida real, que con la mano en la cintura declaraba frases lapidarias como “el poder es una enfermedad de la que nadie quiere curarse”o “no creo en la casualidad, creo en la voluntad divina”. Il divo clava la uña en la historia de la mafia, en realidad de todas las mafias: desde aquella que se indulta desde las oficinas de los gobiernos hasta esa que nadie confiesa desde el seno del Vaticano. Por eso, llevarlo a la pantalla como una simple historia épica (de crecimiento y caída, como acostumbra Hollywood) era lo predecible pero también la peor opción. Sorrentino encuentra un lenguaje visual que permite al público espacio para interpretar: nadie en la película está “contando la película”. En momentos es confusa; al poco rato uno ya no sabe quién mato a quién. Lo extraordinario es que el director, que también es el guionista de la película, utiliza esa nébula a su favor y el espectador termina por olvidar la búsqueda del simplón “whodunit” (del inglés “quién lo hizo”) para encontrar un significado profundo sobre la asesina naturaleza humana.
Merecedora del Premio del Jurado en Cannes en 2008, también estuvo nominada a Mejor Maquillaje en los pasados Premios de la Academia por la dulce y aterradora marioneta en que los artistas de maquillaje convirtieron al actor Toni Servillo (que antes vimos en Gomorra, Matteo Garrone, 2008). La interpretación es difícil pues el personaje sigue vivo y presente en la psique de toda la clase política italiana, incluyendo al actual Primer Ministro, Silvio Berlusconi. Es un biopic, sí, pero no al estilo hollywoodense: cuánto se agradece a Sorrentino que no haya recurrido a la gastada épica sobre el admirable mafioso; aquel self-made man que realiza el sueño americano –que se reduce a ser millonario, claro. Guilio Andreotti es un hombre culto, lleno de tics, que cuando está preocupado da vueltas por los corredores de su casa hasta enfermar, al que su secretaria recuerda constantemente que “no se encorve”; adorable por una fragilidad escondida y un pequeño demonio que se cree su propia justificación del funcionario corrupto: actuamos así porque “necesitamos restablecer la verdad”.
– Ira Franco