En una escena clave de la regocijante sátira política Escándalo en la Casa Blanca (Wag the dog, E.U., 1997), dirigida por Barry Levinson, el egocéntrico productor hollywoodense Stanley Motts (Dustin Hoffman, nominado al Oscar 1998 por este trabajo) y el siempre tranquilo manejador de crisis políticas Conrad Brean (Robert De Niro) discuten la mejor manera de distraer a los votantes estadounidenses de cierto escándalo sexual en el que se ha involucrado un clintoniano presidente. Las elecciones están cercanas y el habitante de la Casa Blanca no puede permitirse perderlas así que, ¿cómo ganarlas en medio de tal escándalo? ¿Con mejores propuestas políticas? ¿Con una gira en la que ofrezca disculpas al electorado mientras piensa en la mejor manera para aliviar los problemas que tiene el ciudadano de a pie? ¿Con algún audaz plan nacional de emergencia económica que coloque a sus adversarios políticos a la defensiva? Nah: nada de eso. Para distraer de un gran escándalo, lo mejor es crear otro mayor. Y si ese otro es una guerra con un país que nadie conoce –digamos, Albania–, mucho mejor (“–¿Por qué Albania? “–¿Por qué no?” “–¿Qué nos han hecho los albaneses? “–Nada, nadie sabe nada de ellos. Son misteriosos. Traicioneros”).
Más allá de los ingeniosos diálogos –que les valieron una nominación al Óscar en 1998 a Hilary Henkin y al especialista David Mamet– y del espléndido rapport entre los dos veteranos actores, disfrutando de sus mefistofélicos papeles, lo que queda claro a lo largo de esta hilarante comedia política-conspirativa es que a los dos personajes protagónicos no les podría interesar menos el acto de votar. De hecho, ni siquiera votan. No le ven sentido a perder media mañana haciendo fila para marcar una papeleta. Se trata de un rito inútil y ridículo que solo pueden creer valioso esos mismos incautos que ellos manipulan. Motts y Brean necesitan votantes, por supuesto, pero desprecian lo que significa votar.
Esta premonitoria comedia hollywoodense –realizada dos décadas antes de que se acuñaran términos tan conocidos como “fake-news”, la “posverdad” o nuestra muy mexicana “caja china” (cf. La dictadura perfecta, México, 2014)– propone que, para citar al machacón clásico reciente, existe “una mafia del poder” que, entre las sombras, es la que realmente gobierna. Los ciudadanos comunes y corrientes, usted y yo, estamos inermes ante las maquinaciones de los poderosos que ni siquiera votan porque saben que el verdadero poder está en otro lado, no en una urna electoral.
Dos recientes documentales estrenados en Netflix hace unas semanas extienden esta deprimente idea desmovilizadora, y no precisamente desde la comedia, sino desde la más acuciosa investigación. The Family (E.U., 2018), teleserie documental de cinco episodios producida por Netflix y dirigida por Jesse Moss, basada en un par de libros del periodista Jeff Sharlet, propone que uno de los más sólidos poderes detrás del trono de la oficina Oval de la Casa Blanca es una organización sin nombre oficial –a veces llamada “la familia”, a veces “la fraternidad”– fundada por el inmigrante noruego Abraham Vereide en 1935 y engrandecida por un discreto tipo llamado Doug Coe, quien desde 1953, en la administración Eisenhower, organiza cada febrero un “desayuno de oración nacional” al que asisten el Presidente de la República, senadores y representantes republicanos y demócratas, además de líderes políticos de todo el mundo.
¿Qué tiene de malo, dirá usted, que un grupo de creyentes –que, da la casualidad, también son políticos– se reúnan a rezar una vez al año? En sentido estricto, nada. En la realidad, apenas escondida tras las oraciones y los beatíficos llamados a la supremacía de Jesús (el lema es “Jesus plus nothing”), se encuentra una poderosa organización evangélica que empuja de manera tan experta como discreta sus intereses económicos y políticos, lo que no sería nada reprochable si no fuera porque esos mismos intereses poco tienen que ver con la democracia estadounidense –no les importa acercarse a dictadores o tiranos de la peor especie, sean Muamar Gadafi o el homofóbico presidente de Uganda, Yoweri Museveni– y, ni se diga, con los propios valores del cristianismo, pues para los miembros de “la familia” Jesús no vino a la tierra por los mansos de espíritu, por los pobres, por los humildes, sino por los ricos y los poderosos. De hecho, queda claro –según el periodista Jeff Sharlett, que alguna vez formó parte de la organización– que los miembros de “la fraternidad” no son grandes lectores de la Biblia. En el mejor de los casos, leen algunos pasajes del Nuevo Testamento y los interpretan de tal modo que, digamos, Donald Trump es, para ellos, un perfecto seguidor de Jesús. Y está escrito.
A lo largo de la serie documental, Sharlett –quien aparece continuamente cual Virgilio, guiándonos por los oscuros meandros del poder político/religioso– repite que el peligro que representa para la democracia estadounidense la susodicha “familia” no es la rampante hipocresía de los miembros de la organización, sino la influencia verdadera, concreta y real que tienen en la Casa Blanca –con un presidente como Donald Trump, genuinamente popular entre los evangélicos– y en el Congreso estadounidense, pues innumerables representantes y senadores (y algún gobernador) le deben su puesto a los dineros y contactos de la “fraternidad”, no a sus votantes.
Nada es privado (The great hack, E.U., 2019), largometraje documental presentado en Sundance 2019 y adquirido por Netflix para su exhibición global, cuenta una historia similar, aunque su conclusión es un poco menos pesimista. Lo que proponen los realizadores Karim Amer y Jehane Noujaim –sobre un guion escrito por el propio Amer en colaboración con Erin Barnett y Pedro Kos– es una versión muy seria y muy solemne de la comedia satírica Escándalo en la Casa Blanca. En pocas palabras, que nuestras opiniones e ideas no son, en realidad, nuestras, sino que fueron creadas y alimentadas a través de la manipulación constante en las redes sociales.
El negocio de hoy somos nosotros, quienes nos hemos convertido en productos para todo aquel que quiera comprarnos, sea una compañía que desea saber qué tipo de desodorante nos interesa, sea un partido político que quiere inyectar en nosotros lo mismo la esperanza que el resentimiento, sea un movimiento informe –digamos, el confuso liderazgo del Brexit– que puede llegar a crear cualquier realidad que encaje con nuestros propios prejuicios. La compañía responsable de este valiente nuevo mundo es, por supuesto, la tristemente célebre Cambridge Analytica (CA), a la que se le puede achacar –o por lo menos eso es lo que propone Nada es privado– tanto la decisión de los votantes británicos de sacar a la Gran Bretaña de la Unión Europa como la insólita elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos.
Por supuesto, el asunto no es tan simple. No es que los creadores de CA, frente al monitor de su computadora, hayan decidido, por sí mismos, el destino del Reino Unido y de la Unión Americana. Pero sí confeccionaron las armas tecnológicas y la estrategia mediática para que los votantes indecisos de cada país –un porcentaje pequeño pero significativo– e, incluso, la población que no acostumbraba participar, se decidiera a hacerlo, por la posición que CA había decidido. El resultado ya lo sabemos: el caos del Brexit sigue irresoluble y Trump despacha, muy quitado de la pena, en la Casa Blanca.
El dato más inquietante que nos entrega Nada es privado es el hecho de que, a través de nuestras interacciones en las redes sociales, de nuestras lecturas cotidianas, de nuestras compras, de los videos de gatitos y perritos que vemos, dejamos tras de nosotros datos que retratan quiénes somos, qué nos gusta, a qué le tememos, qué nos apasiona, qué nos molesta. Somos transparentes para aquellos que, al otro lado de la computadora, pueden monitorear qué compramos, qué leemos, qué comentamos, qué pensamos. Stanley Motts y Conrad Brean no habrían podido soñar vivir en un mundo mejor… para ellos.
Pero ya anoté antes que Nada es privado propone que sí hay una solución. El héroe de la película, David Carroll, profesor asociado en medios y tecnología digital, es uno de los responsables del derrumbe de CA al demandar a la compañía por el manejo de su información. La titánica tarea de Carroll fue, en realidad, muy sencilla: trasladar las responsabilidades ciudadanas al universo del ciberespacio. Si en la vida real puedo ser responsable, estar pendiente de los míos y de mí mismo, ¿por qué no tendría que hacerlo cuando entro a internet, cuando bajo una aplicación en mi teléfono, cuando entro a Facebook o a Instagram a subir una foto de lo que estoy comiendo y con quién lo hago?
A final de cuentas, tanto The Family como Nada es privado nos presentan un cuadro muy parecido: es cierto que el poder económico y mediático está en otras partes, que hay quienes tienen acceso a los pasillos de la Casa Blanca, que existen quienes pueden decidir qué noticia vas a leer en tus redes sociales. Pero dentro de los mismos documentales se presenta igualmente la vacuna: hay que leer más y de otras fuentes, hay que platicar con otros que no sean las mismas personas de tu círculo más cercano, hay que ser escéptico de todo lo que leamos y veamos, hay que constatar la información en más de una fuente… Hay que ser, pues, un auténtico ciudadano. Es una tarea apremiante y, al mismo tiempo, es la misma tarea de siempre.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.