“Por el amor de Dios”, dice una voz en off, mientras un cráneo humano incrustado de diamantes gira sobre un eje invisible. La voz es de Robert Hughes, el crítico de arte más potente de las últimas décadas. El cráneo es una obra famosa, la más cara jamás realizada, del artista contemporáneo Damien Hirst. Por el amor de Dios es el nombre de la pieza, pero Hughes lo convierte en una frase exclamativa. El cráneo –acaba de decir– es un emblema de aquello en lo que se ha convertido el arte. Por culpa de un fenómeno que se dispone a explicar, hoy en día la Mona Lisa y la “burbuja brillante” tienen mucho en común.
El crítico Robert Hughes murió el pasado 6 de agosto a la edad de 74 años. La escena descrita arriba pertenece a La maldición de la Mona Lisa, un documental de 2008 dirigido por Mandy Chang –pero, por lo demás, creación de Hughes– en el que describe la mutación de la pieza de arte en instrumento de inversión. Una de las sentencias más recurrentes en la obra de Hughes es que la fama siempre termina por envenenar al arte. Para probar el punto de una vez por todas, el crítico recuerda el año trágico en el que la pintura de Da Vinci viajó de París a Nueva York y fue recibida por los medios “como una estrella de cine”. Fue en 1962, durante el esplendor de los Kennedy, cuando el lienzo colocado al lado de Jackie convirtió a la florentina enigmática en una celebridad a la altura de la primera dama. En esos años, Hughes vivía en Europa, y el documental muestra un fragmento de uno de sus programas de entonces, en donde afirma que los Kennedy lograron convertir la pintura en una pantalla de televisión del siglo XV, frente a la cual desfiló un millón y medio de estadounidenses. Conformes con “escanear” la imagen, lo importante para ellos no era verla sino decir que la habían visto. Una de sus pinturas más admiradas –remata el Hughes del presente– le trajo una visión “pesadillesca” del futuro del arte: “Manadas de bebedores pasivos de arte, formados para ser tratados con dosis terapéuticas de cultura.”
Para aquel no familiarizado con la obra de Robert Hughes –casi una veintena libros, series de televisión y treinta años de textos publicados en la revista Time–, una sinopsis como esta puede llevarlo a pensar en un crítico reaccionario, reacio a aceptar los códigos de la posmodernidad y obstinado a aferrarse a un canon que idealiza el pasado. Nada sería más falso. Su mirada era ácida, pero en lo más mínimo amarga. Aun sus textos más cáusticos –los dedicados a Warhol o el legendario contra Julian Schnabel– se sustentan sobre la premisa de que el arte es intemporal y lo que toca es desenmascarar a sus falsos custodios. Basta leerlo o escucharlo en voz viva para entender que en su discurso la intransigencia no es cerrazón, ni el sarcasmo un callejón sin salida. Puede que La maldición de la Mona Lisa no sea el documental que mejor ilustre su canon estético, pero es ideal para observar el talante de un crítico formado en las entrañas del arte, y por eso intolerante con los falsos apasionados. (Puede verse en YouTube tecleando el título en español.)
Con su expresión de bulldog, ojos verdes transparentes y la cojera que le dejó un accidente, el crítico aparece en museos comentando sobre piezas valuadas en millones de dólares. Además de esgrimir su espada contra los culpables de la mercantilización del arte, a Hughes le interesa dejar muy claro que el mundo no siempre fue así. No habla de tiempos lejanos, sino del Nueva York de los años sesenta y setenta: un epicentro cultural en donde él fue juez y parte a la vez. A sus setenta años (la edad que tenía cuando se filmó el documental), Hughes ha perdido agilidad en sus movimientos y viveza en su gestos. La directora Chang compensa la pérdida con una edición que, con resultados disparejos, entreteje el pasado y el presente del crítico. Los mejores flashbacks son aquellos donde aparece un Hughes joven y melenudo, recién llegado a Estados Unidos tras ser contratado por Time: “Para un crítico de arte joven –dice– no existía otro lugar más excitante y confuso.” Excitante por confuso, se entiende. Lo vemos enfundado en cuero negro y montado en su motocicleta, conversando en exposiciones y fiestas, dejando que George Segal haga un molde de su cara y tecleando como poseído (a dos dedos) en su máquina de escribir. En todas las imágenes se le ve sonriendo. Es probable que la sonrisa precediera un comentario inclemente.
La narración se vuelve sombría cuando irrumpe en la historia el coleccionista-especulador. Hughes nos presenta al culpable pionero: un fanfarrón llamado Robert Scull, que se dedicó a comprar obras directamente de los artistas a precios relativamente bajos. Luego la prestó a museos y hacía que su valor subiera, y al final la remató en Sotheby’s por cantidades sin precedentes. Una escena desgarradora muestra a Robert Rauschenberg al final de esta subasta, intentando confrontar a Scull por hacerse millonario a costa suya y de sus colegas. El intento se queda en eso. Entre carcajadas y pseudocamaradería, Scull le dice que “trabajan el uno para el otro” y que gracias a la subasta su obra se venderá más cara. Entre abatido y desconcertado, Rauschenberg acepta el abrazo de su explotador.
En La maldición de la Mona Lisa,las entrevistas de Hughes a curadores, coleccionistas y dealers que se muestran ignorantes o cínicos y caen en el abismo que abre frente a ellos el crítico, son testimonio de que, al final de su vida, este seguía dando pelea verbal y noqueaba con argumentos lúcidos a cualquiera que se le pusiera enfrente. Por ejemplo, a Alberto Mugrabi, un millonario que junto con su padre es el mayor coleccionista de obra de Warhols (ochocientas piezas), y que invierte en piezas del tipo de artista que Hughes detesta. Sin lograr articular por qué le gusta lo que dice que le gusta, Mugrabi termina aceptando los cargos que le imputa Hughes: convertir a un artista en su protegido, inflar su reputación y obligar a los museos a exhibir su colección. “¿Por qué?”, le pregunta el crítico, y espera paciente a que Mugrabi hable de motivos nobles. “Y porque eso te compra un pedazo de inmortalidad”, remata el crítico. El coleccionista, derrotado, asiente. Hughes estalla en una carcajada que suena a rugido de león.
Tanto en el documental como en la introducción a su libro Nothing if not critical, Robert Hughes dice formar parte de la última generación de visitantes de museos que podían recorrer sus pasillos y realmente ver una obra. Ahora, dice, no pueden evitar preguntarse cuánto costará este cuadro o aquel. El dinero acaba siendo el objeto de exhibición.
¿Una queja exagerada? Quizá puedan responder quienes en las últimas semanas han visitado el reinaugurado Museo Tamayo y se han topado con el despliegue vistoso del nombre de uno de sus mecenas, el empresario Jorge Hank Rohn. Que si el dinero de la donación es “limpio”, que si es amigo antiguo del museo, que es mejor que rescate edificios a que invierta en los negocios de familia. Todo puede ser cierto. Lo que parece improbable es que la dirección de un museo no comprenda que sus visitantes han entrado a una dimensión donde el referente es la imagen y en donde todo lo que se exhibe tiene lecturas simbólicas. Citando a un crítico: “Por el amor de Dios.”
Sin ser consciente de ello, el visitante del Tamayo le da la razón a Hughes: ya no podrá terminar su visita sin pensar, aunque sea una vez, en el nuevo miembro de la lista de Forbes y preguntarse cuánto habrá pagado por ver su nombre en letras doradas dentro de un recinto de arte: una obra de autorreferencia cínica a la altura de un Damien Hirst. A diferencia de la calavera brillante, este no es un memento mori. Ya lo puso en evidencia Hughes: las obras de ciertos patronos son peldaños hacia la eternidad. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.