La niña Aitana y el relatador

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La última encarnación de Mario Vargas Llosa recoge algo de todas sus anteriores “personas”. Nadie que no fuese un escritor muy profundamente versado en la literatura podría estar detrás del libro La verdad de las mentiras, pero, como es sabido, no todos los buenos escritores son tan buenos oradores como Mario, que, además, tiene ante el público un aplomo, tal vez un presentimiento, característico del tribuno político. La confluencia de todos los “Marios” le da al espectáculo teatral de La verdad de las mentiras verdad, hondura, amenidad y seducción. Hasta un hipotético iletrado presente entre el público o alguien que desconociese los cuentos elegidos por el autor quedaría inmediatamente convencido no sólo de la prestancia de sus actores sino de la irradiación contagiosa de lo narrado.

     La imagen del artista platicante no es nueva. Dickens debió una parte de su formidable éxito a las lecturas públicas, dramatizadas a veces por él mismo, que daba por toda Inglaterra, y es una leyenda la capacidad oratoria e histriónica de Oscar Wilde en su tour por los Estados Unidos, donde el dandy arrebató a los públicos más cerrados y renuentes al esteticismo de la América profunda. Hoy, y sobre todo en España, el escritor practica con asiduidad –y a veces altamente remunerado– el llamado ejercicio del “bolo”, que comprende conferencias, simposios, recitales, presentaciones cobradas, jurados de premios y hasta pregones o comparecencias en concursos televisivos. Ningún país europeo cuenta con la actual cultura española del “bolo”, término por cierto de antiguo origen teatral que hace alusión a las funciones que las compañías itinerantes daban en provincias. Ya vemos, por tanto, que hablar en el presente caso de “bolo” es doblemente adecuado, sobre todo sabiendo que La verdad de las mentiras, tras su impresionante éxito madrileño (todas las localidades vendidas en sus tres noches), recibe tantos pedidos de representación como cualquier otro espectáculo triunfal de drama o comedia.
     Se conoce, por las palabras del propio escritor peruano, el origen de esta singular velada escénica. Para que fuese posible, primero hubo el libro de igual título, publicado inicialmente en 1990 y reeditado en el 2002 con considerables aumentos, revisiones y un nuevo y elocuente epílogo. Después vino la experiencia que Vargas Llosa vivió en Italia viendo al escritor Alessandro Baricco hacer él mismo una lectura escenificada de sus textos, de la que Mario salió fascinado. Pero claro, Baricco es también, y para muchos principalmente, un hombre de teatro, mientras que el autor de La fiesta del chivo no pasaba hasta ahora de ser un ferviente aficionado a las tablas pero siempre desde el pasivo observatorio del espectador. Con el arrojo propio de todas sus iniciativas públicas, la falta de experiencia no lo arredró, y mucho menos el reto de presentarse en un escenario al lado de una verdadera actriz, de cine pero también, muy distinguidamente, de teatro, como Aitana Sánchez-Gijón. Puestos ambos bajo la dirección de Joan Ollé, que ha hecho un trabajo escueto, elegante y siempre eficaz, nacería, al principio a medias entre la boutade exquisita y el homenaje literario, La verdad de las mentiras, soirée de pequeño formato presentada en Barcelona y después en la feria mexicana de Guadalajara. Curtido por las repeticiones y ese aliento apenas perceptible que llega, cuando llega, proyectado desde el patio de butacas, Mario no sólo se aplomó (según los amigos que lo vieron en México), sino que en esta reaparición madrileña hizo cambios en el libreto, suprimiendo con dolor (que personalmente lamento tanto como él) el tributo a la gran Isak Dinesen. Pero la sustitución del maravilloso relato “El mono”, de Siete cuentos góticos, apunta un asombroso olfato de comediante, pues el “Diálogo entre el amor y un viejo” con el que ahora comienza la velada no sólo es una suma oportuna al centenario de Francisco Ayala, que asistió felizmente a la última de las representaciones madrileñas, sino un arranque lleno de viveza y osadía. Hay que decir, por lo demás, que en el desarrollo escénico de ese cuento, Mario y Aitana interpretan más que en cualquier otro episodio, estableciendo entre ellos una corriente táctil y pícara que después, sin ser reiterada, permanece flotando en el “tono” de lo restante.
     Vargas Llosa escribió en el preámbulo de La verdad de las mentiras, el libro, que “las novelas mienten […] pero esa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es”. Es un tema recurrente en otros autores que Mario ha conseguido hacer tan suyo como el de la novela regicida o total. Pero lo crucial, volviendo a la naturaleza de La verdad de las mentiras, el espectáculo, es su punto de novedad: con esa simple, seductora manera de salir en camisa al escenario, ponerse primero delante de un atril, invitar después a su co-protagonista, sentarse ambos en los sillones próximos a la mesita del café y empezar a contar cuentos, Mario ha suplantado o recreado la realidad, no sólo la que vivimos en la calle y en nuestras casas, sino la literaria o “falsamente verdadera”. En el teatro de La verdad de las mentiras, la conjunción de gallardía, voz, encanto personal, poder de persuasión, se añade a la brillante idea seminal: devolver a la literatura, sin quitarle espesor escrito, la cualidad del racconto, del relato oral.
     Gracias a la buena selección de los textos, al concentrado rigor de la puesta en escena y a algo inesperado y gratificante, la stage presence que el autor de tantas grandes novelas revela, asistimos fascinados a la plasmación en carne viva de uno de los propósitos más pertinentes de la literatura: la traslación emocional. Mario decía en el ensayo de apertura de su libro que cuando leemos novelas dejamos de ser lo que habitualmente somos para pasar a formar parte de los seres ficticios entre los que el autor nos sitúa: “El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras”. Ésa fue mi experiencia de espectador encandilado en la segunda noche del Teatro Español de Madrid: un trayecto alrededor de mi cabeza, que como todo viaje, tenía el acicate del olvido momentáneo de sí mismo y la renovación de la memoria. Recordé los cuentos leídos, representados y dichos por el escritor y la actriz, pero su nueva comparecencia bajo los focos y el leve asomo de decorado me devolvió a la fase infantil de ansiedad por el “y qué más”, haciéndome crédulo de esas mentiras de ayer, o de nunca, revividas por tan consumados médiums.
     Tras el arranque citado con la deliciosa miniatura de Ayala, a su vez un ejercicio de préstamo o send up de un clásico español, el Diálogo entre el amor y un caballero viejo del toledano Rodrigo Cota, Mario cambia a la leve gravedad fúnebre del “A Rose for Emily” de Faulkner, siguiendo con otro ejemplo bien distinto de relato mortuorio, el conocido “¡Diles que no me maten!” de El llano en llamas. En ese magnífico cuento de Rulfo, Aitana Sánchez-Gijón, como ha hecho otras veces con lenguas y acentos diversos, ensaya un “mexicano” que yo al menos encontré muy convincente en Madrid. No es su único rasgo de talento en el escenario; Aitana, captando muy bien el mensaje profundo del espectáculo, se limita a veces a sentarse en el suelo para escuchar, como una niña embelesada, al narrador avuncular del otro mundo (y hay que decir que Mario, también muy actor en la coquetería, exagera su edad, que su buena planta desmiente, llamándose a sí mismo “abuelo” poco después de alzarse el telón). “El infierno tan temido” de Onetti, pese a su gran calidad, es quizá el único relato que se hace largo en el escenario, acabando a gran altura la sesión con “El Aleph”, que Vargas Llosa, en esto más tímido, trata de enriquecer con una esporádica impersonation vocal de Borges.
     En el epílogo añadido a la segunda edición de La verdad de las mentiras, Vargas Llosa refiere la visita que Bill Gates hizo en Madrid a la Real Academia Española, durante la cual el magnate de Microsoft tranquilizó a los académicos sobre la permanencia de la eñe en los teclados y dijo, en una conferencia de prensa celebrada en la sede de la institución, que esperaba no morirse antes de conseguir “acabar con el papel”, es decir, con los libros impresos. Mario, que conoció los detalles de esa visita a través de la prensa, dice que de haber estado presente en la Academia, de la que es miembro, “hubiera abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, con total impudor, su intención de enviarnos al desempleo a mí y a tantos de mis colegas, los escribidores librescos”. El novelista peruano reconoce a continuación su interés por las nuevas técnicas y su deuda, compartida por tantos millones de usuarios, con Internet, pero sin conmoverse por los argumentos esgrimidos por Gates, que iban de la eficacia a la ecología. La pantalla de un ordenador es un útil fenomenal, pero no, dice, un suplantador del “ensueño y la fruición de la palabra” que procura con una intimidad, concentración y aislamiento incomparables el libro. Espero que si un día los apóstoles del progreso tecnológico consiguen erradicar la letra impresa, en la resistencia surgida inevitablemente haya mujeres y hombres-libro que, en respuesta a ese cataclismo “bradburiano”, nos cuenten con la elocuencia, el fervor y el buen gusto de Mario y Aitana las verdades escritas en papel por los antepasados. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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