Tres pecadores

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Antiguamente, cuando había en cantidades apreciables un cine religioso y de valores humanos, con su festival propio (en Valladolid), sus premios, sus protestas, y hasta sus asomos de censura gubernamental pese a la bendición o nihil obstat del obispado, los jóvenes, que habíamos perdido la fe en buena medida gracias al cine allí descubierto de año en año, no teníamos reparo en dejarnos ver salir del pase de un filme santificante de Bresson; el consumado arte bressoniano estaba para nosotros por encima de sus curas rurales y sus santas en comunión con Dios, pero el formidable Ricardo Muñoz Suay, hombre de cine, guionista (de, entre otras, El momento de la verdad de Francesco Rosi), así como impulsor y coproductor de Viridiana, la obra cumbre de su gran amigo Luis Buñuel, nos increpaba burlonamente como si quisiera borrar de nuestras colegiales gafitas de pasta las imágenes redentoras del cineasta francés, quien para Ricardo, por aquel entonces comunista acérrimo, representaba el cine en su más mefítica personificación beata.

Schrader: de seminarista a rata de filmoteca

Me he acordado, por una asociación de ideas quizá aún deudora de esas cruzadas anticristianas y antibressonianas de Muñoz Suay, de otro ejemplo de radicalidad y sacerdocio que tiene como fondo el cine, en este caso el ir o no ir al cine. Nacido tres meses antes del mismo año que yo, pero él en el estado de Michigan, Paul Schrader no pudo pisar ningún local donde se proyectaran películas hasta cumplir la mayoría de edad, momento en el que el joven Paul, tras abandonar el seminario donde había cursado obligatoriamente su primary school, comenzó de buena gana los estudios superiores en California, a la vez que ponía fin al veto impuesto rígidamente por sus padres, practicantes de un extremo credo de la religión calvinista, según el cual todos los miembros de todas las familias tenían prohibida la dañina diversión llegada desde Hollywood hasta los hogares norteamericanos. Yo, sin ninguna constricción previa en Alicante (que llegó a contar en mi adolescencia con nueve palacios del cine, hoy desaparecidos), y Schrader en San Francisco y en su ciudad natal, Grand Rapids, a escondidas, nos convertimos a la religión del Séptimo Arte practicada con radicalidad; la mía no viene aquí a cuento, siendo por el contrario una bella y misteriosa página de la historia del cine contemporáneo la mutación de Schrader de seminarista a film buff, como en inglés coloquial llaman a lo que nosotros, más apegados al suelo, llamamos ratas de cinemateca; yo soy una de ellas, y lo es a su modo más señorial y productivo este excelente cineasta y escritor de cine, que ha sabido además impartir doctrina moral sin predicar desde que inició sus labores fílmicas en 1978 con Blue collar.

A Schrader le quedó de aquella fase paterno-sectaria el gusto por una liturgia nada católica, antes bien seca y me atrevería a decir que jansenista, aunque es verdad que tal fijación obligatoria y sus dolores permiten al espectador imparcial en las religiones pero feligrés del arte schraderiano un juego casi procaz de adivinanzas o cábalas: ¿cuál fue la salvación de su Mishima (1984)? ¿Le gustaba la pornografía a la hija escapada del padre calvinista que la busca por los lugares de vicio en Hardcore (1978)? ¿Es tan reverendo El reverendo (2018)?

Ahora, tras un periodo irregular que nos hizo añorar al guionista de obras maestras como Fascinación, de Brian de Palma, Taxi driver y Toro salvaje, de Scorsese, y las más logradas obras escritas y dirigidas por él mismo (Hardcore: un mundo oculto y American gigolo), Schrader ha abordado lo que parece ser una trilogía del alma contemplada a través de los oficios, los menos trillados oficios que se conozcan: el ministerio sagrado, de la ya citada El reverendo; El contador de cartas, situada en el mundo del juego y el casino, y los jardines, alguno de sendero bifurcado, o metafórico, en la última suya hasta ahora, El maestro jardinero, a la que una desequilibrada media hora de desenlace le priva de ser la gran obra de vejez de este maestro fílmico.

Si en sus dos anteriores títulos, El reverendo y El contador de cartas, la metáfora general pagaba un tributo excesivamente mimético al cine del gran Bresson, el que Suay denostaba y nosotros, en nuestros pueblos y ciudades provinciales, poníamos en el altar mayor, El maestro jardinero retrata a dos personajes que hacen el bien pero han sido o siguen siendo aún en potencia grandes impíos; ambos, Narvel Roth (Joel Egerton) y Norma Haverhill (una inspiradísima Sigourney Weaver), reprimen el desconcierto floral de sus alumnos de jardinería mostrándose ellos castigadores intolerantes en ese paraíso falsificado de los jardines de Haverhill que la mujer, Norma, heredó y rige con mano firme mientras esconde en su alcoba, obedecida por su subordinado Narvel, los brotes del desenfreno. Y en los parterres, los macizos de flores exquisitamente podados tapan la naturaleza podrida de ese suave maestro de los jardines con un pasado lleno de culpas. Es de lamentar por ello la entrada en ese infierno de bellos demonios de un veneno manido, el submundo de la droga y sus traficantes, que adocena un tanto la vena poética de este original relato.

Konchalovski, retratista del pecado de Miguel Ángel

Una mole arrancada a una montaña es el mcguffin de El pecado, una de las más sugestivas parábolas de Andréi Konchalovski, a su vez uno de los cineastas más frontalmente políticos del Este de Europa; muchos en su país le denuestan por ser a veces, dicen, el rapsoda del régimen, aunque otros le salvan en su misma ambigüedad. Lo cierto es que, sea o no propagandista putiniano encubierto, el (relativo) éxito en nuestro país de Queridos camaradas (2020), su poderosa crónica de las veleidades de una dirigente comunista enfrentada a una masacre de obreros huelguistas llevada a cabo en la ciudad rusa de Novocherkask, en tiempos de la urss de Nikita Jruschov, ha llevado a los distribuidores españoles a estrenar su anterior El pecado o Il pecato, o Sin, brillante coproducción italo-rusa y una de las mejores películas que yo vi en el año 2019.

Il pecato cuenta sin grandilocuencia los episodios históricos, tan novelescos, de la construcción de la tumba del papa Julio II, en la que Miguel Ángel pierde y gana su fama, volcada en la posteridad de las masas hacia otra obra suya de genio, los frescos de la Capilla Sixtina, más asequibles, aun en sus alturas inabarcables, que el mausoleo papal, que ofrece en el inacabamiento de sus Esclavos esculpidos la bendición enigmática de lo incompleto. Con maneras fílmicas a veces inspiradas por la Trilogía (Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches) de Pasolini, otro gran creador motivado por la contienda entre el dogma y la libertad, entre la creencia y la lujuria, Il pecato habla de un mundo religioso corrupto y venal, si bien el pecado está tan extendido en este contexto y en este enfrentamiento entre las dos familias, los Della Rovere y los Médici, que resulta difícil saber contra qué dios o contra qué clan se defiende el gran escultor, pintor y arquitecto nacido cerca de Arezzo.

¿Peca en este episodio crucial de la historia del arte Miguel Ángel Buonarroti de soberbia, de lujuria (apenas mostrada en su vertiente sodomita por el cineasta ruso), de duplicidad y engaño a los papas, o el pecado escondido en su mole de mármol solo es un trepidante ejemplo de hubris? La de Buonarroti, muy bien defendida en la gran pantalla por el actor Alberto Testone, y la del propio Andréi Konchalovski, autor aquí de un biopic que arrastra al espectador sin las concesiones del melodrama biográfico al uso.

Pálmason y la religión gélida

Es curioso que los tres visionarios que protagonizan los tres filmes religiosos de los que hablo aquí sean tan redentores y tan antipáticos, e incluso tan ásperos de físico dos de ellos (Testone y el para mí desconocido actor islandés de Godland). Esta tercera película que comentamos y representará a Islandia en los próximos Óscars es tan cautivadora como oscura; al jardín feraz y a la piedra marmórea le sucede la nieve infinita, pues el director Hlynur Pálmason narra el largo viaje de un pastor eclesiástico que cruza Islandia para llevar el modelo de una iglesia que se quiere construir en los glaciares de la isla. No hay trama propiamente dicha en Godland; solo enfrentamiento de difícil lectura y paisaje limpio, callado: quizá el mandamiento de una religión que no prohíbe y solo es adusta y gélida. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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