La Ășltima gran pelĂ­cula de horror

Las virtudes poco celebradas del DrĂĄcula de Coppola
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Hace poco, Guillermo del Toro declarĂł, en una entrevista con Craig Ferguson, que una de sus motivaciones para rodar At the mountains of madness, la descabellada historia de horror de H.P. Lovecraft, era volver a posicionar al gĂ©nero del terror dentro de la esfera del blockbuster costoso pero redituable. A partir de The Blair witch project, las cintas de horror se han visto relegadas a dos estratos: uno, el del sleeper hit: cintas de bajo presupuesto que empiezan su corrida en cines debajo del radar del pĂșblico y, sorprendentemente, se convierten en un Ă©xito (como Paranormal activity); y, dos, los refritos de viejas historias que fueron un hito en el gĂ©nero durante dĂ©cadas pasadas (Nightmare on elm street, Friday the 13th, Halloween). El panorama lucĂ­a muy distinto en los setenta, cuando mega producciones como The exorcist, The omen y Jaws dominaban la taquilla.

No obstante, algunas cintas de terror con fastuosas producciones se llevaron a cabo en los noventa: adaptaciones de las mĂĄs grandes novelas de terror como la fallida Mary Shelley´s Frankenstein de Kenneth Branagh y Bram Stoker´s Dracula, quizĂĄs el Ășltimo Ă©xito rotundo del gĂ©nero que dispuso de un presupuesto digno de una cinta de Spielberg.

A diferencia de la versión de Tod Browning de 1931 y aquella de John Badham en 1979, la cinta de Coppola no basa su historia en la adaptación teatral que John Balderston y Hamilton Deane hicieran de la novela de Stoker en 1924. El guión de James V. Hart regresa a la fuente original, nutre a la historia de contexto histórico (diciendo lo que en la novela sólo se intuye) e introduce un elemento novedoso: el romance entre Dråcula y Mina como pivote narrativo. Por lo tanto, a diferencia de la versión de Browning y del Nosferatu de Murnau y Herzog, la cinta no empieza con Renfield o Harker aliståndose para emprender el viaje rumbo a Transilvania sino que regresa 400 años en el tiempo para detallar la génesis del personaje principal. El Dråcula de Coppola es un príncipe rumano que defiende a su tierra del ataque de los turcos. Al regresar a su castillo después de la batalla descubre que su esposa, Elisabeta, ha muerto. Herido, el príncipe pierde la razón, renuncia a Dios, clava su espada en el centro de una cruz y se convierte en un ser inmortal (pero igual de miserable que el vampiro de Herzog).

A pesar de contar con un presupuesto jugoso y de estar dirigida por uno de los maestros del cine moderno, la cinta de Coppola no carece de bemoles. Winona Ryder jamås parece habitar el papel de Mina con comodidad, mientras que Keanu Reeves, como Jonathan Harker, se gana el dudoso honor de tener el acento britånico mås ridículo del séptimo arte. Es cierto, también, que el romance entre Mina y Dråcula tarda en despegar y rara vez conecta con la audiencia. El hilo narrativo de esta trama nunca deja de sentirse forzado, y Ryder y Gary Oldman, como Dråcula, no tienen la suficiente química para hacernos olvidar sus muchos huecos inexplicables.

No obstante, Bram Stoker´s Dracula luce por la valentĂ­a de su estĂ©tica y la belleza de su conceptualizaciĂłn. Coppola quiso deshacerse de las capas y los ajustados smokings, de los pasillos repletos de telarañas y la cansadĂ­sima textura de un Transilvania que el mundo entero conocĂ­a, hasta aquellos que jamĂĄs se habĂ­an sentado a ver la versiĂłn de Browning, Terrence Fisher o la obra de Balderston y Deane. La versiĂłn de 1992 no sĂłlo renovĂł la historia de Stoker: la reinterpretĂł visualmente, convirtiĂ©ndola en un coctel barroco y exquisito en sus numerosos excesos.

Primero en la lista estĂĄ el diseño de vestuario de Eiko Ishioka, que le valiĂł un Óscar.

Desde la majestuosa armadura que imita la musculatura del cuerpo humano hasta la tĂșnica basada en los cuadros de Gustav Klimt, los trajes y vestidos de Ishioka son, como el propio Coppola explica en el “detrĂĄs de cĂĄmaras”, los verdaderos protagonistas estĂ©ticos de la historia, por arriba de los sets. El maquillaje, tambiĂ©n ganador de un Óscar, es un prodigio. A lo largo de la cinta, el equipo de Coppola transforma el rostro y el cuerpo de Oldman, convirtiĂ©ndolo en un lobo, un murciĂ©lago, un anciano demacrado y, el mĂĄs memorable de todos (al grado de que fue parodiado en The Simpsons), el DrĂĄcula viejo que recibe a Jonathan Harker:una criatura marchita y andrĂłgina, extrañamente atemporal y vigorosa, que transmite nĂ­tidamente la naturaleza del personaje que representa: un monstruo azotado por el tiempo pero inmune a la muerte (a fin de cuentas: hermana gemela del reloj).

Hay que reconocer, tambiĂ©n, las agallas de Coppola, quien se negĂł a utilizar efectos visuales por computadora en aras de crear un universo que, a pesar de carecer de locaciones autĂ©nticas y exteriores, se siente habitado y fantĂĄstico, pero verosĂ­mil. Salvo por un par de escenas en las que aparece una cortina de llamas azules, la mayorĂ­a de los efectos de Bram Stoker´s Dracula fueron orquestados in situ, a travĂ©s de procesos genuinamente complejos que requirieron que Roman Coppola, hijo del director y encargado de esta tarea, usara recursos tan variados como crear copias gigantes de props (el diario en el que Harker escribe en el tren), utilizar el mismo negativo, volteĂĄndolo (las ratas que caminan suspendidas en el techo) y usar espejos que realmente son huecos en la pared, como en esta secuencia.

 

El resultado es una atmósfera onírica en la que, como explica Coppola, la presencia de un vampiro corrompe las leyes elementales que nos rigen (la gravedad y el espacio). Y es justamente esta atmósfera, apoyada, también, en la austeridad de sus sets, la que emula y recuerda a La bella y la bestia de Jean Cocteau y, por debajo de la mesa, hace un homenaje a esa joya olvidada de Akira Kurosawa: Kagemusha. La influencia es clara en la batalla inicial: misma que imita, por supuesto, una secuencia onírica de la cinta de Kurosawa.

La mĂșsica del compositor polaco Wojciech Kilar es otro acierto mayĂșsculo. RomĂĄntica y elegante, su partitura viste con la misma solvencia toda la gama de sentimientos que la cinta de Coppola pretende tocar: desde el tema que acompaña el idilio entre Mina y DrĂĄcula hasta aquella famosa marcha que sigue a Van Helsing y sus compinches mientras intentan acabar con el vampiro.

Sin embargo, no todos los mĂ©ritos de Bram Stoker´s Dracula son estĂ©ticos. La actuaciĂłn de Anthony Hopkins, interpretando aquĂ­ a un desatado y macabro Van Helsing, ayuda a alejar el concepto del cazavampiros de aquel estereotipo almidonado que representaba el Van Helsing de Peter Cushing y Edward Van Sloan, por poner solo dos ejemplos. En el papel principal, Oldman tuvo un reto considerable –interpretar a un monstruo teriĂĄntropo y blasfemo que es, a la vez, el hĂ©roe romĂĄntico de la historia- y lo cumpliĂł con creces. Su DrĂĄcula es mitad Romeo y mitad bestia insaciable, y su interpretaciĂłn reĂșne las mejores caracterĂ­sticas de todos los DrĂĄculas que le precedieron: la amenaza silente de Christopher Lee, la elegancia propia de un monarca de Bela Lugosi, el carĂĄcter seductivo de Frank Langella, la melancolĂ­a de Klaus Kinski y el desprendimiento animal que caracterizĂł a Max Schreck, quizĂĄs el mĂĄs notable de todos los vampiros en pantalla.

El estilo narrativo de Coppola estå también presente, sobre todo en aquella notable secuencia, tan similar al bautismo de The godfather, en el que el matrimonio de Jonathan y Mina es contrapuesto con el asesinato de Lucy a manos de un Dråcula despechado. En ambas secuencias corre una de las principales obsesiones de su creador: la unión de la vida con la muerte, en una sola línea de tiempo, como dos caras de la misma moneda.

Volver a ver Bram Stoker´s Dracula implica entender el deseo de Del Toro. Es imposible no ver la suntuosa visiĂłn de Coppola y preguntarnos quĂ© pasarĂ­a si un director de ese calibre decidiera, hoy en dĂ­a, gastar cien millones de dĂłlares para llevar una historia de terror a la gran pantalla. QuizĂĄs no tengamos que esperar mucho: ahĂ­ estĂĄ Del Toro, lejos ya de La Tierra Media, listo para visitar, con el apoyo de James Cameron, el retorcido universo Lovecraftiano.

 

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