Ésta es la historia de un héroe con superpoderes tan selectivos como la telepatía equina (capacidad de someter a los caballos con sólo mirarlos y parpadear), el viaje incorpóreo a través del espacio (con el único inconveniente de materializarse en el mar), y el contacto con realidades paralelas, en las que se comparte la mesa con amigos y enemigos muertos (de uno se requiere estar también muerto, un problema para resolver después). En una breve descripción de su persona, se nos cuenta que, además de resultarle simpático a los caballos, el héroe en cuestión es un imán carismático para los campesinos y las mujeres. Algo muy conveniente, agregaría uno, para un líder de la Revolución.
Valga aquí una aclaración crucial: “[Este] filme no pretende ser una cátedra de historia.” La clave invaluable, así como la acotación sobre el charm del protagonista, la da Arturo Beristáin, el encargado de redactar la sinopsis del sitio oficial de Zapata: el sueño del héroe, el film de Alfonso Arau que, además de cierta guerrita, narra las maravillas zoocósmicas apenas esbozadas arriba. Al respecto prosigue Beristáin: “[Zapata pretende ser] una fábula que logre la identificación de los espectadores con el héroe.”
Así que dicho está. Por más difícil que esto resulte, uno no debe tomarse al pie de la letra que Emiliano Zapata era el pionero en cananas del show de Sigfried & Roy, ni un discípulo vip de Carlos Castaneda, en uno de esos viajes astrales con los que el general podía evadirse un poquito y descansar del desorden ése del levantamiento que le tocó encabezar. Simple y sencillamente dice Beristáin hay que identificarse con él: algo que se da sin esfuerzo cada vez que de chamanismo se trata. Ya lo dice también Arau: “[la película] está cumpliendo con el objetivo de llevarle al público la historia de un Zapata más humano”.Con lo que todo se entiende mejor: lo de la mugre y la sangre en el campo a nadie nos parecía muy real. Para sentirse cerca de Emiliano, nada como verlo desaparecer.
A un mes de haberse estrenado la producción más cara de la historia del cine mexicano diez millones de dólares, recaudados, ni quién lo dude, por el renombre de la firma Ángel Isidoro Rodríguez Productions, la única razón para seguir pensando en Zapata sigue siendo la desproporción, el abismo risible entre estatus y “filme“, y lo inagotable de la mala broma que coloca al director Alfonso Arau en los extremos de la línea del tiempo que demarca al cine mexicano taquillero, en su vertiente soft-focus a la hora de fotografiar un nopal.
El director nos mira con paciencia y consideración, y se lamenta de nuestra estrechez contextual. Para el realizador de Como agua para chocolate, Mojado Power y Calzonzin inspector, proponerse la reconstrucción mística (sic) de un personaje histórico no es una labor pretenciosa, mucho menos complicada. (Sí considera, en cambio, que la sangre es un recurso barato, y que no hay por qué explotarlo en una película, por poner un ejemplo, sobre los saldos de la Revolución.) Según afirma José Luis Cruz, el hombre que asesoró a Arau en el aspecto histórico de la cinta (y que cobró un sueldo por ello), el Zapata que se representa en la cinta es metáfora de un héroe oprimido y en lucha contra el poder tiránico en abstracto, por lo que se lo puede asociar como se hace, por si nos quedara duda, en escenas y diálogos libres de estorboso pudor con Cuauhtémoc, Quetzalcóatl y cualquier mutante de guerrero sagrado que haya pasado por una monografía de Historia. El problema de semejante coctel simbólico su legitimidad sería lo de menos, su chabacanería lo más estridente no es que anule la posibilidad de considerar la cinta desde una perspectiva histórica (un recurso en sí mismo válido, pero ya habíamos dejado atrás el debate bizantino de La pasión), sino que ha hecho de Arau y de su grupo de actores molestos megáfonos andantes, condenados a repetir una contradicción entre deliciosa y para sentarse a llorar: que Zapata no debe tomarse en serio, pero que gracias a esta nueva visión la Historia se nos vuelve fascinante (esto último, un dato oficial). Por ejemplo. El actor (sic) Jaime Camil, quien interpreta a Eufemio Zapata como quien interpreta a su refrigerador, confiesa que en sus años de escuela la Historia le parecía tediosa (y si él lo dice, es culpa de la Historia), y considera que gracias a Zapata “la gente va a aprender a verla mucho más bonita e interesante”. Por su parte, Lucero Hogaza de Mijares (que en la película interpreta a una tiple de zarzuela española, mujer de Huerta y amante de Zapata, quintaesencia del sex appeal femenino y otros atributos de fantasía) declara que en la escuela veía a Zapata como un personaje más de la Historia (¡esas escuelas!), y que ahora, gracias a la visión de Arau, se ha convertido en uno de sus “héroes favoritos”. El propio Arau concede resignado: habrá disputas alrededor de su film porque, hay que decirlo, Zapata “fue un hombre real”.
Lo de menos es quién interprete al héroe: según el análisis biográfico de Arau y de sus agudos asesores históricos, tampoco es que hubiera algo así como una psique compleja que hurgar. El elegido para guiar a su pueblo no hace mucho más que dudar a veces y, si las cosas se ponen duras, pestañear discretamente a los ojos de un animal. No que esto no requiera un esfuerzo, ejecutado con sumo decoro por el Potrillo Alejandro Fernández, quien, según el sitio de la cinta, llegó al extremo innecesario de leer biografías de Zapata. Arau afirma que le propuso el papel tras observar en sus videoclips “cierta facultad para actuar”. Al ser el video musical contemporáneo prueba de fuego para cualquier histrión, el único otro requisito impuesto por el director para interpretar el papel era montar a caballo con maestría, habilidad más que palomeada en el currículum del chico en cuestión. Y hay que reconocerlo de una vez: como actor, Alejandro Fernández es un jinete de diez.
Pero a pesar de los esfuerzos del crew por pedirnos que recibamos Zapata sin un mínimo de exigencia y expectativa, que de preferencia nos riamos mucho y que veamos la película como si fuera la última opción de renta unos cinco meses después, nunca falta el aguafiestas matado que al final echa todo a perder. ¿Quién se cree Vittorio Storaro, haciendo gala ostentosa de su prestigio como uno de los mejores fotógrafos del mundo? ¿Para qué poner a la cabeza nombres como Bertolucci y Coppola, si aquí todo se trataba de ser mediocremente feliz? ¿Será para que en el futuro comparemos a Alfonso con Bernardo y con Francis? ¿Para que, en un lapsus asociativo, confundamos Zapata con Apocalypse Now? Después de todo ambas películas son interpretaciones libres de la Historia, y en eso de las parábolas políticas Conrad es un nombrecito a olvidar.
Quizá faltaría referirse en este espacio al periodo de la dictadura de Díaz, a los años de presidencia de Madero, al cuartelazo de Victoriano Huerta, y a la muerte de Zapata en Chinameca (todo esto, tomando como factible la versión de que Zapata, aunque nos guste pensarlo tranquilito, también disparó una bala o dos). Pero esto igual lo habrá pensado Arau, y sabiamente resolvió que para eso ya estaban otros, que total ya dijo que la sangre es burda, y que lo suyo era más bien filmar una noche de bodas con alcatraces esparcidos en la cama, previa ceremonia prehispánica, como en el fondo la deseó el General.
Al fin y al cabo, lo que se escriba al respecto en éstas y otras cien páginas no tiene importancia alguna para entender la experiencia Zapata. Ya ha dicho el autor de la misma que los críticos “viven del otro lado del departamento” (no sabemos de cuál departamento, pero es que no entendemos metáforas), y que lo malo que se ha dicho de su cinta no proviene de una “crítica objetiva”. El problema de siempre, agregaría uno: la falta de maldito rigor. Concedámosle la razón a Arau y hagamos la pregunta en solidaridad: ¿En dónde caben las libertades críticas para escribir sobre un Zapata chamán? ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.