A Luc Besson le gustan las chicas invencibles y más si matan sin rechistar. De sus éxitos con el público una buena parte gira en torno a personajes así: Nikita, en Nikita; Mathilda, en Léon; Leeloo, en El quinto elemento. Lucy, la figura titular de su película más reciente, se incorpora al grupo como epítome del cuarteto. Igual que a las otras tres, Besson hace sufrir a Lucy —una chica con ojos de caleidoscopio y diamantes en el vientre, interpretada por Scarlett Johansson— una serie de humillaciones y vejaciones antes de concederle la victoria sobre sus enemigos, como si recontara la historia de Santa Juana de Arco en orden inverso. Pero a diferencia de las otras y más aún que la santa, a Lucy la hace transcender su condición original y la lleva a otro plano existencial. Más que una chica invencible Lucy es una diosa todopoderosa, superhumana e inalcanzable; ¿la obsesión de Besson revelada sin tapujos? En un momento tan delatador como innecesario, el policía que la acompaña le dice a Lucy que ella en realidad no lo necesita y ella le contesta con un beso en la boca y explicándole que lo necesita como recordatorio de su condición humana. Es como si Besson confesara su fantasía más íntima: ser el juguete sexual de una diosa bellísima, inclemente y omnipotente.
Las obsesiones pueden dar origen a grandes obras de arte pero también pueden arruinar al obseso. Desgraciadamente, en el caso de Lucy, la fijación de Besson lo ha llevado a perder las riendas de su proceso creativo y a dirigir una película que carece de todo respeto por la inteligencia de su público. Esto sorprende porque Besson ya había utilizado con éxito recetas similares a base de los mismos temas y motivos, adaptando el contexto a los personajes para hacer verosímiles sus poderes y supremacía. Pero al otorgar a Lucy habilidades que van más allá de cualquier límite concebible y al mismo tiempo insistir en hacerla pasar por los mismos estrechos que sus antecesoras, Besson crea situaciones incongruentes y desafía la suspensión de incredulidad a un grado que termina por rebasar la mejor de las disposiciones. Una mujer que puede manipular la materia no necesita un bolsón lleno de armas automáticas como si fuera a hacer el mandado con Neo y Trinity. A una mujer que tiene hipersentidos pervasivos no se le escaparía la presencia inmediata de su archienemigo. Etcétera. La lista es prácticamente inagotable y el problema reside en que un ser verdaderamente omnipotente no funciona como personaje en una historia de pugnas y contiendas. Por eso todos los héroes tienen su kryptonita, o el lugar en la espalda que no bañó la sangre del dragón, o un talón que no fue inmerso en las aguas del Estigia. La diosa en la tierra de los trovadores se presta a romances de amor cortés pero no al cine de acción.
Aun así, lo anterior sería perdonable si quedara difuminado en los bandazos emocionantes de una trama de acción vertiginosa y la película funcionaría a pesar de la confusión de géneros. Sin embargo, Besson parece haber estado empeñado en frustrar cualquier posibilidad de redención y termina por arruinar Lucy introduciendo lo que él ha de imaginar que son elementos didácticos indispensables. La premisa pseudocientífica de la historia es que el ser humano utiliza solamente el 10% de su cerebro y Lucy se transforma en semidiosa al consumir una droga que la hace utilizarlo cada vez más hasta alcanzar el 100%. Para explicar esto que se puede decir en dos oraciones, Besson intercala durante la primera mitad de la película secuencias de una conferencia impartida por un científico —actuado por Morgan Freeman— en tono evangelizante de TED Talk, que pretende construir el “marco intelectual” de la narración y da al traste con el ritmo. Lo más agraviante es que la perorata de technobabble inane no le es suficiente; como si estuviera educando a un público preescolar, Besson nos muestra una serie de metáforas gráficas de lo que se está diciendo o está sucediendo, similares a los dibujos esquemáticos que ilustran los instructivos para analfabetas. En la primera escena —acaso el ejemplo más indignante— un gañán de medio pelo intenta convencer a la Lucy —todavía totalmente humana— de que entregue en su lugar un portafolios misterioso. Aquí, sin el menor dejo de ironía, como un profesor ñoño que da clases de educación sexual hablando de abejitas, polen y florecitas, Besson entreteje imágenes de un ratón a punto de caer en una ratonera. Al avanzar la escena, las imágenes cambian por otras de guepardos acechando y finalmente de gacelas cayendo en sus garras, sincronizadas con lo que le está sucediendo a Lucy.
Para que una película funcione, el público y el realizador deben cerrar un pacto tácito que exige a ambos atenerse a la lógica interior de su cosmos narrativo. En Lucy, Besson no solamente viola ese pacto sino que además trata de forzar la mano del espectador de una manera francamente ofensiva.
Lucy no es la primera obra de ficción que explora la idea del poder intelectual hiperdesarrollado, pero sí la más débil. En La Tempestad de Shakespeare, Próspero abandona sus poderes espirituales para conceder una vida de humanos a Miranda. Están allí Flores para Algernon, de Daniel Keyes, y la magistral Camp Concentration, de Thomas M. Disch. Planeta prohibido, reinterpreta La Tempestad y habla de una raza destruida por los propios monstruos de sus instintos atávicos, que no han evolucionado al paso de su inteligencia ilimitada (alegoría de una humanidad entonces todavía aterrada por Hiroshima y Nagasaki). En el episodio HOMЯ de Los Simpson, Homero, brevemente poseído de inteligencia descomunal, decide que la vida es menos cruel para los estúpidos y se hace reinsertar a martillazos un crayón en el cerebro. Sin Límites, aunque peca un poco de la misma falta de imaginación que Lucy —¿qué clase de persona inteligente pediría dinero prestado a un mafioso ucraniano y olvidaría devolverlo, pudiendo ganar cualquier cantidad en la bolsa de valores?— es una película muy disfrutable, porque deja de lado las pretensiones intelectuales y narra con efectos memorables una historia vertiginosa y entretenida.
A Besson le hubiera convenido fijarse en lo que habían hecho sus antecesores en el género.
México, D.F. Ex-estudiante de retórica cara. Bípedo implume de profesión. Lector. Editor en Enter Magazine