Spielberg en siete películas: Minority Report

Spielberg mezcla la ciencia ficción, la ontología y la ética; en Minority Report se conjuga la ligereza formal con la sustancia. 
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En alguna ocasión Steven Spielberg confesó que no le gustaría dejar de ser niño; en otra, que su experiencia le guía a hacer cintas “más leves, más fantásticas”, y añadió que a veces ha querido hacer alguna película como Raging Bull de Martin Scorsese, pero reconoce que “no saldría bien”[1]. Esta postura ante la creación cinematográfica explica, al menos parcialmente, que su cine se perciba primordialmente como un vehículo de entretenimiento, eficaz y superficial. En más de una cinta ha abandonado la ligereza que deliberadamente caracteriza la mayor parte de su filmografía y se ha dejado ver serio y hasta grave. Es lo que puede apreciarse en una de las grandes vetas que le interesan: la que tiene que ver con la segunda guerra mundial, en la que sobresalen títulos como Empire of the Sun (1987), Saving Private Ryan (1998) y Schindler's List (1993); esta última, tal vez, la más grave de toda su obra. En Artificial Intelligence: AI (2001) es posible ubicar el inicio de un período (que se extiende hasta Munich) en el que la seriedad parecía haber llegado para quedarse (y, aunque es un poco arbitrario, cabía hablar de madurez), si bien es cierto que en AI no renuncia del todo al toque fantástico y a la candidez que hasta entonces habían sido algunas de sus constantes. En Minority Report (2002), su siguiente cinta, tiende puentes con la ciencia ficción, la ontología y la ética; en ella sabe conjugar la ligereza formal -trabajada a partir de lo mejor de su repertorio- con la sustancia. Es una de las joyas del cineasta. Como toda gran obra, las revisiones guardan revelaciones y gracias a ellas cobran valor matices que antes no fueron atendidos: volver sobre esta cinta permite descubrir otras aristas de su riqueza.

Minority Report se inspira en un cuento de Philip K. Dick, autor de la novela que Ridley Scott utilizó, veinte años antes, como pretexto para Blade Runner (1982). El argumento se ubica en Washington, en el año 2054, y registra las contrariedades de John Anderton (Tom Cruise), un policía atormentado por la muerte de su hijo que trabaja para Precrimen. Esta organización cuenta con un grupo de videntes cuya actividad cerebral, mediante un sofisticado sistema, ofrece imágenes de los crímenes que están por cometerse. El grupo que encabeza Anderton se encarga de interpretar dicha información y detener a futuros homicidas, por lo que los asesinatos se han erradicado. Los problemas del policía inician cuando llega Danny Witwer (Colin Farrell), un agente federal que tiene como objetivo encontrar fisuras en el sistema; se agravan después, cuando los videntes muestran que Anderton se convertirá en homicida. Entonces hace lo que, según él, hacen todos: huye. Sus excompañeros, por su parte, hacen su trabajo y van tras él para cazarlo.

Spielberg realiza un coctel que funciona la mayor parte del tiempo. Parte de una de las hipótesis que gustan a la ciencia ficción y sigue el desarrollo que su comprobación supone. El asunto avanza bien porque echa mano, además, de elementos del misterio (el segundo acto de la cinta mantiene la curiosidad: ¿Anderton cumplirá su “destino”, terminará por perpetrar el asesinato que en el presente le parece imposible?). La trama llega a buen puerto, por lo demás, porque se sigue una investigación, estrategia que ha probado su eficacia en muchísimas cintas (de la trilogía Millenium a Searching for Sugar Man, para sólo citar dos ejemplos). A todo esto habría que sumar algunas dosis de humor, que por momentos ayudan a evitar que el asunto cobre solemnidad (aunque en otros reducen la seriedad que lo expuesto parecía demandar). En conclusión: las dotes narrativas de Spielberg hacen avanzar con fortuna a  Minority Report (como sucede, dicho sea de paso, con la mayor parte de sus películas).

Fiel a su estilo, Spielberg concibe un dispositivo estilístico tan efectivo como lucidor. Con la cámara -en constante movimiento- consigue entre otras cosas establecer relaciones (como la primera vez que descubrimos que hay sensores oculares por medio de los cuales se identifica a toda persona que transita por algunos lugares), manipular el tiempo de algunas revelaciones (por ejemplo, la de un misterioso asesino, que resulta crucial para resolver el caso), transmitir la emoción de sus personajes (mediante el uso de cámara en mano) y construir un ritmo vertiginoso (el ingreso a la cámara de los videntes, con un travel, concede agilidad y hace impresionante el espacio al que se accede), con algunas “pausas” apacibles, pertinentes para procesar las implicaciones de lo visto previamente. El uso de lentes de distancia focal corta, por otro lado, contribuye a dar protagonismo al paisaje futurista que se esboza. En el manejo de la cámara y la puesta en escena, además, se perciben algunos guiños a Blade Runner. Como en ésta, uno de los primeros planos, por ejemplo, es un extreme close up de un ojo (la visión y la pre-visión resultan elementos sustanciales -para identificar a los humanos; para diferenciarlos de los réplicos, en la cinta de Scott- además de sugerir una perspectiva; los ojos aparecen también en laboratorios, como órganos separados de su función); en más de un pasaje predominan la luz dura y el contraluz, y la escena es bañada por un azul intenso y se hace visible una atmósfera onírica . Por otra parte, si bien es cierto que numerosas escenas se desarrollan por medio del diálogo (algunos pasajes adolecen de una verborrea excesiva), también lo es que algunas avanzan por lo que ofrece la imagen. Tanto en la imagen como el sonido, es valioso el aporte que hacen dos colaboradores de cabecera del cineasta: el fotógrafo Janusz Kaminski y el músico John Williams.

Pero el puente entre ambas no sólo es formal, sino temático. Tanto en Blade Runner como en Minority Report el objetivo de los personajes es prolongar su existencia (más que la sobrevivencia ante la adversidad). Como lo explica la doctora Iris Hineman (Lois Smith), quien contribuyó a la creación del sistema utilizado por Precrimen, es ésta la constante en todos los seres vivos. No es otro el impulso que mueve a los réplicos de la cinta de Ridley Scott. A este piso naturalista, sin embargo, Spielberg añade, como se sugiere líneas arriba, elementos que caben en la filosofía (“la Comisión Anticrimen”, anota un personaje, “es metafísica”). El gran asunto de la cinta es la libertad, como de hecho sugiere el título. Para la pre-visión de los asesinatos se utilizan tres videntes (dos gemelos varones y una mujer, que es la más fuerte). No es raro que alguno de los tres presente una versión diferente a la de los otros dos, a la que el sistema concede poco valor y termina por desechar. Esta visión discordante es el reporte minoritario, y prueba la posibilidad de un cambio, por voluntad del ejecutante, en el curso de los eventos previstos, es decir la capacidad de aquél de elegir algo diferente a lo que se da por hecho que va a suceder (a lo premeditado). Esta posibilidad hace cuestionable a Precrimen, pues no hay manera de tener una certeza total, de saber si el asesinato anticipado efectivamente va a suceder. (De la posibilidad de anticipar el acto criminal también parte The End of Violence de Wim Wenders, si bien al final es otro el afán). Detener al potencial asesino por algo que no cometió es lo que cuestiona Witwer, quien plantea la “paradoja fundamental” que supone alterar el curso del futuro aniquilando ese futuro (“no es el futuro si lo detienen”, afirma). La capacidad de elegir, incluso contra los impulsos, es uno de los rasgos que definen a lo humano, como sugieren otras cintas (con la pregunta “¿qué es lo que hace hombre al hombre?” inicia Guillermo del Toro Hellboy).

En este terreno habría que comentar el paréntesis para sugerir ingredientes religiosos al sistema. Como pronto descubre Witwer, Precrimen se concibe como una iglesia (el lugar donde están los videntes se llama “templo”) que, como también sugiere -haciendo un símil con la Grecia antigua-, es aprovechado por el poder civil (“el poder siempre está con los sacerdotes, si ellos inventaron el oráculo”); tiempo después veremos cómo los simples mortales se postran frente a un vidente, como si fuera una divinidad. “Nos dan esperanzas sobre la existencia de lo divino”, apunta Witwer.

En Minority Report Spielberg también vuelve a una de las constantes temáticas más tangibles de su filmografía: los sinsabores de la paternidad. Anderton es un padre atormentado -que sobrelleva su existencia gracias a su adicción a las drogas- porque no puede dejar de culparse de la desaparición de su hijo, a quien perdió en una alberca pública. La pasión con la que defiende Precrimen se explica porque él no deja de culparse, y busca evitar que alguien más sufra lo que él sufre. Pero además él es una especie de hijo de Lamar Burgess (Max von Sydow), su jefe y también creador del sistema utilizado por la organización. Tanto en Anderton como en Burgess, es el dolor por el mal provocado al hijo el lazo que termina por unirlos. (Parecería que, así, no hay filiación feliz, como de hecho abunda en Catch Me if You Can, su siguiente entrega).

Spielberg entrega una cinta que por momentos es un vehículo publicitario -de relojes, de autos, de bebidas- y concluye con un final feliz que parece más una imposición que la consecuencia de lo expuesto. Presenta, además, algunas lagunas argumentales (nunca sabremos las motivaciones reales del asesino que se revela al final, por ejemplo) y no va a profundidad en las líneas que presenta (¿qué consecuencias tiene alimentar esperanzas sobre la divinidad?, ¿las elecciones son siempre libres?). Sus conclusiones apuntan al hecho de que vivir pensando en el pasado (como Anderton) es tan perturbador como vivir pensando en el futuro (“estoy cansada del futuro”, apunta Ágata, la vidente). Al final, y a la luz de lo que el cineasta hizo después, la etapa aludida al inicio del texto no fue sino eso, y no el umbral de un nuevo Spielberg. No obstante, Minority Report cobra vigencia ante la evidencia reciente del uso de sistemas de espionaje que no sólo buscan anticipar las actividades de los gobiernos, sino las de la población civil. Pone sobre la mesa el afán de control de la autoridad, que cada vez restringe más las libertades que dice defender y alimenta el debate entre lo deseable y lo ético, entre lo legal y lo correcto.



[1]    Marcial Cantero Fernández, Steven Spielberg, Madrid, Cátedra, 1993, pp. 71-74

 

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