Hartsfield’s Landing no existe. Tampoco un país que se llame Qumar, o Kundu, y la Autoridad Nacional Palestina jamás fue liderada por Nizar Farad. Ni el más excéntrico contorsionista escogería esta manera de ponerse la chaqueta, y ninguna rueda de prensa de un político se ha dado por concluida porque sencillamente se agotaran las preguntas. Son y serán sorkinismos, una forma muy concreta de fantasía que se invoca con un santo y seña propio: Shibboleth
A esa llamada acudieron el pasado jueves una prietísima fila de fieles, cuando HBO Max emitió un episodio especial de El Ala Oeste de la Casa Blanca, catorce años después de su final. El reclamo teórico era tan bienintencionado como fue la serie: recaudar fondos para la entidad no partidista When we all vote, enfocada a combatir la abstención y la supresión de voto en las inminentes presidenciales estadounidenses. Pero tanto daba. Si hubiera sido para la protección del escarabajo cuernicorto sursudanés también habríamos estado allí. ¿Por qué en mitad de una pandemia, con líderes que amagan con beber lejía querríamos ver la resurrección de una fantasía política escapista? Obviedad: palabra de ocho letras.
Sí: es nostalgia. Desacomplejada, algo cursi y tan tramposa como es siempre la nostalgia. El creador de El Ala Oeste, Aaron Sorkin tenía a su alcance múltiples modos de traernos el pasado para hacer más soportable el presente pero escogió una de las más elegantes, descartando la secuela o el spin-off. Especialmente en esta era en la que nos asfixia el afán por no dejar morir nada de lo que nos avivó hace cada vez menos tiempo –vuelve Dexter, vuelven Las Brujas, vuelve hasta El Santo – no necesitábamos saber qué ocurría en el mandato de ese precursor obamiano de Matthew Santos, o si la administración Seaborn tenía (esta vez sí) un plan secreto contra la inflación.
Todo eso ya lo hemos conjugado en ojalás, en hipótesis entretenidas que dan para lo que dan. Lo que le pidieron a Sorkin, tal y como lo enunció Bradley Whitford en la introducción del episodio, es que se ciñera a ser Sorkin: “Haced un pequeño show en el que al final, todo salga bien”. A grandes rasgos, una de las más afinadas aproximaciones al espíritu de El Ala Oeste: una serie en la que (casi) todo el mundo acaba haciendo lo correcto.
Durante años, los argumentos que han servido para cantarle las alabanzas a la producción de NBC son exactamente los mismos que se emplean para denostarla: es una romantizada alegoría política, no una imagen fidedigna de esta; es naíf, crónicamente idealista, ensalza valores pasados de moda, su verbigracia es humanamente imposible… Como si anduviéramos cortos de entendederas, insisten en aclararnos que la realidad se parece mucho más a las chapuzas de The thick of it o Yes Minister. En serio: lo sabemos. Nosotros también nos hemos percatado de que se ha vuelto más verosímil que el inquilino del Despacho Oval emule a Frank Underwood y lance a alguien a las vías del tren a que le dé un cargo a un político rival solo por su excelencia, como Jed Bartlet.
Aunque Sorkin reconozca que carece de esa inteligencia que tanto admira y exalta en pantalla, eso también lo sabe. Por eso la resurrección puntual de El Ala Oeste no fue monumental, ni apeló a sus capítulos icónicos, sino que retornó a los básicos, a sus mimbres (diálogos feroces, dilemas morales, un poquito de walk&talk) a través de una recreación escenificada. Una especie de versión acústica, un tiny desk concert en un teatro vacío que reproducía casi palabra por palabra el episodio decimoquinto de la tercera temporada. No quería –y mira que estaban dispuestos a dárselo– ornamentos, sino una sobriedad sugerente y sofisticada que el director Thomas Schlamme elevó a delicia visual. El manejo delicado de luces y sombras, de columnas y juegos de cámara nos hizo ver el Air Force One y la Avenida de Pensilvania sin necesidad de verlos. A efectos puramente emocionales, no hay duda de que el show cumplió a pies juntillas con su misión: reunió a la pandilla de nuevo y nos brindó el divertimento de comentar cómo el tiempo ha sido implacable con algunos (Jed Bartlet, Josh Lyman, C.J Cregg), como otros siguen siendo sus niños mimados (Sam Seaborn, Donna Moss) y cómo los viejos rockeros siempre lo serán (Tobey Ziegler). Incluso aunque no estén (Leo McGarry). Un chapuzón de placentera nostalgia que, además de refrescarnos que el Hudson no es un río cuando pasa por Nueva York, hizo lo que se le reclamaba: prendió una luz. Trajo de vuelta la esperanza en esa manera inalcanzable de hacer política donde gana siempre el mejor discurso.
Pero Ursula K. Le Guin ya lo advertía: “Encender una vela es proyectar una sombra”.
A buen seguro cada cual tiene un capítulo en mente que habría encajado a la perfección en este honrosísimo objetivo de movilizar el voto en unas elecciones tan insólitas como las del próximo 3 de noviembre. Los hay a puñados, con más y menos colmillos, ideales para lanzar recaditos al electorado o a los candidatos. Sorkin eligió cuidadosamente Hartsfield’s Landing, vertebrado por dos partidas de ajedrez, una literal y otra metafórica. En una, Bartlet se enfrenta a un remedo de la crisis de los misiles, pero entre China y Taiwán. En la otra, el presidente se sienta frente al tablero con sus ayudantes para desembrollar sus propios dilemas sobre cómo manejar la imagen que proyecta ante la población. De fondo, el pueblo inexistente que da título al episodio (inspirado en la localidad de Dixville Notch), el primero en votar en las primarias de New Hampshire y que históricamente predice el vencedor. Ambas tramas convergen en el mismo punto: el voto, no como resultado, sino como proceso. La escalada de tensión de China solo esconde su molestia ante las elecciones libres de Taiwán y en Hartsfield’s Landing las cosas pintan realmente mal.
Sorkin, un honesto trilero, resuelve con su fórmula habitual los entuertos: todo el mundo acaba haciendo lo correcto. Josh y Donna dejan de hostigar a los discrepantes y optan por respetar el sentido de su voto (“Let them vote”) y Bartlet cede ante la obviedad (no es un líder humilde y sencillo) y se limita a ser Bartlet. Gana –¿lo dudaban?– todas las partidas y pronuncia su speech: “No soporto a la gente que quiere convencer a los demás de que las personas educadas son blanditas y privilegiadas, y solo buscan hacerles sentir inferiores. Ya sabes, eso de ‘Puede que él tenga estudios, pero yo hablo con sencillez, como tú’”.
Es una defensa de la inteligencia como virtud y no como vergüenza, que en su escritura original respondía al antiintelectualismo de la era Bush, pero que hoy, como todo, ha sido resignificado por Donald Trump. Y ese es el elefante en la habitación del capítulo especial, su principal sombra.
No es solo que no haya, por definición, nada menos partidista que animar a todos a votar. Ni siquiera que la organización impulsora tenga entre sus fundadores a Michelle Obama. Ni que los mensajes de las celebridades que aparecían en las pausas comerciales del episodio (la misma Michelle, Bill Clinton, Samuel L. Jackson, Lin-Manuel Miranda o Elisabeth Moss) fueran alegatos frontales contra prácticamente todos los desmanes de Trump. O que la única presencia republicana fuera además de ficticia, el ejemplar menos republicano del partido del elefante, con permiso de Vinick. Es algo más.
Sorkin, que ya ha prestado en otras ocasiones El Ala Oeste para que haga apasionadas súplicas por los demócratas (Martin Sheen volvió a ser Jed Bartlet para vender el Obamacare en prime time), esta vez no ha sido del todo honesto con su propia ficción. Prestarla ahora como una herramienta no partidista es una patraña, porque aunque la serie no puede en absoluto definirse como partidista, sí exponía con ardor guerrero y orgulloso su ideario, que no puede ser más antitético al que enarbola hoy uno de los candidatos. John Podhoretz no la definió como “pornografía política para izquierdistas” en vano. Quienes la quisimos, la quisimos con eso o por eso, igual da. Pretender que este capítulo especial apelaba a alguien más que a los conversos es abiertamente mentira y además, convierte todo el espectáculo en una cámara de eco bastante inane. De alguna forma, nos obliga a mirar a esas butacas del teatro, vacías por la Covid, y ver allí una ausencia. Porque a la parroquia que decían –falsamente– dirigirse ni en sueños iba a comparecer. Y si lo hacían, no verían sobre el escenario nada más que una conga de seres imposibles y canosos que no querían explicarles cuán errados están en sus planteamientos, sino dialogar sobre sus discrepancias. Y ya sabemos que, de este lado de la pantalla, la gente pocas veces acaba por hacer lo correcto.
Este reencuentro era para otros. Para los ni siquiera pertenecemos a su censo electoral o para los ya saben muy bien qué hacer. Para los que queríamos ver al presidente que se sabe de memoria la Micronesia quitándose las gafas de carey, a los que aplaudimos a Ainsley Hayes o chillamos en cuanto salió Joey Lucas. Los mismos freaks que discutimos qué despacho es mejor (el de Leo, por supuesto) o imitamos el acento de los exabruptos de Lord Marbury. Para los que, aunque nos gustó ver a Clinton riéndose de sus propias bromas como antaño, esperábamos de veras la aparición estelar de Arnold Vinick. En resumen: era un capítulo para refugiarse, para esperanzarse. Comfort food para el alma. No era una lección y no merecía ser presentada como tal. Lo insinuó Samuel L. Jackson en su discurso: la fantasía televisiva puede ser aspiracional… siempre y cuando nadie la confunda con la realidad. Especialmente ahora que la realidad se ha vuelto insoportablemente distópica.
El Ala Oeste fue, es, y será una fantasía. Y eso no implica que no exista. De nuevo, K. Le Guin: “Los niños saben perfectamente que los unicornios no son reales. Pero también saben que los libros sobre unicornios, si son buenos, son reales”.
Queríamos ver el unicornio porque existe, igual que Hartsfield’s Landing. Ser niños en esa Arcadia de the best and the brightest. Y eso tuvimos. Como reza uno de los sorkinismos más cacareados: “The only thing you ever had to do to make me happy was come home at the end of the day”.
Bárbara Ayuso es periodista en Jot Down.