Foto: Federico Rotter/NurPhoto via ZUMA Press

A la espera del desembarco enemigo

En Argentina el coronavirus ya llegó y se expande. Por ahora las cifras oficiales están lejos de las de China, Italia y España, pero será hasta dentro de unos días o semanas que sepamos si hemos hecho lo necesario para mitigar en todo lo posible sus consecuencias.
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¿Cuál es el exacto punto medio entre dos extremos que se desconocen? Esa es la pregunta que nos hacemos muchos en Argentina –y en el resto de América Latina– ante la información e incertidumbre que circulan por estos días entre nosotros. De un lado, la paranoia, el pánico, peleas por el papel higiénico como si en esos rollos estuviera inscripto el secreto de la subsistencia de nuestra especie, gente que sufre accidentes cerebrovasculares porque está en un crucero a cuyos pasajeros y tripulantes no les permiten bajar en ningún puerto.

Del otro, el escepticismo más irresponsable, las afirmaciones de que todo esto no es más que una “campaña del miedo”, que no es tan grave y que ya pasará, que basta con “vibrar alto y buena energía y luz”, personas que vuelven de zonas de riesgo y hacen lo posible por evadir la cuarentena, un hombre que le da una paliza a otro porque este le reclama que no salga a la calle a poner en riesgo a los demás.

Por fortuna, creo, la mayoría busca el equilibrio. En el momento de publicar este texto, los datos oficiales indican que en Argentina hay 301 casos de coronavirus, incluidas las seis personas que han muerto por la enfermedad. Parece poco en comparación con países como Italia y España, donde los fallecidos se cuentan por cientos y los infectados, por miles. Sin embargo, es posible que el número real de contagiados sea bastante mayor. En Italia y España hace dos o tres semanas manejaban cifras similares a las nuestras en la actualidad.

 

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Amigos y conocidos desde Europa nos enviaron muchos mensajes en que nos aconsejaban: “¡Actúen, que todavía están a tiempo!”. Y aquí se tomaron medidas. El gobierno nacional, presidido por el peronista Alberto Fernández, resolvió en un primer momento suspender las clases en todos los niveles educativos, licenciar a todas las personas mayores de sesenta años, cancelar o posponer todos los eventos que fueran a congregar mucha gente, desde el Lollapalooza y la liga de fútbol (aunque las autoridades, en un primer momento, deseaban que se siguiera jugando, sin público) hasta las presentaciones de libros a las que —se sabe— no asistirían más de una veintena de personas.

Sin embargo, muy pronto ganó fuerza la convicción de que todo eso no sería suficiente y que serían necesarias determinaciones más drásticas. El jueves 19, el presidente decretó la cuarentena obligatoria. Desde el primer minuto del día siguiente y salvo algunas excepciones (trabajadores de la salud, de la alimentación, recolección de residuos, etc., además de cuestiones como ir a comprar comida y otros productos esenciales) los argentinos no podemos salir de nuestras casas.

Mucho se habló acerca los votos supuestamente “prestados” con los que Alberto Fernández ganó las elecciones en octubre del año pasado. ¿Prestados por quién? Por la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, candidata a vicepresidenta en esta ocasión. El gran desafío de Alberto, según esa hipótesis, sería edificar su propio poder: obtener, a fuerza de liderazgo, la legitimidad necesaria para ejercer la jefatura del Estado.

La crisis económica y la descomunal deuda externa heredada lo situaban en un contexto claramente desfavorable para esa labor. Sin embargo, la pandemia le puso en las manos —además de un hierro caliente— una oportunidad inesperada. Y todo indica que Alberto Fernández la está aprovechando con creces. Ha sobrevolado en helicóptero Buenos Aires y su área metropolitana (donde se concentran el 70 % de los casos de todo el país) para comprobar el cumplimiento de la cuarentena, ha brindado numerosas entrevistas televisivas y ha interactuado con usuarios desde su cuenta de Twitter. Al menos por ahora, el efecto que genera es, dentro de todo, tranquilidad.

 

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Si desde hace bastante Twitter, Facebook y otras redes sociales funcionan como una suerte de termómetro de la realidad, parecen serlo todavía más en tiempos de confinamiento. Cuando el virus todavía no había llegado a la región, había tantos memes riéndose del asunto que algunos empezaron a versar sobre el hecho de que hubiera tantos memes. La semana pasada circuló uno muy gráfico: a un perro que unos días antes parecía reírse a carcajadas de los memes sobre el coronavirus, ahora la risa le salía más forzada. En los más actuales ronda —siempre en broma, pero ronda— la idea del apocalipsis.

Muchos apuntan que este encierro es una buena oportunidad para leer, incluso para entrarles de una buena vez a los grandes clásicos que nos esperan desde hace años. Autores y editoriales ofrecen sus libros gratis, en versión digital, como un aporte para quienes no hayan tomado la precaución de aprovisionarse de futuras lecturas.

También puede ser un buen momento para escribir. Santiago Llach, de cuyos talleres literarios en Buenos Aires participan decenas de personas, organiza desde hace siete años lo que dio en llamar –imagino que con menos ínfulas que sentido del humor– el Campeonato Mundial de Escritura, una propuesta para escribir al menos 3,000 caracteres por día (algo así como una paginita de Word) durante catorce días consecutivos. Un pequeño NaNoWriMo vernáculo. Pero si en las ediciones anteriores participaba la gente de sus talleres y algunos que otros más, en la de este año se inscribieron más de 3,000 personas. El reto comenzó ayer.

Cómo imaginaba alguien en Twitter: imaginen que en estas semanas todo el mundo se pone a escribir y el resultado son unas novelas buenísimas y en el futuro se habla de “la literatura de la generación coronavirus”. Cosas más raras se han visto…

 

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A todo esto, las noticias se actualizan casi minuto a minuto, y las del avance del virus eclipsan incluso a las que son consecuencia del avance del virus, como el crack económico que está generando: los mercados de todo el mundo se desploman, y en Argentina se devalúa el peso, aumenta el riesgo país y la economía local se desmorona, sobre todo la de los comercios medianos y pequeños y los trabajadores informales. Es imposible calcular los perjuicios económicos que toda esta crisis acarreará. Es secundario, también, ahora mismo.

En Chile, país con el que Argentina comparte la tercera frontera terrestre más extensa del mundo, el gobierno decretó el “estado de catástrofe” a partir del jueves de la semana pasada, después de que los casos se duplicaran literalmente de un día para el otro (en ese momento pasaron de 75 a 156; hoy ya son 746, incluyendo dos muertos). La mayor amenaza es el aumento exponencial que la propagación del virus puede tener. El hecho de que los números en nuestra región sean mucho más bajos que en Europa y Asia puede no deberse a que estemos haciendo las cosas mejor, sino simplemente a una cuestión de tiempos.

La canciller alemana Angela Merkel ha afirmado que el planteado por el coronavirus es “el mayor desafío desde la Segunda Guerra Mundial”. Para las generaciones que nunca hemos vivido una guerra ni una dictadura (yo tenía cuatro años cuando la guerra de Malvinas y cinco cuando los militares dejaron el poder por última vez, ojalá para siempre), todo esto es inédito y, sí, se parece a una guerra. Por ahora, una guerra para la que nos estamos preparando. El gobierno argentino anunció la construcción de ocho hospitales de emergencia en Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Resistencia. Como si hasta ahora solo hubiéramos sido bombardeados y estuviésemos a la espera del desembarco enemigo. En un sentido, es exactamente así.

Pienso en La guerra de los mundos, la novela de H. G. Wells en la cual la humanidad es salvada por los gérmenes, inofensivos para nosotros pero letales para los invasores alienígenas. Ahora —como ya ocurrió muchas otras veces en la historia— el enemigo invisible nos ataca a nosotros.

Ayer lunes llegó la mala noticia que se sabía que iba a llegar: el primer caso de transmisión comunitaria o autóctono, es decir, el primero de un paciente que no había estado en el exterior ni tampoco en contacto estrecho con alguien que hubiese viajado. Hay que mantener el protocolo de aislamiento al máximo. Dentro de dos o tres semanas tendremos una idea más clara acerca de qué tan bien estamos actuando y si se tomaron a tiempo las medidas oportunas. A ver cómo salimos de esta. Quiero ser optimista. No se me da muy bien. Lo sigo intentando.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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