Foto: Alejandro Jandry

Mariana Travacio: lo divertido de la escritura es no saber a dónde vas

Los protagonistas de las historias de la argentina Mariana Travacio atraviesan abandonos, pérdidas, desarraigos, desolación. Y ella descubre sus destinos a medida que los escribe.
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Tal vez ahora las cosas sean distintas, pero hasta hace un tiempo la mayoría de las personas, al cumplir 17 o 18 años y terminar la escuela secundaria y tener que elegir qué estudiar o qué camino seguir, sentían que se jugaban la vida entera. Cuando se vio en esa encrucijada, Mariana Travacio –quien había nacido en 1967 en Rosario, se había criado en Brasil y desde que era una adolescente vivía en Buenos Aires– dudó entre tres carreras universitarias: letras, psicología y filosofía. Y aunque su deseo mayor era escribir (por entonces ya había terminado una novela y varios cuentos “¿y quién no escribió un poema a esa edad?”, dice ahora, casi cuatro décadas después) el camino que tomó fue otro.

“Le tenía una admiración tan grande a la literatura que me daba mucho miedo y mucho pudor –recuerda–. Así que me dije: ‘Voy a estudiar psicología, que ahí voy a poder’”. Eso hizo: como tantos miles de personas en Argentina, estudió psicología. Se graduó y se especializó en la rama forense. Y le fue muy bien: ejerció la profesión, dictó clases en la Universidad de Buenos Aires, publicó ensayos y artículos académicos e incluso un Manual de psicología forense de casi 600 páginas… Hasta que un día, hace unos tres lustros, se cansó. Entró en crisis. “El deseo pulsa por salir”, explica Travacio con palabras que parecen salidas de una sesión de terapia. Comenzó a hacer talleres de escritura. Cursó la mitad de la licenciatura en letras y luego una maestría en escritura creativa.

En 2015 publicó una colección de cuentos titulada Cotidiano. Después llegaron otros cinco libros: las novelas Como si existiese el perdón (2016) y Quebrada (2022) y los relatos de Cenizas de carnaval (2018), Figuras infinitas (2021) y Me verás caer (2023). Varios se editaron también en España y ya se tradujeron al portugués, italiano, sueco, francés y euskera. Travacio añade que “No alcanza con reconocer el deseo: hay que habitarlo”. Todas esas publicaciones dan cuenta de la manera contundente en que ella, sin duda, está habitándolo.

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Los cuentos de Me verás caer –publicado hace unos meses por Tusquets en Argentina y por Las afueras en España– tienen un origen un tanto curioso. Poco después de terminar su libro anterior, Quebrada, Travacio se quebró. No es un juego de palabras: se cayó, se rompió una rodilla y tuvo que pasar seis meses postrada. Escribió en la cama (como Onetti) los cinco cuentos que conforman el que por ahora es su último libro.

“Yo nunca había escrito desde el dolor físico –dice la autora mientras toma jugo de naranja en el patio de un bar, durante una muy agradable tarde de verano en Buenos Aires–. Fue una escritura rara para mí. Muy pulsional, como de urgencia. Lo que la dispara es un poema de la querida poeta rosarina Beatriz Vignoli, que es el epígrafe del libro y empieza así: ‘Si te dicen que caí / no vengas a enseñarme aerodinámica revisionista…’ Fue una suerte de brújula, de faro. Me ayudó un montón a cruzar esos meses. Y fue un poco también la brújula del libro. Por eso salieron cuentos de mujeres en puntos de inflexión de sus vidas. Cuentos de caídas, de rupturas, de equilibrios que se rompen”.

Ese rasgo, de todos modos, no es exclusivo de sus últimos relatos. En la mayoría de sus textos los protagonistas atraviesan alguna situación difícil: un trauma, una pérdida, un dolor. Como si existiese el perdón es una especie de western que comienza con una muerte y eslabona venganzas. Quebrada narra la historia de una búsqueda que es a la vez una peregrinación causada por la pobreza, las marginaciones económicas que derivan en desarraigo y tristeza. Los paisajes son áridos, desérticos: son novelas de intemperie, de desolación. Los cuentos son más urbanos, pero también están plagados de abandonos, de caídas, de desastres naturales, de desgracias.

¿Hay un porqué? ¿Tiene Travacio alguna hipótesis que de alguna manera explique la pesadumbre de sus relatos? Su respuesta es que “cada quien escribe no lo que quiere sino lo que puede”. “Lo que queremos decir lo tenemos más o menos claro pero generalmente no está hecho de palabras”, afirma recordando a Marguerite Duras; y también recuerda a Rulfo, quien advirtió que “estamos contando lo mismo desde Virgilio” y que no existen más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte.

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Un recuerdo iniciático. Durante su infancia en San Pablo, Brasil, Travacio estudió en un liceo francés, por lo cual sus primeras lecturas (“el Netflix de su infancia”, define) fueron en portugués o francés, y lo que leía en lengua española eran traducciones de libros en otros idiomas. Hasta que un día, cuando ella tenía trece años, su madre llegó a casa con dos superclásicos en versión original: Cien años de soledad y La casa verde. García Márquez y Vargas Llosa representaron una auténtica epifanía.

“Cuando leo literatura en mi lengua madre, mi primer encuentro con la literatura sin que mediaran traducciones, se me perplejizan los ojos –cuenta Travacio–. ¡Ah, se puede escribir así! ¿Qué demonios estuve leyendo todo este tiempo? Y eso que leía a Dickens, Poe, Hemigway… pero todo traducciones. Me deslumbro, no tanto por el qué se está narrando, sino por cómo se puede narrar. Me atrapa de un modo tal que me acuerdo que era un verano en Brasil y yo estaba en la cama leyendo y la gente me decía: ‘Vamos a la playa, vení’, pero a mí no me movieron del cuarto todo ese mes, me lo pasé leyendo esos libros en loop. Fue un deslumbramiento total”.

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Ese deslumbramiento tuvo sus efectos, y los sigue teniendo, en la escritura de Travacio. En sus páginas (no solo en las escritas bajo los efectos del dolor) se percibe un trabajo muy cuidadoso con la “respiración” de los textos, la puntuación, la sintaxis. Los modos de decir definen a los personajes, determinan la acción. Al referirse a este tema, la autora vuelve a citar a Rulfo, quien “decía que para narrar cualquier historia solo hacen falta tres cosas: un personaje, el ambiente donde se va a mover ese personaje y la voz con la que ese personaje va a hablar”.

“A mí lo que me pasa –agrega– es que, si encuentro la voz, el personaje ya está de pie y ya sé dónde está. De alguna manera, en cómo habla una persona vos tenés todo: qué puede pensar y qué no, qué puede hacer y qué no, qué puede decir y qué no. Pero esa búsqueda de la voz es el trabajo mayor. Aun si tengo la anécdota y la emoción que quiero transmitir, mientras no tenga la voz, el narrador, no tengo nada”.

Es por ello que Travacio pertenece al bando de quienes no saben adónde va una historia cuando empiezan a escribirla. “No tengo un camino. Sé que hay un conflicto, pasó esto, y es como si yo les preguntara a los personajes: ¿y ahora qué hacemos? ¿Ahora para dónde vamos? De lo contrario, si ya sé lo que va a pasar, ¿para qué voy a escribir? Es un embole. Me aburro. Lo divertido de la escritura es no saber. Es habilitar incluso que algo pueda suceder en el acto de la escritura. Algo que te sorprenda”.

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Un ejemplo: el origen de Como si existiese el perdón. Travacio estaba de visita en un pueblito de Brasil. Una noche se extravió y terminó presenciando, en una callecita muy estrecha, un ritual funerario. Un grupo de hombres con túnicas blancas, los pies descalzos sobre un piso de tierra, velaban a un muerto, haciendo música con panderetas y cantando “con unas voces de ensueño”. Travacio volvió al lugar donde se alojaba fascinada con la escena y escribió lo que luego sería el primer capítulo de la novela. En ese primer capítulo hay un muerto y hay tierra y aparece la palabra pie. Pero sobre todo lo que apareció para ella fue una voz: la voz de Manuel, el narrador.

“Y es lo que hablábamos: cuando aparece la voz lo veo al personaje y sé dónde está. Lo que me divierte es explorar la sintaxis de esa voz. Cuando apareció la voz de Manuel a mí me resultó totalmente ajena, era una gramática no podía seguir. Me pasé más de dos años abriendo y cerrando ese archivo que había escrito en Brasil. Escribí otras cosas, cuando me acordaba decía ‘a ver’… Lo quería retomar y no podía. Pero me atraía. Era una dificultad pero al mismo tiempo un desafío. De tanto abrir y releer ese archivo debo haber internalizado esa musiquita, la voz de Manuel, porque una mañana, dos años después, la leí y escribí lo que sigue”.

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Cuando se cayó y se rompió la rodilla, Travacio escribía una novela que, al igual que las anteriores, transcurre en un entorno natural, salvaje, donde los personajes deben abrirse camino a machetazos. “Pero mi cuerpo, en ese estado, no podía escribir eso –señala la autora–. Necesitaba estar físicamente mejor”. Como si ella misma estuviera ahí, machete en mano, haciendo frente a los elementos. El incidente le sirvió para tomar conciencia de “cómo se escribe desde el cuerpo, cómo el cuerpo interviene en la escritura. Es notable”.

Ahora, ya recuperada de la lesión, volvió a la escritura de esa novela. Y también de otra más: trabaja en ambas a la vez, “a ratos en una y a ratos en la otra”. ¿Cómo es ese intercambio, ese ir de un mundo a otro, de una voz a otra diferente? Por supuesto, no podemos saberlo. Habrá que esperar a que se publiquen y, en todo caso, disfrutarlas en paralelo, acaso una vez más acompañando a unos personajes que, como puedan, atravesarán penurias con la esperanza de que en el final del camino –ese final que la autora conocerá junto a ellos, al mismo tiempo que ellos– encuentren al menos un poco de luz. ~

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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