El 20 de noviembre fallecía a los 91 años la filósofa Judith Jarvis Thomson (Nueva York, 1929). El reconocimiento ha sido unánime en el mundo académico anglófono: “una de las grandes”, “una de las filósofas más influyentes de los últimos cincuenta años”, han sido algunas de las cosas que se han dicho de ella tras su muerte. Es dudoso, con todo, que su reputación llegara al gran público; nada más alejado de Thomson que las celebrities del pensamiento que llenan grandes auditorios y ocupan las páginas de los medios de comunicación. Su carrera fue la de una filósofa profesional cuya labor se desarrolló a través de la docencia, congresos académicos y publicaciones especializadas. Prácticamente toda su vida fue profesora en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), adonde llegó en 1964 tras completar el doctorado en la Universidad de Columbia; allí ocupó la cátedra Laurence S. Rockefeller de Filosofía hasta su nombramiento como emérita.
Si algo destacan los comentarios de estos días, es la fuerte impronta que dejó en estudiantes y colegas. Sin embargo, Thomson no deja una escuela ni podría dejarla, pues no fue portavoz de ninguna teoría filosófica ni persiguió una gran idea. Su influencia hay que verla en su manera directa y fresca de tratar los problemas filosóficos, sin dejarse condicionar por teorías o concepciones previas del método filosófico. Puso la erudición filosófica siempre al servicio de la clarificación del problema, de buscar la distinción relevante o desentrañar las implicaciones de una tesis. En el más puro estilo analítico, Thomson nos enseñó a ver la filosofía no como un asunto de pensadores profundos, sino como una actividad encaminada a resolver problemas. Así lo destacaron sus colegas en un libro homenaje: su propósito fue siempre plantear las cuestiones del modo más claro posible para encontrar la respuesta correcta.
De ahí su impaciencia con la charlatanería, las tesis pretenciosas y aquellos que pretenden hacer pasar lo confuso por profundo, conocida por sus estudiantes. A un alumno que le preguntaba a qué se refería por “verdadero”, se limitó a escribirle en la pizarra: ‘P’ es verdad si es el caso que P. Según recordaba Claudia Mills, “no eloquence!” era su consejo invariable a los alumnos a la hora de escribir un trabajo. Esa exigencia de claridad se trasladó a su forma de escribir limpia, precisa y abundante en ejemplos; como señaló en alguna nota a pie de página, “la prosa debería ser transparente, como un cristal” a través del cual se puede ver perfectamente. No parece mal ideal al que acercarse esa prosa cristalina y despojada de adorno.
De la diversidad de sus intereses filosóficos dan buena cuenta sus numerosos artículos en las mejores revistas académicas así como sus principales libros: Acts and other events (1977); su antología Rights, restitution and risk (1986); The realm of rights (1990); Moral relativism and moral objectivity (en colaboración con Gilbert Harman, 1996); Goodness and advice (2001) y Normativity (2008). Thomson ha escrito de cuestiones de metafísica, como la causalidad o la identidad de objetos y eventos, con incursiones en epistemología, pero sobre todo de filosofía práctica, donde ha cultivado todos los campos: filosofía de la acción, teoría ética, ética aplicada y metaética. En la jerga filosófica, la metaética es aquella parte de la filosofía moral que se ocupa de cuestiones del tipo de si los juicios morales pueden ser verdaderos o si existen hechos morales; la ética aplicada, como su nombre indica, usa los conceptos y argumentos filosóficos para analizar y discutir problemas morales como el aborto. De los asuntos más abstrusos de la metaética, como la objetividad y el relativismo, a las controversias en ética aplicada, como el suicidio asistido, la discriminación en la contratación laboral o la libertad académica, de todo ello se ocupó con su estilo meticuloso.
Por eso hay cierta injusticia en que sea conocida más que nada por su artículo de 1971 sobre el aborto, publicado en el primer número de Philosophy and public affairs; en mi experiencia, es lo único que muchos filósofos conocen de su obra. Con ello no resto méritos a un trabajo seminal, que se ha convertido en referencia obligada de la literatura al respecto y ha sido recogido en numerosas antologías. La discusión sobre el aborto se había centrado en si el feto es una persona y, por tanto, tiene derecho a la vida, o en qué momento del desarrollo adquiere ese estatus; de tenerlo, se concluía, el aborto no está moralmente permitido. Thomson cambia los términos de la discusión del modo siguiente: concedamos en aras del argumento que el feto tiene derecho a la vida y veamos si de ahí se sigue que el aborto es impermisible en todos los casos. Para ello ofrece una pieza notable de razonamiento analógico, inventando uno de los experimentos mentales más conocidos de la filosofía contemporánea: supongamos que una mañana te despiertas en el hospital conectada al sistema circulatorio de un famoso violinista que padece una grave enfermedad del riñón, por lo que necesita usar los tuyos para vivir. Nadie dudaría que el violinista tiene derecho a la vida, ¿eso implica que no puedas desconectarte y que estés moralmente obligada a permanecer conectada por el tiempo que haga falta, nueve meses o nueve años? La gracia está en seguir las vueltas del argumentos de Thomson.
En el ensayo sobre el aborto aparecen dos características destacables del trabajo de la filósofa, una de método y otra de tema. Thomson recurre constantemente a la técnica de imaginar situaciones hipotéticas que funcionan como auténticos experimentos para el filósofo moral; con ellas se trata de examinar nuestros juicios morales sobre el caso para ver cómo varían cuando se modifica alguna circunstancia relevante. El experimento mental por excelencia es el celebérrimo trolley problem, inventado por la británica Philippa Foot en otro artículo famoso sobre el aborto y en torno al cual se ha generado una abundante literatura especializada en trolleology. Pocos autores han contribuido tanto a esa discusión como Thomson, que le dedicó tres importantes artículos donde introducía nuevas variantes del dilema, como la del “hombre gordo”; es más, le debemos la misma denominación, pues el tram británico se convirtió en trolley cuando cruzó el Atlántico en los setenta.
Recordemos la situación original: un tranvía se dirige sin frenos hacia cinco personas, a las que arrollará a menos que el conductor lo desvíe hacia un ramal donde matará a una sola. Podemos cambiar al conductor por un viandante que puede alterar el curso de la vagoneta girando una palanca. Si preguntamos si está moralmente permitido desviar el tranvía, la gran mayoría de las personas dirá que sí. Imaginemos ahora otro escenario propuesto por Thomson: la misma situación pero ahora el viandante no tiene palanca y lo único que puede hacer es empujar a la vía a una persona de suficiente envergadura como para detener el tranvía (el “hombre gordo” de antes de la corrección política). En este caso, salvando a los utilitaristas, la mayoría de las personas dirían que es moralmente inadmisible. Si los números son los mismos, que muera uno para salvar a cinco, ¿qué explica la diferente respuesta en ambos casos?
Hay quien ha buscado la respuesta en la vieja doctrina del doble efecto, mientras Foot recurrió a la distinción entre obligaciones positivas y negativas. Para Thomson la clave estaría en la idea de derecho. En realidad, esa es la cuestión que planteaba en el ensayo sobre el aborto: qué significa moralmente tener un derecho, o qué consecuencias se siguen de estar en posesión de un derecho. A poco que uno repase su obra, verá que vale para buena parte de ella el título que le puso a un artículo menor: cavilaciones sobre derechos. Al asunto le dedicó un largo estudio en el que probablemente sea su mejor libro: The realm of rights; siendo un libro que me pareció deslumbrante, no deja de asombrarme que, treinta años después, siga sin traducirse al español.
El libro ofrece una teoría completa de los derechos, una exploración de la región de los derechos dentro del continente de la moralidad, como anuncia al comienzo. La labor de clarificación empieza por la misma noción, pues por ella podemos referirnos a cosas muy distintas: a un derecho-exigencia que es correlativo con la obligación de otro; a una libertad, que es la ausencia de obligación hacia otro; a una facultad o poder para cambiar nuestros derechos y obligaciones o los de otras personas; a una inmunidad que nos exime del poder de otro; o bien a combinaciones variables de ellas. Para entender la relevancia moral de los derechos examina cuidadosamente su relación con otros conceptos morales, especialmente con aquello que debemos hacer, todas las cosas consideradas; lo que equivale a preguntarse cuándo está justificado infringir un derecho.
Como en el resto de su obra, la discusión tiene un marcado carácter anticonsecuencialista. Thomson fue una crítica implacable del utilitarismo y usa la noción de derecho para atacarlo en su núcleo mismo, el consecuencialismo, según el cual la acción moralmente correcta sería aquella que maximiza el bien, produciendo las mejores consecuencias posibles. Como el escenario del hombre gordo prueba, no siempre está justificado infringir los derechos de una persona para producir un mayor bien como pretende el utilitarismo; de hecho, si los derechos funcionan como protecciones de las personas es, entre otras cosas, porque fijan límites a lo que se nos puede hacer incluso para incrementar el bien o mejorar el mundo. En trabajos posteriores lleva más lejos el ataque, pues el mandato de producir las mejores consecuencias resulta discutible, o directamente carente de sentido, a la vista de las diversas formas en que las cosas pueden ser buenas.
Por otra parte, una teoría moral de los derechos se sirve de nuestros juicios morales como datos sobre los que trabajar; si quiere extraer conclusiones a partir de ellos, han de ser verdaderos (o falsos). ¿Qué otra cosa decimos cuando sostenemos que p implica q si no que la verdad de q se sigue de la verdad de p? De ahí la importancia que tuvo para Thomson defender la objetividad en ética, entendida en el sentido de que es posible descubrir que algunos juicios morales son verdaderos. Por ello se aplicó a diseccionar los planteamientos no-cognitivistas, que sostienen que los juicios morales no son susceptibles de verdad, sino que vienen a dar expresión a nuestros sentimientos y actitudes. Algunas de sus mejores páginas están dedicadas examinar la supuesta discontinuidad entre hechos y valores a la que se acogen quienes niegan que haya verdades morales.
No es poco lo que se juega la filosofía moral aquí. Desde Sócrates, su labor consiste en preguntarse cómo casan nuestras creencias morales unas con otras, con el fin de ajustarlas, revisarlas y dar cuenta de ellas. De ahí su importancia para Thomson. De creerla, los seres humanos no solo queremos tener creencias verdaderas acerca de lo que debemos hacer, pues también necesitamos saber por qué son verdaderas cuando las cosas no encajan o surgen los desacuerdos.
Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga.