Imagen: Wellcome Collection

Barriles repletos de corazones

Un tal Carnicero Vegetariano promete sustitutos de soya tan bien disimulados que uno no se dará cuenta de que la hamburguesa es falsa. Para mantener la fantasía, el verdulero se hace llamar carnicero.
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Cierta vez que comprábamos corazones de pollo en Varsovia, la dependienta le dijo a mi mujer: “Su gatito se va a poner muy contento.” Yo me puse a maullar. Cuando viví en Andalucía le pregunté a mi carnicero si los vendía. Parece que fui el primer cliente en lanzarle tal duda, pues no tuvo respuesta sino hasta mi siguiente visita. “Sí, pero solo en barriles de diez kilos.” Recordé que en el primer párrafo de mi primera novela en su primera versión, había escrito “barriles repletos de corazones”, pero decidí borrarlo por insistencia de mis colegas. “Suena a García Márquez”, me dijeron.

Supe que los barriles de diez kilos iban a Ceuta, donde el corazón del pollo es una delicadeza. No solo son sabrosos, también son bellos.

Más fácilmente consigo los estómagos de pollo. Pongo a cocer frijoles con los estómagos en fuego muy bajo y les echo chiles secos, ajo y algunas especias. A la vuelta de cinco horas tengo un plato delicioso.

La tradición le ha dado al músculo de los animales mejor reputación que a los órganos y glándulas, tanto así que hay quienes solo consideran carne la parte musculosa. Por eso Don Quijote se daba gusto comiendo duelos y quebrantos en días que la carne estaba prohibida. Hay quienes lo interpretan como huevos con torreznos, pues es lo que hoy se sirve en los restaurantes, pero el viejo Diccionario de Autoridades lo define como “tortilla de huevos y sesos”.

Plutarco dice que los antiguos no apreciaban los sesos; por eso la gente “tira y arroja el encéfalo por aborrecerlo”. Habla de cómo cambian las costumbres culinarias, y menciona que “muchas de las cosas que antes no se probaban ni comían ahora son agradabilísimas, como el vino con miel y la matriz de cerda”.

El vino con miel prefiero evitarlo, en cambio me apetece saber cómo preparaban los antiguos la matriz de cerda. La conozco en los tacos de nana, pero algo especial debía ser en aquel entonces, pues leamos este fragmento de El banquete de los eruditos, libro romano del siglo III: “Hiparco, el que compuso la Ilíada egipcia, menciona en estos términos la excelencia de la matriz de cerda que ha malparido:”

Lo que a mí me encanta es una cazuela o el hermoso aspecto de una matriz de cerda que ha abortado, y un lechón que huele agradablemente en el horno.

Mientras que el oscurecido escritor Sópatro celebró así el manjar:

Pero qué fecunda la matriz de la cerda que ha abortado, cocida en su punto, blanquecina de aspecto, se vuelve como el queso.

Supongo que no será exacta la comparación con el queso, pues entonces se podría comer queso, y habiendo tantos quesos tendríamos que preguntar cuál de ellos sabe a matriz maltrecha. Que no ocurra como en el cuento de Monterroso sobre la rana que “dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo”.

Suetonio cuenta de Aulo Vitelio, gran glotón que un día ofreció en un banquete “hígados de pez loro, sesos de faisanes y pavorreales, lenguas de flamencos e intestinos de morenas”. Por algo las estatuas de Aulo Vitelio requerían más mármol que las de otros emperadores romanos.

Hoy cenaré hígados de pollo acompañados de mămăligă, un plato que mucho disfruto. Me como los hígados de cualquier animal sin observarlos como lo hacían en la antigüedad los hepatomancios, que buscaban en su forma, sus accidentes e imperfecciones presagios sobre el futuro. Un hígado de cordero podía determinar que se acometiera una batalla o se dejara para mejor ocasión.

Pienso en comida. Todos los días pienso en comida. Hoy he estado imaginando carnes y entrañas porque me llegó una publicidad de un tal Carnicero Vegetariano que promete sustitutos de soya tan bien disimulados que uno no se dará cuenta de que la hamburguesa es falsa. Para mantener la fantasía, el verdulero se hace llamar carnicero. A su producto le llama “carne de soya” o “hamburguesa de soya”. No “plasta averdurada de granos de soya con remolacha”.

Quienes se engañan quieren pasar de lo menos a lo más con la imaginación, y nunca al revés. Vale delirar con que un mejunje sabe a carne. Pero no sé de nadie que, mientras come un rib eye término medio, se fuerce a imaginar que se trata de un puré de zanahoria.

Esa supuesta transubstanciación se da con la carne de res y a veces con la de pollo; entre esos mazacotes vegetarianos y unos núguets o una hamburguesa de cadena gringa, pero nada que se compare a la hamburguesa que hago en casa con trozos de trescientos gramos de carne de res, goteando un poco de esa sangrita que no tiene la soya ni aun inyectándole remolacha.

Los que amamos las mollejas, el hígado, los estómagos o callos, los corazones, las tripas, los sesos, los ojos, la lengua, el rabo, el tuétano, los riñoncitos, la oreja a la plancha, ¿a qué carnicero vegetariano acudiríamos?

Ya se lamentaba hace dos mil años un hombre en una carta: “Sufrimos un tratamiento indigno, pues, mientras que a unos se les sirve tetillas, vulvas e hígado tan suave como el rocío, a otros, en cambio, se nos da un puré de legumbres”.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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