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La editorial Atalanta, con sede en Gerona, España, publicó el año pasado una antología titulada A través del espejo. La edición, a cargo del madrileño Andrés Ibáñez, reúne textos de una treintena de autores —de los hermanos Grimm a Adolfo Bioy Casares, pasando por Rainer Maria Rilke, Juan Valera, Giovanni Papini y Virginia Woolf— unidos por un rasgo temático común: precisamente, los espejos. Y, junto con ellos, algunos de sus usos y posibilidades: apreciar el propio reflejo (y morir por él, como Narciso en el mito narrado por Ovidio), acceder a todas las apariencias del mundo (como describe Borges en “El espejo de tinta”, cuento tomado de su Historia universal de la infamia) o dar lugar al doble, el doppelgänger (como el William Wilson de Edgar Allan Poe).
Quizás la más extravagante de todas sus aplicaciones sea la bélica: espejos como armas. Se llama espejo ustorio (del latín ustoris, “el que quema”) al que tiene forma cóncava y un gran tamaño, de forma tal que puede concentrar en su foco los rayos del sol y dañar con su calor. Cuenta la leyenda que Arquímedes, en el siglo III antes de nuestra era, incendió la flota del cónsul romano Marcelo en Siracusa sirviéndose de estos espejos. En uno de los últimos textos del volumen editado por Atalanta, el historiador de arte lituano Jurgis Baltrušaitis (1903-1988) se pregunta si el rayo mortal de Arquímedes —tal como se conoce la leyenda— puede ser posible. Diversos experimentos científicos modernos han intentado demostrarlo, con resultados dispares.
El mes pasado, de hecho, Eric Jacqmain, un estadounidense de 25 años aficionado a la ciencia, subió a YouTube un video en el que enseña su R23k Solar Death Ray, es decir, su “rayo solar mortal”. Se trata de una antena parabólica sobre cuya superficie Jacqmain pegó 23.000 pequeños espejos (de ahí los “23k” del nombre). Según su descripción, la suma de los espejos recogen 1,1 kilovatios de potencia y generan un rayo cuyo brillo es 10 mil veces más intenso que la luz diurna normal. En el video se puede ver cómo el aparato reduce a cenizas una lata de gaseosa, una pelota de golf, un encendedor, un trozo de cristal y hasta un candado.
Ahora bien, ¿pudieron Arquímedes y sus guerreros siracusanos, con la tecnología de hace 23 siglos, quemar barcos enemigos a cientos de metros de distancia? Es una pregunta difícil de responder.
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Hasta hace unos días, en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) se pudo visitar Tiempo partido, la primera exposición retrospectiva del colectivo de artistas canadienses General Idea en América Latina (primero había pasado por el Museo Jumex, en la Ciudad de México). Una de las acciones retratadas por la muestra es Light On, un proyecto de base performativa que los artistas llevaron a cabo en 1971.
“Se trata —según Agustín Pérez Rubio, curador de la muestra— de la investigación y el análisis de un reflejo de luz emitido por dos grandes espejos, con una estructura que rotaba a 180 grados en vertical y horizontal. El dispositivo se puso en funcionamiento durante el solsticio de verano de 1971 en siete ciudades de Canadá. Los artistas manipularon el espejo para proyectar luz sobre paisajes, edificios, personas y objetos”.
Pérez Rubio afirma que Light On es un buen ejemplo de que “para los artistas era fundamental observar la coexistencia entre la naturaleza y la cultura”, ya que “la relación que se establece entre lo real y lo artificial es uno de los mayores aportes del grupo General Idea”.
Este uso artístico por parte del colectivo canadiense recuerda mucho menos al recurso bélico atribuido a Arquímedes, por supuesto, que a las proezas de utilizar espejos para llevar la luz del sol a sitios que la reciben en cantidades escasas. El primer intento data de los años noventa, cuando Rusia puso espejos en órbita para alargar las horas de luz en regiones cercanas al círculo polar ártico. En febrero de 1993, un satélite proyectó un punto de luz de 5 kilómetros de diámetro, que recorrió parte de Europa a 8 kilómetros por segundo con la luminosidad de una luna llena. Las nubes, sin embargo, impidieron ver el prodigio desde la Tierra. Luego el satélite se dañó y el proyecto acabó por cancelarse en 1999.
Más exitosas han resultado las iniciativas de dos pueblos europeos que instalaron espejos en montañas cercanas para acceder a la luz del sol en invierno. El que marcó el camino fue Viganella, en los Alpes italianos, muy cerca de la frontera con Suiza. En diciembre de 2006, adquirió notoriedad mundial al inaugurar sus catorce paneles espejados de acero bruñido, que permiten a sus 185 habitantes gozar de la luz del sol entre noviembre y febrero, meses entre los cuales el sol no sale de su escondite detrás de las montañas. La experiencia la repitió en 2013 un pueblo noruego llamado Rjukan, cuyo caso era más extremo: sus 3.500 habitantes vivían privados de la luz del sol entre septiembre y marzo, es decir, la mitad del año. Tanto cambió la vida en este lugar del mundo que, en 2015, la UNESCO otorgó a Rjukan el estatus de Patrimonio de la Humanidad.
Uno de los objetivos de la instalación de espejos para llevar luz natural a pueblos que durante buena parte del año no la reciben es reducir los índices de trastorno afectivo estacional, un problema también conocido como “depresión de invierno”, que según los expertos es una consecuencia de la disminución de la exposición a la luz natural. De un modo mucho menos ambicioso, la luz del sol transportada a través de espejos ha permitido el desarrollo de claraboyas tubulares, unos dispositivos diseñados para atravesar altillos o desvanes y que permiten llevar la luz natural al interior de cualquier habitación.
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A partir de todas estas ideas y experiencias, se me ocurre que la literatura no ha aprovechado lo suficiente hasta ahora las capacidades de los espejos. Es cierto que ha jugado con sus reflejos y con los infinitos que permiten crear con solo enfrentar un espejo con otro. Es cierto que ha fantaseado con los dobles y demás imágenes nuevas que podrían crear, y con los otros mundos que podrían albergar, como el que visitó la Alicia de Carroll. Es cierto que les ha supuesto roles más activos, como aquel que le decía en voz alta a la madrastra de Blancanieves que era la mujer más bella del reino.
Sin embargo, da la impresión de que una cualidad tan concreta como la de llevar luz de un sitio a otro parece haber sido poco explotada hasta ahora. Y es que, cuando se trata de luz —luz en estado puro, podríamos decir—, el espejo no se limita a reproducir, a crear una imagen ficticia, un mundo que se queda del otro lado como mera reptición de este. La luz que el espejo devuelve es tan real como la que recibe; y puede prevenir depresiones, ahorrar electricidad, hacernos ver el mundo de otra manera. Se me dirá que no se trata de una luz propia. Pero tampoco la luna brilla con luz propia, y sin embargo ella sí ha sido innumerables veces homenajeada. La generosidad de los espejos sigue a la espera de novelas y cuentos que le hagan justicia.
Por lo demás, añadiré que mis espejos literarios preferidos no fueron incluidos por Andrés Ibáñez en A través del espejo. Son los espejos de la isla de Pascua, esos que según Cortázar atrasan cuando se hallan en el oeste de la isla y adelantan cuando se ubican en el este. “Con delicadas mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora, pero el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro, pues los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da la real gana”. Supongo que me gustan porque son unos espejos muy humanos. De todos modos, solo están bien para la literatura. En la vida real prefiero que los espejos respondan con puntualidad.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.