La radio, las transmisiones deportivas y la literatura: una brevísima historia

Cortázar fechaba el nacimiento de la radio en una noche de 1923, cuando oyó desde Buenos Aires la transmisión de una velada boxística en Estados Unidos. En la misma línea, se podría decir que la radio murió en algún momento de los años ochenta, cuando cedió definitivamente el liderazgo entre los medios masivos a la televisión.
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Una vez le preguntaron a Cortázar cuáles eran los grandes acontecimientos del siglo XX que le había tocado vivir. Respondió que había asistido “al nacimiento de la radio y a la muerte del box”. Tales acontecimientos habían ocurrido en simultáneo, según el autor de Rayuela, la noche del 14 de septiembre de 1923, cuando Jack Dempsey noqueó en Nueva York al argentino Luis Ángel Firpo en un combate por el título mundial de los pesos pesados.

“Yo tenía nueve años, vivía en el pueblo de Banfield [provincia de Buenos Aires], y mi familia era la única del barrio que lucía una radio caracterizada por una antena exterior realmente inmensa, cuyo cable remataba en un receptor del tamaño de una cajita de cigarros pero en el que sobresalían brillantemente la piedra de galena y mi tío, encargado de ponerse los auriculares para sintonizar con gran trabajo la emisora bonaerense que retransmitía la pelea. Buena parte del vecindario se había instalado en el patio con visible azoramiento de mi madre…”

 

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La radio, en rigor, había nacido unos años antes, en 1920 y en poco tiempo se difundió de forma masiva. Cortázar sitúa el nacimiento simbólico de la radio en la transmisión de aquel acontecimiento deportivo, por un lado, debido a lo novedad que representó en ese momento poder saber casi de inmediato lo que ocurría a 8.500 kilómetros de distancia, y por el otro, por la trascendencia y la carga de patriotismo que en la Argentina se le dio a aquel combate.

El caso es que, para muchos argentinos, el propio origen de la radio está muy entroncado con su propio nacionalismo. Según algunas versiones —sostenidas sobre todo desde la Argentina, claro está— fue en este país donde nació la radio tal como la conocemos, es decir, transmisiones para entretenimiento con una programación regular. Las fuentes que indican que esas primeras emisiones se produjeron en Canadá, Holanda o Estados Unidos son, desde luego, desestimadas.

Se me ocurre, ahora, seguirle el juego a Cortázar, aceptar que la radio nació aquella noche de 1923, y hacer un pequeñísimo repaso por la historia de la radio a partir de cuatro escenas literarias. Escenas que retratan la extraña conjunción entre la radio, los deportes —boxeo y fútbol, los dos más populares en la Argentina del siglo XX— y ese nacionalismo bastante insensato que a los argentinos tan bien se nos da.

 

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Un cuento de Marcelo Luján conjetura cómo habrá escuchado Perón la rápida derrota de José María Gatica, otro ídolo popular argentino que fue hasta Nueva York en pos de arrebatar el título mundial a Ike Williams, el campeón, y fue noqueado enseguida. En el relato, titulado “Reyes del cincuenta y uno” (la pelea fue la noche del 5 de enero de 1951, pero el título no alude solamente a la fecha), Perón oye el relato mirando por la ventana, de espaldas a la radio, hasta que Gatica cae por primera vez. “Entonces el hombre, por primera vez, se gira y sus ojos negros apuntan a la radio”. Ahora, dice después el narrador, “imagina los golpes de Williams mejor que si los estuviera viendo”.

Después Perón será derrocado, y más tarde, el 9 de junio de 1956, habrá un intento de sublevación para devolverlo al poder. Esa noche, varios hombres son apresados y fusilados ilegalmente en un suburbio de Buenos Aires. Se habían reunido para escuchar la pelea entre el argentino Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza. La radio “filtra el rumor de la multitud en el Luna Park y la voz tensa del locutor Fioravanti, transmitiendo las primeras incidencias del match”, reconstruiría más tarde Rodolfo Walsh en Operación Masacre.

Pablo, el protagonista de la novela Hay unos tipos abajo, de Antonio Dal Masetto, camina por una Buenos Aires paradojal y siniestra: la del 29 de junio de 1978. A su alrededor, en la misma ciudad, hay decenas de centros clandestinos de detención, donde miles de personas son torturadas y asesinadas, y también hay un estadio en el que las selecciones de Argentina y Holanda juegan la final del Mundial de fútbol. Pablo se asoma a una gomería. “Al fondo, en la penumbra, sentado sobre un banquito y recostado sobre una pila de cubiertas, había un hombre gordo con un mate en la mano. Tenía una estufa eléctrica al lado y, sobre otro banquito, una radio […] Aquel era un gordo calmo, no hablaba. Escuchaba el relato muy concentrado y su cara no expresaba nada. Miraba la radio con tanta intensidad como si viera imágenes en ella”.

El 22 de junio de 1986, Víctor Hugo Morales llevó el relato radiofónico deportivo a su más alta expresión. Fue el día en que Argentina e Inglaterra, cuatro años después de enfrentarse en la guerra de las Malvinas, se vieron las caras en el Mundial de México. El día de los históricos goles de Maradona, uno con la mano, el otro con la magia de un genio inigualable. El relato de Morales de este segundo gol hoy se lee casi como un poema, y el texto completo del relato —las casi dos horas que van desde antes de la ejecución de los himnos nacionales hasta los comentarios del final del partido— fue editado en forma de libro, en 2013, por la editorial Interzona. Por eso, no me parece erróneo considerarlo una parte de la literatura argentina.

 

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Y así como Cortázar fecha el nacimiento de la radio en aquella jornada de 1923, no me parece del todo exagerado certificar su muerte en esta de 1986. O al menos su ápice, su apogeo, y ya sabemos que todo imperio, cuando deja de expandirse, comienza a morir. Se me dirá que la radio sigue existiendo, y es cierto; también seguía existiendo el boxeo allá por los años sesenta, cuando Cortázar lo daba por muerto cuatro décadas antes. En la década de 1980 la radio cedió definitivamente su lugar a la televisión como reina de los mass media y, por ende, de las transmisiones deportivas y de la edificación del patriotismo cotidiano. Aquel relato de Víctor Hugo fue una suerte de canto de sirena.

Pido disculpas por el “exceso de argentinidad” de este artículo. Ya he mencionado lo bien que se nos da el nacionalismo a mis compatriotas y a mí. Pero intuyo que el razonamiento es válido para cualquier otro país. Que los lectores de otras latitudes podrán encontrar los hechos y las referencias para trazar los correspondientes paralelismos en cuanto al origen y el cenit (y, por lo tanto, la decadencia) de la radio en cada lugar.

Una imagen final: la del Perón de “Reyes del cincuenta y uno”, que de pronto gira y clava los ojos en la radio y se imagina las acciones mejor que si las estuviera viendo. O la del personaje de Dal Masetto, que escucha el relato muy concentrado y con cara inexpresiva y mirando la radio con tanta intensidad como si viera imágenes en ella. O la de todos los que llegamos a vivir aquella época y también mirábamos el aparato de radio, como si en sus perillas, sus números o sus parlantes se cifrara un truco para imaginar mejor lo que estábamos oyendo. A las nuevas generaciones, hijas de las pantallas, les costará un poco entender de qué hablo.

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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