El Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros que anualmente elabora la Federación del gremio de Editores y el Ministerio de Cultura ha vuelto a ofrecer los mismos datos de los últimos años: más de un 30% de población española no lee nunca un libro. Y hasta casi el 40% admite que ni siquiera lo hace en su tiempo de ocio. Una vez más las manos a la cabeza y la sempiterna pregunta: ¿por qué no se lee?
Hace tiempo que la industria del libro no pasa por sus mejores momentos. Ya quisieran las ventas acercarse a las de hace quince años, cuando un gran éxito podía acercarse al millón de libros vendidos. Hoy hay alborozo y regocijo en una editorial cuando un título alcanza los 50.000 ejemplares vendidos. Esos son los bestsellers. Porque lo de Patria es otra cosa. Un fenómeno que es casi como el cometa Halley. Y hace más de dos años que no se ve.
Se dice que es cosa de la crisis. Que ya no se compran libros porque son caros. Y seguramente hay parte de eso. Entran menos libros en las casas. Pero en aquellas en las que siempre se ha leído siguen entrando aunque sea en menos cantidad. Y, además, también se puede ir a la biblioteca. La cuestión es otra: por qué ese 40% no va leer haya crisis o no.
Los que saben del asunto –editores, libreros, el gremio intelectual– señalan que hoy nuestros hábitos de consumo cultural han cambiado. Tenemos las series de televisión, surfeamos por Internet, tuiteamos…, cualquier cosa menos coger un libro. Pero también pienso que todos estos hábitos no son incompatibles con la lectura. Se pueden ver todas las series de Netflix o todas las películas de Filmin, ser un poseso de Twitter… y también leer. Te puede entusiasmar el fútbol y leer.
Miro a mi alrededor y observo a la gente que sé que apenas lee (o no lee nada: creo que en esta encuesta todavía se miente un poco). Y pienso en que si a ellos también les aburrieron ciertas lecturas en la época escolar –como a mí– por qué pasado ese tiempo de la obligatoriedad, cuando ya nadie te decía que tenías que leer tal libro, por qué algunos lo abandonaron y otros no lo hicimos. Y en este círculo de los despegados de la lectura hay hombres y mujeres, aunque me temo que más ellos que ellas.
Pienso también en si alguna vez fuimos un país realmente lector. Y me temo que si se hiciera un análisis sociológico igual tampoco tendríamos que llevarnos tanto las manos a la cabeza por los últimos datos. En el barómetro de 2012, un 37% admitía no leer nunca, cinco puntos más que en la última encuesta. Muchas de nuestras familias proceden del analfabetismo. En muchas apenas entró un libro a no ser aquellas enciclopedias que se empezaban a vender por las casas y que tenían más una función decorativa que de prestancia intelectual. El atraso cultural que este país tuvo durante tanto tiempo también se cobra sus facturas y quizá no lo empezamos a hacer tan mal después de un tiempo. Cuando nos fijamos en otros países como Francia, Alemania o Reino Unido muchas veces no tenemos en cuenta esta cuestión.
Pero también pienso que precisamente por esto hubo una época en la que leer, hablar de libros, estaba asociado con un ascenso de estatus. Un poco como esa psicosis por que los hijos fueran a la universidad que empezó ya a finales de los setenta. Igual aquello era un todo: estudiar, tener una carrera, leer era pasar la pantalla de clase social. Y ahí fue quizá cuando la lectura más en valor se puso.
Hoy creo que todo esto importa menos porque ascender se asciende poco. La lectura no confiere ningún estatus social. No es atractiva. Ni cool. Ni fetén. Y, además, es un acto íntimo en una nueva sociedad volcada hacia el exterior. Nada decimos de nosotros mismos cuando leemos. No al menos de forma inmediata. Nada que ver, por ejemplo, con las imágenes que podemos subir a redes como Instagram donde recibimos aplausos ipso-facto hacia nuestro ego y nuestra autoestima. Por supuesto, es posible ser un adicto a Instagram y leer, pero para esto me temo que la lectura tiene que formar parte de tu conversación. Los libros tienen que haber estado ya ahí.
No sé cuáles son las fórmulas para revertir ese dato del 30%, para que los adolescentes no abandonen la lectura una vez que esta no es una obligación escolar. Creo, de forma optimista, que si la encuesta se hubiera hecho hace cuarenta años el resultado hubiera sido mucho peor, pero también pienso que al desvanecerse ese punto de prestigio las dificultades para atraer hacia la lectura (los que están perdidos veo difícil su recuperación) sean cada vez mayores. Hoy leer no da prestigio; el prestigio lo da decir: “no tengo tiempo para leer”.
es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.