Foto: Pixabay

Mi mamá es una estrella de Instagram

Desde sus inicios, Instagram ha causado fascinación, ansiedad y gratificación instantánea entre los jóvenes. Los efectos de este fenómeno apabullante, sin embargo, no tienen edad.
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La pandemia convirtió a mi madre en estrella de Instagram.

Por supuesto, ella no es una modelo de 23 años, ni una influencer de 17 que presume un manojo de seis (o hasta nueve) cifras de followers en sus cuentas. Tampoco es un chaval que logró un perfil como modo de vida y que funge como impresora de billetes sin tregua. Ahí están los Juanpa Zuritas, los Polinesios y varias TikTokers que explotaron su creatividad e inflaron sus métricas durante la pandemia.

Estoy hablando de mi madre. Ella tiene 63 años.

Su cuenta de Instagram (IG) presume más de diez mil seguidores, los cuales llegaron de manera orgánica (nada de pautas, granjas de bots ni estrategias intensas de “me sigues-te sigo”… uno que otro giveaway), la gran mayoría de ellos durante los casi dos años que llevamos en modo pandémico.

¿Qué es lo que hace en su perfil instagrámico? La verdad, cosas increíbles. La Pale, como es barrialmente conocida desde hace varias décadas por su negocio en Guadalajara –una pastelería–, decora y combina mesas (en su bio se autoproclama table stylist) y, con ayuda de un texto que escribe, reescribe, edita, borra y vuelve a escribir, ensancha la belleza (¿el arte?) de una mesa bien puesta, de esas que apantallan a las invitadas, Pale, qué bonita mesa, Chula, qué cosas tan bellas pusiste de adornos, Amiga, no debiste, no era necesario.

Desde que mi mamá se convirtió en instastar, toda su vida se vuelca a los posts, los likes, los comments, la perfección del timing de cada contenido y la edición exhaustiva de los reels desde la pantalla diminuta de un celular.

En stories, posts y reels –los formatos que esta red social permite subir–, La Pale explica cómo combinar un bajoplato con el camino, los mil y un modos de doblar una servilleta, las virtudes de hacer juego con el plato trinche y el molletón, la armonía que brinda un buen bajo mantel y la importancia de un centro de mesa sutil. Con estos “contenidos” (la palabra de moda) logra 200 likes en menos de un día y 50 comentarios de sus followers, los cuales responde uno por uno, aunque sea con un emoji (sí, puede estar horas frente al celular).

Antes de la pandemia, mi madre contaba con un feed “normal” de IG. Subía una que otra foto con mis hermanos, mi papá o conmigo; buscaba un atardecer para poner una frase cursi de Carlos Ruiz Zafón; alguna story de la hija de su sobrina intentando decir murciélago. Vaya, como cualquier cuenta. Pero desde que se convirtió en instastar, toda su vida se vuelca a los posts, los likes, los comments, la perfección del timing de cada contenido y la edición exhaustiva de los reels desde la pantalla diminuta de un celular.

No puedo afirmar que La Pale sea una influencer, pero sí es una persona que se preocupa por la calidad y que busca la gratificación instantánea que ofrecen estas adictiv(ísim)as plataformas para sentirse bien. ¿Cómo nos hicieron tan dependientes, a todas y todos, sin importar la edad?

La revolución pintada de colorines modernos

Instagram nació, según han dicho hasta el cansancio sus creadores Kevin Systrom y Mike Krieger, para ser una app con una característica sencilla pero irresistible: hacer que todo lo que hacemos se vea más bonito. Fue una de las primeras que explotó en serio la simbiosis con nuestros celulares, a través de la cámara, y que reforzó nuestra (nueva) necesidad de validación social a golpe de corazoncitos virtuales.

Todos sabemos que no es difícil subir una buena foto a Instagram. Sus célebres filtros hacen todo el numerito por nosotros y en dos clics nos vestimos de buenos fotógrafos. “Es como si Twitter tuviera un botón que te hiciera más inteligente”, escribe la periodista Sarah Frier en su excelentísimo No filter. The inside story of Instagram (2020). El fenómeno que esta plataforma desencadenó fue apabullante y caló hondo en la psique humana: empezamos a percibir nuestra vida de manera diferente, a ser más precavidos y más meticulosos con el ojo, a sacar la cámara ante cualquier provocación. De repente, con el filtro “Valencia”, una pared roída por el moho en alguna calle perdida de Huichapan se tornaba en algo hermoso –al menos en una pantalla.

Fue el inicio del hype. Nació lo “instragrameable” y a tarolazos se refrendó que nada, nada, es “facebookeable” –en México, país de la opinión desbordada, al menos Twitter se defiende con el “perro tuitazo”–. Los (buenos) estrategas de marketing tuvieron que revolucionar sus proyectos para que la comunicación de sus clientes se adaptara a esta app engalanadora. Tanto así que, en 2017, los de Starbucks nos aventaron al son de colores chillones el Unicorn Frapuccino, el primer producto hecho exclusivamente para la aplicación. Era un chirriante (¿asqueroso?) algodón de azúcar líquido con chispas, pero, ¡ah, qué bien retrataba!

No solo eso: obligamos a que los restauranteros consideraran y le metieran excesos visuales (¿al límite con lo pornográfico?) a sus platillos para que fueran dignos de la app del momento: los desayunos (o desayuno+comida+cena) de Lardo (Ciudad de México), el chile en nogada de Casarreyna (Puebla), el corazón de Rib Eye en La Nacional (Monterrey), la Leche de tigre de coco del Siete y medio de Paco (Guadalajara), los cocteles del Nightjar (Londres). En Estados Unidos, los restaurantes Sugar Factory se jactan de ser los “más ‘instragrameados’ del país” por las presentaciones pomposas de sus alimentos, como unas hamburguesitas con los colores del arcoíris o una malteada de Oreo con brillantina dorada y una rebanada de cheesecake encima. Todo indica que no basta con apantallar al troglodita o al borracho: este además tiene que apantallar a los que están a cinco kilómetros (o cinco mil) de distancia.

Y así, sin darnos cuenta (¿o dándonos y cediendo?) nos sumergimos en el celular y, sobre todo, en la app rosimorada y depositamos varios comportamientos humanos. Queramos o no, así funciona nuestra vida moderna: si avistamos aburrimiento (cosa de 10 segundos en la fila del súper), sacamos el celular para surfear entre 27 stories que no hemos visto. Corazoncito por aquí, emoji de carita feliz por acá. Nos aburrimos de ver stories, para eso están los posts, los reels o @memelasdeorizaba. Y si nos aburrimos de estos, volvemos a las stories, seguro hay tres o cuatro nuevas. Es un ciclo sin fin.

La nueva vida por una app

La Pale empezó un día, en un momento de lucidez (o aburrimiento, a lo dicho), durante la pandemia. Decidió hacer una sección de preguntas y respuestas comandada por mi prima, otra ávida de Instagram, y le gustó: le preguntaron sobre estilo, recetas de pasteles y cómo mantenerse fit a su edad. Otro día decidió hacer un Live, en donde decoraba una mesa con carácter. Logró juntar, si mal no recuerdo, 70 ojitos y se emocionó. A partir de ese momento, en otro instante de lucidez (más que de aburrimiento), decidió institucionalizar los Jueves de Pale: a las siete de la tarde, sin excepción, hacía un “en vivo” en donde explicaba cómo poner una mesa elegante y coqueta y se apoyaba con uno que otro adorno que sacaba de su sala (unos pajaritos de porcelana) o de la cocina de su hermana (unos gallos de talavera).

Así comenzó el tormento. Al principio eran Lives en sus IG stories, tan llenos de hermosa improvisación, pero después, al no querer el yugo de estar anclada a un horario, empezó con videos grabados que subía el mismo jueves a la misma hora. Y llegó un peor martirio, para ella y quienes la vemos más de una vez a la semana.

Tienes que amar la perfección para poder hacer estos videos. Para uno de tres minutos, La Pale se tarda 45 (sin contar las muchas horas de preparación). Al grabar, todo fluye sin aspavientos hasta que, claro, se cruza el ladrido de la perra, la entrada intempestiva de mi padre a la terraza, el grito del gasero o la alarma del vecino, y a empezar de nuevo, para que quede perfecto y presuma ese flujo narrativo natural.

El estrés y la exigencia visual por sus fotos o videos son cosa de todos los días. Así como @iskra se quejó hace unos años del dolor físico y el estrés que significa ser modelo de Instagram, así a veces lo siento con ella, por la frustración que le puede generar la publicación de un post, un reel o una story.

¿Qué es lo “instagrameable”?

Cerca de 200 millones de usuarios de IG tienen más de 50 mil seguidores. “Un número que les permite ganar un dinero asociándose con marcas”, arguye Frier en su No filter. “Y menos de una centésima parte del 1% de la totalidad de los usuarios de Instagram tienen más de un millón de seguidores”. O sea: más de seis millones de celebridades instantáneas, muchas de ellas famosas precisamente por Instagram. Como dije, mi madre tiene apenas unos diez mil seguidores, pero ya recibe llamadas y tiene acuerdos con algunas tiendas locales para que promocione sus productos a cambio de asociaciones (ella, encantada).

En septiembre pasado, el Wall Street Journal reportó que 32% de las adolescentes que se sentían incómodas con su cuerpo se sintieron peor al usar IG. Pero nadie se salva de las redes sociales.

Este es el “nuevo” Instagram. De una app que nació –sus creadores insisten– como un campo para la creatividad, diseño, experiencias y honestidad, ahora tenemos un espacio para la autopromoción, un espacio de intercambio comercial y, claro, un canal afincado de memes.

Restaurantes, librerías, marcas de todo tipo, nutriólogas, modelos, viajeros, comidistas, runners (y puedo seguir) se promocionan atractivamente en esta app. Si eres un/a profesional, es necesario (¿obligatorio?) tener un perfil activo en IG y cultivar una comunidad activa, aunque seas un sencillo puesto de tacos de canasta. Una audiencia siempre significará una oportunidad de negocio… y momentos de ansiedad por mantenerla interesada y contenta (como le pasa a La Pale).

Lo bueno y lo peor

Debo agregar que hay cosas buenas en la nueva vida instagramera de mi madre. Gracias a su cuenta, tiene un nuevo pasatiempo y un propósito que la impulsa y la mantiene creativa. Estructuró sus horarios para sacar sus pendientes laborales, personales y de instastar. Utiliza su canal para promocionar y celebrar los pasteles, galletas y demás delicias de su negocio. Creó el hashtag #ContentaCon60 para demostrar que se puede tener seis décadas y gozar una vida activa –busca motivar a otras mujeres para que no se detengan por la edad–. Conoció a grandes personas, la mayoría table stylists en otros países, como Tincho y Bencho en Bogotá (ya les dice “mis amigos”). Logró cautivar a un nicho que yo ni conocía e hizo que algo tan común como un comedor maquillado fuera totalmente “instragrameable”. Si sigue por este camino, con más y más followers, puede potencializar su perfil en un negocio. ¿Lo más importante? Se divierte y se divierte mucho, a pesar del estrés y la “presión por publicar”.

No todos los casos son así. Cientos de estudios y artículos en medios demuestran que los jóvenes son los más vulnerables y, sí, lo son. En septiembre pasado llegó el más reciente: el Wall Street Journal reportó que 32% de las adolescentes que se sentían incómodas con su cuerpo se sintieron peor al usar IG. Pero nadie se salva de las social media apps. La escritora Caitlin Flanagan aceptó en un artículo en The Atlantic que Twitter ‘hackeó’ su circuito mental e interrumpió la formación de sus pensamientos. “La app es una luz roja parpadeando, parpadeando, parpadeando, destruyendo mi capacidad de pensamiento privado, absorbiendo todo mi talento e ingenio”. Flanagan no es una adolescente, tiene 60 años.

Además, vemos cómo otras personas, en su mayoría adultos mayores, se dejan llevar por las teorías conspirativas en Facebook, las noticias falsas en WhatsApp o los videos sin contexto (y que consideran como “verdades”) en YouTube. John Oliver ya dedicó un episodio de Last Week Tonight a la desinformación y el abuso estratégico de estas apps en personas mayores de 50 años (por supuesto, replicó el chiste de “las tías de WhatsApp”). El análisis del modus operandi de las empresas de redes sociales no es nuevo, pero no deja de ser aterrador y preocupante.

La Pale es un ejemplo de lo que puede ser Instagram para creadores, emprendedores y consumidores: un espacio democrático y electrizante donde cualquier persona con voluntad puede conectar con comunidades universales e impulsar ideas, productos, memes y estilo de vida, a pesar de los días y las horas que uno puede o debe estar pegado a la pantalla para lograrlo.

Pero pensar que las flamantes plataformas digitales, tan modernas ellas, solo tienen efectos negativos en los jóvenes, es dejarles el camino libre para que sigan generando herramientas y sistemas que nos mantengan ahí, a todas y todos, en un espacio cuyo empaque es de likes, share, social, connectivity y armonía, pero por dentro solo tiene ansiedad, burnout, desinformación y mucho, muchísimo tiempo en pantalla.

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(Guadalajara, 1988). Maestro en Comunicación Política por la Universidad Libre de Berlín, trabaja como editor en una agencia de contenidos en la Ciudad de México. Es aficionado de Scorsese, Buñuel, Sorrentino y de las películas ochenteras de Hollywood.


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