Esta semana me he acordado mucho del historiador estadounidense Norman Cantor. Lo conocí en la maestría, donde tomé un curso suyo sobre el siglo XX. El tipo era un sabio irascible. El primer día de clases nos advirtió que no le interesaban nuestras preguntas: “están aquí para escucharme, no para discutir conmigo”, nos dijo. Así transcurrieron poco más de cinco meses, en los que nos guió por las páginas de The American Century, quizá su libro más conocido. Escucharlo era un deleite, como también lo era tratar de descifrar los apuntes que, con mano temblorosa, anotaba al margen de los ensayos que le entregábamos cada semana.
Cuando supe que había aprobado el curso fui a visitarlo por unos minutos a la oficina que, según recuerdo, tenía en el campus. A sabiendas de su legendaria impaciencia, mi intención era solo un agradecimiento veloz. Para mi sorpresa, Cantor me invitó a sentarme con él un rato. Tuvimos una conversación breve pero memorable. Se me quedaron un par de ideas. Primero, Cantor me sugirió que desconfiara de aquellos que, en un ataque de narcisismo generacional (no usó esa frase, pero creo que le hubiera gustado), insisten en que viven en el mejor o en el peor de los tiempos: “el que estudia la historia sabe que siempre ha habido un momento más difícil para los seres humanos. Pensar lo contrario es una terquedad". Después me dijo algo que todavía recuerdo con cierta fascinación y no poca ternura. Décadas de estudio lo habían convencido de que la humanidad no tenía remedio, o al menos no a través del aprendizaje de sus propias omisiones u acciones. La única manera de que las cosas cambien, me explicó, sería un evento avasallador que nos remitiera a nuestra propia fragilidad y finitud. “Verá usted: la peste negra fue una lección de humildad”, me confió casi murmurando.
Las imágenes de los últimos días me han llevado de vuelta a las palabras de Cantor. Nuestros múltiples horrores evidencian un momento espeluznante. Incluso hay algunos que, cayendo en la trampa propuesta por Cantor, juran que atravesamos por el peor de los tiempos. Argumentos no les faltan. La demencia de Putin, el conflicto ucraniano, los restos del avión de Malaysia Airlines, la interminable matanza en Siria, la locura fanática de ISIS en Irak, la obstinación asesina de Hamas, la feroz y desproporcionada ofensiva israelí en Gaza… todo parecería indicar que el mundo, como diría Madeleine Albright, está hecho “un desastre”. Duele decirlo pero es verdad: no hay hipérbole alguna en nuestra alarma. Aunque Cantor tenía razón y sería frívolo asegurar que nuestra época es la peor, la inestabilidad mundial no es cosa de juego. Hay una lista de variables que, en conjunto, pueden hundir al planeta en una conflagración llena de riesgos mayúsculos.
Lo curioso —y espeluznante— es que la otra parte de mi conversación con el viejo Cantor también está ahí, escondida en las noticias de esta tremenda semana. Porque mientras la atención del mundo ha estado puesta en los desplantes del dictador de Moscú o el sangriento galimatías de Medio Oriente, una amenaza mucho peor sigue creciendo en África. La epidemia de ébola, el apocalíptico virus que mata al 90% de la población que lo contrae, ha alcanzado ya dimensiones históricas. Al día de hoy, casi 700 personas han muerto, todas (hasta ahora) en el continente africano. El total de personas infectadas ronda las mil doscientas. Pero la peor noticia no ha sido el tamaño de la epidemia sino los indicios de que ya ha rebasado los límites de Liberia, Nueva Guinea y Sierra Leona. La muerte de un liberiano llamado Patrick Sawyer puso al mundo entero en alerta: resulta que Sawyer voló de Monrovia a Lagos mientras estaba enfermo de ébola. Lagos es la ciudad más grande y más densamente poblada de Nigeria (y de África), además de ser un importante nodo de transporte aéreo. Aerolíneas de 35 países tienen vuelos directos a alguno de los cuatro países donde se han registrado casos del virus. Si la enfermedad logra salir de África, el contagio podría convertirse en algo nunca antes visto.
Nada de esto da para la angustia, al menos no todavía. Como señalaba un especialista hace poco: “más gente muere de diarrea en un solo día que la que ha muerto en toda la historia por ébola”. Pero la amenaza está ahí. Y reflexionar sobre las consecuencias —históricas, demográficas y hasta culturales— de una epidemia de ese calibre no es un ejercicio de fantasía. Sea lo que sea, algo es innegable: ante algo así, tendríamos poco tiempo para nuestros conflictos, tan mezquinos.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.