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Terminó el año y, con él, la temporada de listas de lo mejor del año. Una temporada de la que algunos se quejan: sienten que no pueden levantar una piedra sin encontrar una de esas listas. Pareciera que el espíritu navideño incluye una suerte de fervor por ellas . Sin embargo, no son exclusivas de diciembre. Hacemos listas todo el tiempo. A cada rato: la del supermercado, la de los lugares del mundo que queremos conocer, la de las canciones que queremos escuchar durante la próxima media hora en Spotify, la de las cosas que hacer antes de morir, la de las listas que hacemos a cada rato, y un interminable etcétera (no debería utilizar esta palabra, ya entenderán por qué).
¿Por qué nos gustan tanto las listas? Probablemente la razón principal sea la pereza. Una lista transmite información de un modo fácil de leer, de interpretar, de entender. Anuncia desde el principio cuántos elementos la componen y luego los enumera uno a uno, de forma amena y ordenada: cuál está antes, cuál viene después. No hay que pensar, ni evaluar. Si además cada ítem está antecedido por un espacio en blanco, o utiliza un asterisco para abrir el párrafo, o una o varias palabras en negrita o en cursiva o en mayúsculas, o todo eso junto, es imposible perderse. Éxito garantizado.
Es por eso que la web está llena de listas. Son fáciles, miden bien. Salen arriba de todo en las búsquedas en Google. Y si la proliferación de listas hace que títulos como “37 razones para no viajar a Australia” empiecen a perder un poco de su atractivo, un refuerzo entre paréntesis (“la 9 no la podrás creer”) le devuelve la tonicidad. Cuando a todo eso se le añade la obsesión por los balances de fin de año, el banquete de las listas está servido. Quien guste de ellas se puede dar un atracón.
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Ricardo Piglia, en una nota de Los diarios de Emilio Renzi fechada el 13 de mayo de 1970, escribe:
Como antes con los cuentos y antes con los libros que había leído, y antes con los músicos de jazz, y antes con los jugadores de fútbol y antes con las series de historietas, hago listas. Listas de compras, listas de cosas por hacer, listas de amigos a los que ver, listas de amigas a las que llamar, listas de ciudades que no conozco, listas de capítulos de la novela que voy a escribir. Las listas siempre me han tranquilizado, como si al anotarlas me olvidara del mundo y, en algunos casos, como si anotar fuera ya hacer lo que imagino o prometo, contento entonces, como si la novela cuyos capítulos he anotado ya estuviera escrita.
Para quienes escribimos, en efecto, las listas son unas aliadas siempre fieles. En un capítulo dedicado a las listas en su libro Essayism (“Ensayismo”), el escritor irlandés Brian Dillon cuenta que hace listas de todo lo que quiere incluir en sus textos:
Pienso el ensayo como un recipiente: quiero calmar la ansiedad que viene con la escritura y, si tengo un plan (y mis planes siempre son listas, no diagramas), no tendré que enfrentar la hoja o la pantalla en blanco sin una palabra o una idea en mi cabeza. Puedo simplemente seguir las entradas de mi lista, de la A a la Z, desde la primera hasta el infinito.
Dillon destaca, de todos modos, que si la lista hace bien su trabajo “siempre deja lugar a la posibilidad de inventar o de recordar algo olvidado en el momento de su elaboración”. En ese sentido, escribir es como un viaje, como destacan los apuntes de Liliana Villanueva en el libro Las clases de Hebe Uhart: “Al escribir tiene que haber un momento de vacilación, debo saber y no saber adónde voy, para que el texto sea como un viaje y para que ocurran novedades en el trayecto, que es lo mejor que me puede pasar. Sé lo global, pero en el camino me pasan cosas”.
Todos hacemos listas, aunque sea mentalmente, antes de un viaje: cosas que no pueden faltar en la maleta, lugares a visitar en el destino, personas a quienes comprar regalos… Las enseñanzas de Uhart recopiladas por Villanueva van aún más allá: “El trabajo del escritor no es tanto el trabajo de escribir, sino todo el proceso de ideación previo”. Es decir, el proceso de hacer listas.
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En la literatura “las listas son una excelente manera de comunicar lujo, profusión y corrupción”, afirma Brian Dillon citando un artículo de William Gass. Y pone como ejemplo las piedras que Dorian Gray ordena y desordena en la novela de Oscar Wilde: “El crisoberilo verde olivo, que se vuelve rojo a la luz de la lámpara; la cimofana de vetas de plata, el peridoto color alfóncigo, los topacios rosados y amarillos, los rubíes de un escarlata arrebatado con estrellas temblorosas de cuatro rayos, las piedras de cinamomo, de un rojo llama; las espinelas naranjas y violetas y las amatistas de capas alternas de rubí y zafiro”.
Otro ejemplo es el de Francis Scott Fitzgerald, quien en Suave es la noche describe al personaje de Nicole a través de algunas de las cosas que compra y de ese modo —en palabras del escritor británico David Lodge— aprovecha “el potencial expresivo de las enumeraciones en la ficción”. En el capítulo dedicado a las listas de su libro El arte de la ficción, una especie de manual con consejos para escritores, Lodge explica:
“Cosas baratas y triviales como cuentas de colores, o de uso doméstico, como la miel, se mezclan promiscuamente con voluminosos objetos funcionales —la cama—, juguetes caros —el juego de ajedrez de oro y marfil— y frivolidades —el cocodrilo de goma—. No hay orden lógico en la lista, no hay jerarquía de precio, o de importancia, ni se agrupan los objetos siguiendo cualquier otro criterio. Esa es la cuestión”.
En un texto de 1976 titulado “Notas sobre los objetos que ocupan mi mesa de trabajo”, Georges Perec se lamentaba de que “la escritura contemporánea, con raras excepciones, ha olvidado el arte de enumerar: las listas de Rabelais, la enumeración de los peces, propia de Linneo, en Veinte mil leguas de viaje submarino, la enumeración de los geógrafos que exploraron Australia en Los hijos del Capitán Grant…”. La era de internet (que para Perec habría sido una fiesta interminable) recuperó el afán por las listas, o al menos eso parece. Habría que hacer un estudio, si nadie lo hizo todavía, del estado actual de la cuestión.
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Hace años, un amigo decidió instalar un kiosco. Cuando acudió a la oficina municipal correspondiente para preguntar por las condiciones que debía respetar, le entregaron un listado de los productos que se podían vender en esa clase de negocios: caramelos, chupetines, alfajores, cigarrillos, chocolates, bebidas sin alcohol… El documento enumeraba decenas y decenas de artículos, de forma cada vez más detallada, como si pretendiera abarcar todas las clases, familias, géneros y especies de golosinas y chucherías, hasta que al final, allá a los lejos, se cerraba con un lacónico “etcétera”. ¡Etcétera! ¿Para qué entrar en tales precisiones, para qué aburrirnos con tanta minuciosidad de posibilidades, si nos espera el final abierto al que siempre nos condena la palabra etcétera?
Perec, en su artículo, fue terminante: “Nada parece más simple que confeccionar una lista, pero es más complicado de lo que se cree: siempre olvidamos algo, y estamos tentados de escribir etcétera, pero en un inventario no se escribe etcétera”. A menos que uno sea, como Borges, capaz de componer una clasificación similar a la del Emporio celestial de conocimientos benévolos, en la cual la categoría “etcétera” no es la última y está al mismo nivel que los animales “que se agitan como locos”, “que acaban de romper el jarrón” y “que de lejos parecen moscas”.
“No hay división del universo que no sea arbitraria y conjetural —escribe Borges en el mismo texto—. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo”. En virtud de esa arbitrariedad es que hay listas y más listas de lo que sea. Es cierto que a veces parecen demasiadas, y uno se siente agobiado y abrumado y tiene ganas de gritar “¡Basta ya de listas!”. Pero entonces le sale al cruce un enlace que promete, digamos, las diez jugadas más curiosas de la Copa Libertadores 2017, todo tan clarito y ordenado y sin ningún desagradable etcétera… Es una oferta que no se puede rechazar.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.