Por fin cerró yolocaust.de, el sitio web que el 20 de enero Shahak Shapira abrió para aleccionar a los visitantes del Memorial del Holocausto de Berlín. Antes de inaugurarlo, antes incluso de idear el proyecto, Shapira se topaba en internet con las selfies que los adolescentes se toman, todos sonrisas, dentro de las cámaras de gas y junto a las chimeneas de los hornos de los campos de concentración. “¿Cuántas más de estas inapropiadas y estúpidas fotos tengo que ver?”, pensaba mientras recorría timelines en Instagram y revisaba perfiles de Facebook. Más se enojaba y más buscaba los despreocupados retratos de los turistas en los memoriales. Me lo imagino en sus tiempos libres y en la madrugada, scrolleando con el dedo índice la pantalla de su smartphone, agotando los minutos de su plan de internet, excavando para encontrar más y más de esas fotos que le calientan la cabeza y le revuelven el estómago. Un muchachito malabareando seis pelotas rosas entre los pilares grises del Memorial del Holocausto; una jovencita, otra más, decenas de ellas, haciendo alarde de sus destrezas acrobáticas, ensayando posiciones de gimnasia artística encima de los bloques del memorial. Primero, Shapira se sintió ofendido. ¿Cómo es posible que alguien se atreva a comportarse de esa manera en un memorial? Después, los juzgó de frívolos. Pero a la enésima foto decidió que esa ligereza, más que irrespetuosa, era peligrosa. Shapira se imaginó una afrenta contra la memoria. “La gente necesita entender lo que en realidad está haciendo cuando se toma esas fotos”. Fue entonces cuando decidió castigarlos.
Acusador, levantó el dedo índice, se llenó los pulmones con el aire de la indignación, ladró un regaño y decidió que era hora de impartir castigos públicos. Eligió doce selfies –según él, las más escandalosas–, las subió a yolocaust.de y editó el sitio para que cada vez que el puntero del mouse se coloque encima de una de ellas, desaparezca el escenario donde originalmente fueron tomadas (el memorial) y a cambio aparezca una de las fotografías que documentan los montones, las pilas de cadáveres que se descubrieron en los campos de concentración.
Yolocaust.de ha sido visitado por 2.5 millones de usuarios, celebrado por muchos y cubierto por decenas de sitios web. Aunque entiendo la indignación de Shapira, la suya es una crítica que no da al blanco, al menos en términos arquitectónicos, pues el Memorial del Holocausto de Berlín no dictamina de qué manera debe ser usado por el visitante. Dice Eran Neuman –actual director del Museo de Israel en Jerusalén y estudioso de las representaciones que la arquitectura hace de la historia y, sobre todo, del Holocausto– que este memorial “es la conclusión de la teoría y las ideas que Peter Eisenman ha desarrollado sobre su labor. Al arquitecto le importan las estructuras formales, no las funciones del edificio. Son las personas quienes deciden cómo usar los espacios de cualquier construcción”.[1] Eisenman tiene un pleito casado con la perspectiva funcional de su disciplina. Pienso, por ejemplo, en las áreas verdes de los conjuntos residenciales (algunos tienen su propio club y supermercado) y en las personas que se resisten al espacio normado: siempre habrá quién fume en el estacionamiento, escondido y en cuclillas entre los automóviles; quien corra a llorar en el baño de la oficina, quien tenga relaciones sexuales en las escaleras de servicio. La manera en que se emplea el espacio no siempre está en la cabeza del arquitecto; a veces, está en manos de los usuarios.
De ahí que Eisenman no haya pretendido regular las acciones de los visitantes del Memorial del Holocausto; la construcción está abierta a la experiencia de cada persona, cualquier lectura es bienvenida. Hay quien imagina que los bloques representan ataúdes y asegura que el memorial es un enorme cementerio. Hay quien lo asocia con la tesis de la banalidad del mal de Hannah Arendt. Otros escriben que la experiencia de adentrarse en ese bosque de pilares les revela que la humanidad se acostumbra, de a poco, a los regímenes más crueles y opresivos. Otros más organizan picnics, se besan a hurtadillas, orinan en los corredores. “Si quieren arrojarle piedras, está bien”, aclara Eisenman. La libertad de expresión también cabe en los monumentos y en los memoriales. Tengo para mí que el debate público sobre las maneras en las que conmemoramos ya está en las actividades que los visitantes deciden hacer en el Memorial del Holocausto de Berlín y que por eso no hacía falta la intervención de Shahak Shapira.
Me preocupa el efecto del Yolocaust. Uno recorre el sitio y se intoxica con la misma indignación de Shapira. Nosotros, los inocentes, que jamás nos tomaríamos una selfie en un memorial, nos vamos con la conciencia tranquila. Los otros, los culpables deben pagar por su transgresión. Ellos, los que por una sola selfie ya se olvidaron de los seis millones de judíos asesinados en el Holocausto, los que con una foto ponen en riesgo a la memoria, los que invocan a Hitler y serán responsables de que la historia se repita porque se comieron un sandwich en el memorial. El dictador indignado castiga a los que recuerdan mal (a los que él cree que no entienden) y expone a doce chivos expiatorios a un juicio en internet que ya parece una venganza viral. Hace un par de días, Shapira por fin bajó las fotografías de yolocaust.de, pero solo porque los retratados escribieron un mail sentido y aceptaron disculparse. Claro, Shapira no asume responsabilidad más allá de su sitio web: aunque las fotos que él alteró recorran cientos de páginas, periódicos y revistas en línea, millones de muros de Facebook. No es cosa menor. En el 2014 se viralizó la selfie que una mujer se tomó en Auschwitz; al poco tiempo, la autorretratada recibió amenazas de muerte y violación. Me pregunto si el debate sobre cómo comportarse en un memorial justifica la vergüenza pública, el castigo mundial y el discurso de odio que padecieron doce jóvenes en manos de Shapira.
Por lo anterior, este post no reproduce las fotografías de yolocaust.de
[1] Eran Neuman, Shoah Presence: Architectural Representations of the Holocaust, Ashgate, Inglaterra, 2014, p. 158
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.