Foto: Carlos Tischler/Eyepix Group/Pacific Press via ZUMA Wire

Contra la violencia de género

México atraviesa una crisis de violencia de género. Reunimos posturas diversas sobre qué la origina y cómo hacerle frente.
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Amandititita

¿A dónde huir?

El camino que le sigue a la violencia es un laberinto.
El depredador lo sabe.
Sabe que si una mujer quiere escapar no va a tener a dónde huir.
Sabe que si una mujer decide denunciar no encontrará ley.
¿Por qué habría de detenerse?
Se mata porque se puede.
Porque la corrupción da infinitas posibilidades.
Este laberinto se edificó sobre la tierra fértil de la impunidad y dentro vamos caminando a ciegas, nuestro dolor dibuja el zig zag continuo del miedo.

Paraliza, aterroriza sentirnos tan solas.
Se me parte el corazón al pensar en cada mujer que tiene que volver sola a su casa, que atraviesa calles oscuras con el puño cerrado sabiendo que cada paso que da se borra. Cada día es una ruleta rusa.
El feminicidio ni siquiera es el último eslabón; a una mujer se le puede seguir destruyendo, incluso después de muerta. Los feminicidios son mercancía sensacionalista.
Esto siento: hay una construcción social para destruirnos, el Estado no tiene ni siquiera un esbozo de estrategia para atajar el crimen y es inconcebible que a mucha gente le preocupen más los daños a monumentos que nuestras vidas.
Sin embargo la desesperanza es también un enemigo.
Y tan real como la muerte es la unión que estamos creando, la conciencia para cuidarnos las unas a las otras, la responsabilidad para educar a las futuras generaciones.
Algo tan real como la muerte es que nuestras lágrimas tienen la fuerza del mar, yo no conozco el camino pero sé que en todo laberinto hay una salida.

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Sandra Barba

Las mujeres que vivimos en México (porque quiero incluir a las migrantes que están en nuestro país) estamos en una situación realmente insoportable. Hemos tenido a todos los partidos en el gobierno: priístas, panistas, morenistas; a pesar de ello, las muertes violentas de mujeres y niñas persisten desde el 2007. Lo más absurdo es que tenemos leyes, tratados internacionales, protocolos para investigar los casos, instituciones especializadas. ¿Qué ocurre?

Una y otra vez –lo sabemos gracias a testimonios, reportajes de fondo e investigaciones académicas, al conocimiento que han producido las feministas–, escuchamos que muchas personas encargadas de la seguridad pública y la justicia no atienden a las mujeres cuando acuden por primera vez a las instituciones correspondientes (a las mujeres que pueden y logran denunciar); una vez muertas, sus familiares y amigos tampoco obtienen justicia.

Cada caso se convierte en una tragedia porque vemos la incapacidad de esas instituciones para conducir una investigación con perspectiva de género y diligencia debida, y para prevenir estas muertes. Sabemos, por ejemplo, que el suicidio de una mujer debe investigarse también como posible feminicidio; sin embargo, la antes Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México quiso desentenderse de Lesvy y clasificarla como suicidio. Sabemos que antes de que un hombre mate a una mujer con la que está relacionada hay varios incidentes de violencia: golpes, violaciones, violencia económica y psicológica. Sabemos que la impunidad es otro factor que incide en estas muertes violentas. Finalmente, sabemos que la militarización del país resulta en muchos casos de secuestro, tortura, violación, agresiones y muertes de niñas y mujeres. Sabemos que las mujeres sufren discriminación laboral (segregación en ciertas ocupaciones, menores salarios, pocas oportunidades de ocupar puestos altos), lo que afecta su capacidad para conseguir un ingreso que les permita abandonar los contextos de violencia. Sabemos que 75 de cada 100 mujeres que nacen en el estrato socioeconómico más bajo no consiguen salir de él (en el caso de los hombres, el número es 71 de cada 100). Sabemos que son ellas las que hacen la mayor parte del trabajo doméstico y se encargan de la crianza, o lo delegan en las mujeres pobres.

Todos estos factores son producto de nuestra sociedad, es decir, podemos cambiarlos. Debemos empezar a hacerlo para que las mujeres no padezcan la desigualdad ante los hombres que se traduce en discriminación y violencia. Es imprescindible que comprendamos esto ahora mismo: la violencia contra las mujeres no es una suma de casos aislados, no se trata de la acción violenta de un hombre contra una mujer, de un individuo contra otro. Estamos ante un problema social, que nos atañe a todos nosotros, a todas las instituciones, a todas las empresas, a todos los partidos, a todos los gobiernos.

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Libia Brenda

Hace unos días me quejaba de la falta de compasión de una persona; mi interlocutora, a la que adoro y admiro muchísimo, me dijo: “No puede tenerla porque no tiene imaginación”. Eso me remite a esta frase de Ursula K. Le Guin: “La imaginación es una herramienta esencial de la mente, una manera fundamental de pensar, un medio indispensable para convertirse en y permanecer como ser humano”. A la luz del horror que estamos viviendo cada día, me parece que los hombres carecen de imaginación, pues la mínima empatía necesaria para con las mujeres se desecha ante la posibilidad de ejercer el poder contra nosotras.

Cada día hay otras once mujeres asesinadas. Nosotras nos vamos a dormir con el miedo de que el número crezca o, peor, nos alcance en la vida cotidiana. El origen de esta situación es muy complejo, sí, pero ya es momento de crear soluciones. Los hombres, sin embargo, están rezagados en esa búsqueda, encerrados en su individualismo. ¿Por qué, por ejemplo, para unirse a la indignación tienen que argumentar que una víctima era cercana a alguien más? ¿Por qué no pueden valorar la vida de una joven o una niña por sí misma? Las mujeres no tenemos por qué definirnos por puntaje social: valemos como seres humanos. Pero no lo reconocen. Respingan, dicen que “no todos los hombres”, asumen que si no golpean a una mujer o si nos abren la puerta y nos ceden el paso es porque son respetuosos y justos, porque quienes agreden son otros, el otro. Asumen que el violador es un monstruo excepcional, una sombra informe en un callejón sin luz, pero no, ya lo articularon muy bien Las Tesis: el violador eres tú. El violador eres tú porque asumes que las mujeres somos también el otro, alguien ajeno, asumes que no somos como tú, y ni siquiera te haces responsable de esa asunción.

Sin embargo, las mujeres somos seres humanos (esa propuesta radical). Si algo nos haría mucho bien en el estado de guerra en que estamos ahora mismo es que dejaran de vernos como lo “otro”. Los varones podrían, por ejemplo, empezar a pensarse en grupo, incluyéndonos a nosotras. Hay que asumir, de manera colectiva (que es como las mujeres nos hemos construido, nos defendemos, nos preservamos), qué está haciendo cada quién para perpetuar o no este sistema feminicida. La situación es tan grave que ya se resume en una dicotomía: si no estás haciendo algo para desmontar el sistema, lo estás perpetuando, aun desde una supuesta inacción.

Para que esa otredad se desarticule y dé paso a una colectividad horizontal, una primera aproximación pasa por entender, por sentir compasión, por ejercer la empatía; es decir, empieza por ponerse en los zapatos de la otra. Así, un buen inicio sería que usaran su imaginación.

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Atenea Cruz

“Avísame cuando llegues”

No puedo escribir sobre esto objetivamente, puesto que soy una mujer mexicana. A los once años de edad, un hombre me atajó en un recoveco de las escaleras de la biblioteca para mostrarme su pene mientras se masturbaba, eran las tres y media de la tarde, salí huyendo. En 2019, camino a mi clase de natación, otro hombre me siguió a lo largo de tres cuadras hasta que me alcanzó para agarrarme las nalgas, eran las nueve de la mañana, lo perseguí, pero no logré alcanzarlo. El que ambos hombres actuaran así a plena luz del día, en lugares públicos, evidencia que tales conductas están tan normalizadas que ellos saben que gozan de total impunidad. Entre mi primer acoso y el más reciente ha habido cientos de miradas obscenas, frases lascivas, tocamientos. Veinticinco años de violencia gratuita por ser mujer.

Cuando trabajaba como burócrata cultural rentaba una casa a orillas de la ciudad, a menudo mis actividades terminaban entrada la noche. Siempre era la última en bajarme del microbús. Esos diez minutos a solas con el chofer me angustiaban: era tan fácil que él se desviase del camino y que yo apareciera días después en algún lote baldío violada, sin vida. Tomar un taxi implicaba aún mayor riesgo.

Debo mi supervivencia a la suerte: hace tiempo que la integridad de las mexicanas depende por completo del azar. Como feminista vivo furiosa y dolida. Estoy harta de que tengamos que cuidarnos entre nosotras permanentemente. No estamos entre las prioridades de un gobierno tan incompetente que ni siquiera puede garantizarnos la seguridad de una vía bien iluminada. La burocracia nos revictimiza. Las políticas de protección a mujeres y niñas no funcionan porque las instituciones públicas atienden a una estructura jerárquica tan clasista como patriarcal, desconectada de una realidad grotesca. México está casado con el machismo y la indiferencia.

La única respuesta ante el grado de descomposición social de nuestro país es la reeducación: estrategias eficaces para sensibilizar, prevenir agresiones, evitar feminicidios. Urgen también leyes generadas por y para las mujeres, así como castigos que abarquen desde el acoso callejero hasta los feminicidios. Esto no es “una lucha de gente buena contra gente mala”: es una revuelta contra un sistema cuyas fallas lo vuelven cómplice de la misoginia imperante. Demandamos que el Gobierno haga su trabajo. Vamos a conseguir que se respeten nuestros derechos fundamentales, cueste lo que cueste. Nuestras hermanas muertas ya no pueden pelear, pero nosotras sí.

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Gabriela Damián Miravete

En México es razonable educar a las niñas para cuidarse de los agresores. No es una prioridad educar a los niños para no agredir, porque, se sabe, así son los hombres: es su naturaleza.

En nuestro país es razonable pensar que las mujeres víctimas de violencia doméstica deberían resolver sus asuntos en privado, o bien, aceptar que eso les ocurre por tontas, por dejadas. No es una prioridad hacer de la violencia doméstica un asunto de interés público, a pesar de que la delincuencia, uno de nuestros problemas más graves, está inextricablemente ligada a ella.

Aquí es normal culpar a las madres de niñas y jóvenes asesinadas por cualquier cosa que pudiera pasarles por no haberlas recogido a tiempo en la escuela, por dejarlas solas en casa, por haberles permitido salir de noche (aunque fuera para ir a trabajar), o por darles permiso de irse con el novio. No es una prioridad crear políticas públicas en las escuelas, centros de trabajo e instituciones compatibles con las labores de cuidado ni propiciar espacios para la crianza y los cuidados comunitarios.

Es costumbre que las autoridades no respondan en tiempo y forma a las denuncias ciudadanas, especialmente si las denunciantes son mujeres; porque es razonable pensar que ellas están exagerando, o que están mintiendo para dañar la reputación de algún inocente. No es una prioridad escuchar lo que las mujeres digan para salvar la vida, recuperar la autonomía o preservar la dignidad, sino evitar que lo que digan arruine la vida de un hombre.

Todo esto que es normal, razonable, costumbre, y que a nosotras nos está costando la vida, es una muestra de cómo el mundo está hecho a la medida de los agresores. Necesitamos con urgencia reconocer que es así, y que eso está mal, y es terriblemente injusto y doloroso.

Para hacerlo, es indispensable escuchar a las mujeres.

Las mexicanas, especialmente las más jóvenes, están exigiendo que la sociedad y las autoridades estén a la altura de sus ciudadanas. Desde hace siglos las mujeres nos hemos hecho responsables de nuestro propio crecimiento, de obtener las libertades y derechos que históricamente se nos escamotearon: hoy volvemos a exigir que se respeten y se cumplan. Nuestra rabia no sólo es comprensible: es legítima.

Ante la emergencia de los feminicidios a la que se enfrenta el país, ¿qué van a hacer los hombres? ¿Cómo van a pensarse, a construirse y actuar a partir de estos hechos? ¿O seguirán beneficiándose de las ventajas que este orden del mundo les provee, aunque les convierta en cómplices, involuntarios o no, de estas vidas irrecuperables, y de todo lo que la humanidad pierde con ellas?

Cualquiera que desee vivir en un país distinto debería escuchar con atención las demandas de las mujeres, sumarse a su crítica hacia las instituciones (incluyendo, por supuesto, a las religiosas), a la organización territorial, social y económica imperante, y a quienes la defienden.

Las mujeres han creado un cúmulo de saberes y experiencias valiosas para toda clase de personas, conocimiento empírico y filosófico, práctico y académico, que está disponible para quien quiera acceder a él. Lo hemos hecho con todo lo que pesa sobre nuestras vidas cada hora (el miedo, el dolor, la violencia, la muerte). Pese a todo, las mujeres hemos creado espacios donde vivimos seguras, donde nuestra palabra se escucha, donde es posible construir otra vida. Deseamos ampliar esos espacios, extenderlos a la sociedad, al planeta entero.

Pero para eso nos tienen que dejar vivir.

Queremos vivir y que nuestro paso por el mundo sea testimonio de que esa otra vida es posible, y que de hecho, ya existe: es ésta, pequeña pero creciente y luminosa, en la que nos tenemos las unas a las otras.

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Ana García Bergua

Diez feminicidios al día en México, dice el informe de la propia autoridad, y siguen aumentando. Cada día otra historia espeluznante, desgarradora, una joven o una niña destrozada, su cadáver vejado como un horrendo trofeo que dejan los asesinos ante una sociedad impotente y desesperada. El papel del gobierno no es teorizar ni pontificar frente a las cámaras, tampoco escribir decálogos de buenas intenciones, sino impartir justicia, llevar a cabo políticas públicas efectivas y asegurar que las mujeres y las niñas puedan caminar libres por las calles sin ser asesinadas, violadas, vendidas; que nadie sienta que puede abusar, violar y matar a una mujer sin recibir el castigo de la ley. Eso cruza desde el ámbito familiar hasta el crimen organizado. Si las mujeres podemos vivir libres y seguras, sin ser consideradas presas a atacar, los hombres podrán vivir también: nuestra seguridad y nuestra libertad marcan, en el fondo, la temperatura de la sociedad, y sin ella la tan mentada transformación no es sino un reacomodo de poderes machos. Así de simple, así de complicado.

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Cynthia Ramírez

¿Tiene sentido?

Solo el 30% de las personas que realizan investigación en ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM) y solo el 35% de los estudiantes matriculados en esos campos de estudio son mujeres. En eso pensábamos en mi trabajo días antes del 11 febrero, cuando se conmemoró el Día Internacional de las Mujeres y las Niñas en la Ciencia. ¿Cómo podíamos aprovechar esa fecha para dejar de hacer creer a las niñas que no son lo suficientemente inteligentes para STEM, o que los niños, por el simple hecho de ser hombres, tienen una afinidad natural por esas áreas de conocimiento? Dos días antes, las fotos de Ingrid Escamilla se publicaron en un pasquín amarillista y muy pronto inundaron las redes sociales. El mismo 11 de febrero, el cuerpo de la niña Fátima Aldrighet fue encontrado en una bolsa. ¿Tiene sentido hablar del acceso pleno, equitativo y la participación en la ciencia de mujeres y niñas en un país en donde cada día mueren 10 mujeres?

Estos días han sido terribles y confusos. Donde deberían escucharse propuestas claras se recitan decálogos baladís que la trova más sosa envidiaría. Estos días he dudado: ¿tiene sentido hablar de reducir la brecha salarial y de que más mujeres sean altas ejecutivas o presidentes (a nivel mundial solo el 4% de estos puestos son ocupados por mujeres) en un país en el que las batallas que tenemos que librar son de corte más básico, como sobrevivir? ¡Por supuesto que lo tiene! Y nos toca ahora exigirlo todo junto: queremos vivir, queremos recibir igual paga por igual trabajo, queremos estar en los lugares en los que se toman las decisiones. Aprovechemos esta sacudida, usemos este enojo para empezar a cambiar las cosas. En unos meses, el Foro Generación Igualdad dará cabida a una amplia discusión sobre violencia de género. Usemos ese espacio y construyamos y deconstruyamos todos los que creamos necesarios.

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Fernanda Solórzano

No puedo concebir que alguien cometa un feminicidio. Tampoco un homicidio, sobra decir, pero otros tipos de muertes violentas tienen móviles visibles. Aberrantes pero visibles: la gratificación económica o la pertenencia a grupos delictivos que recurren al exterminio para hacerse del poder. Esto no los vuelve “normales”, mucho menos aceptables. Sería delirante esa conclusión.

Pero el feminicidio es una bestia distinta. Es imposible declarar resueltas las causas que llevan a alguien a matar a una mujer por el simple hecho de serlo, con saña, alevosía y vejaciones a su cuerpo, aun después del crimen. Es un odio indescifrable y, sin duda, multifactorial. Mezcla de machismo arraigado, desequilibrio psicoemocional y, en algunos casos, enfermedad mental. Esto solo por hablar del impulso que lo origina y no del contexto que lo favorece: falta de redes de apoyo a mujeres, un código penal defectuoso y un horizonte de impunidad, entre una decena de factores más.

Todo esto para decir: no hay tiempo para especular. No hay tiempo para buscar causas únicas (no las hay), culpar a quienes “fallaron” (menos a ellas, ni a quienes lloran por ellas), aconsejar “respeto” a las mujeres  o fantasear con un México de amor y fraternidad. Ya se vio que los consejos no detuvieron a quien mató a Fátima. Y el plan de construir Jauja que recién planteó el presidente como respuesta a la carnicería no servirá para proteger a ninguna de las diez mujeres que, según estadísticas, serán asesinadas hoy. Los frentes causales deben ser atendidos pero la vida de estas mujeres –las de hoy, las de mañana, las de todos los días del año– es la absoluta prioridad. Para ello, señor presidente, hay que reconocer su existencia. No nos dé el avión, literalmente, cuando exigimos que el gobierno acabe con su vulnerabilidad.     

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Isabel Turrent

A López Obrador no le gustan los derechos femeninos. Más de una vez, cuando lo interrogaron en campaña sobre la despenalización del aborto, le dio la vuelta al tema afirmando que él “es dueño de su silencio”. Ya en el poder, ni siquiera los asesinatos diarios de mujeres han resquebrajado su misoginia. Ha pasado de sacar el tema de los feminicidios de su agenda mañanera a poner la responsabilidad de lo que pasa hoy en manos de supuestos neoliberales que gobernaron ayer.

Tiene dos graves problemas: el presidente de México ahora es él. Y el famoso pacto de Max Weber lo obliga a ejercer la violencia legítima para cumplir la primera obligación de un Estado eficaz: proteger a sus gobernados y mantener la paz. No hay derechos de los delincuentes que tengan prioridad sobre los de los ciudadanos y no habrá seguridad mientras López Obrador abdique del pacto weberiano.

La lucha por los derechos femeninos ha sido muy larga. Se ha estrellado una y otra vez con prejuicios atávicos como la misoginia, que no tienen cabida en sociedades democráticas y liberales. Quienes sostenemos que hay un haz de valores universales que incluyen la igualdad de derechos entre hombres y mujeres no podemos ser eco del silencio selectivo de López Obrador. Defender abiertamente esos valores es el único camino para acabar con el feminicidio de mujeres y niñas y mandar a asesinos y violadores a la cárcel.

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Ana Francisca Vega

No hay palabras suficientes para hablar del horror y la tristeza de los últimos días. La furia. El aullido ahogado que nos ha quedado al mirar la imagen de la pequeña Fátima caminando tranquila y confiada de la mano de su victimaria. La brutalidad, la inocencia, las ganas de haber estado ahí, en la banqueta opuesta, cruzar la calle, arrancarla de la mano de esa mujer y abrazarla para siempre. Cuidarla.

¿Dónde estaba yo, dónde estábamos todos ese día?, ¿Dónde estaremos hoy, y dónde mañana cuando ellas ya no estén aquí? No son una más. Nunca más una más. Desde aquí las nombramos porque nos hacen falta. No estamos completas y ellas no están solas.

Toca sacudirnos la desesperanza y el terror. Exigir. Acompañar. Seguir empujando: por nosotras, por ellas, por las que vienen después. Hoy toca cimbrarlo todo, enfrentar la ignorancia y los intentos mezquinos –de un lado y del otro– de llevarnos a su lodazal político. Se acabó el tiempo de sus discursos vacíos y de la misoginia institucionalizada. La furia se convierte en fuerza. No hay tregua. Estamos aquí.

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Patricia Vega

La lucha contra la violencia feminicida y su denuncia no es algo nuevo. Una de sus caras más visibles se remonta al libro Huesos en el desierto (Anagrama, 2002), en el que Sergio González Rodríguez reunió investigaciones periodísticas, testimonios, documentos y  reportajes que él realizó sobre los brutales asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua.

Han pasado casi tres décadas desde que se tuvo la primera noticia de esos feminicidios. De entonces a la fecha, en Chihuahua se han organizado observatorios ciudadanos y colectivos de mujeres que buscan a sus hijas desaparecidas, se han escrito reportajes y filmado películas y documentales, se han hecho estudios académicos y actos de protesta, se han modificado leyes, creado protocolos y establecido fiscalías especializadas.

Sin embargo, lejos de disminuir, la violencia machista se ha expandido a lo largo y ancho del país, a grado tal que se habla de una epidemia de asesinatos de mujeres por el simple hecho de ser mujeres. Las legislaciones y el aparato judicial cargan todavía con esos sesgos de género producto de no tomar en cuenta a las mujeres desde el principio.

La diferencia es, ahora, que en menos de un año hemos visto cómo las feministas actuales –principalmente las jóvenes– han manifestado su hartazgo y desesperación ante la falta de una respuesta gubernamental que dicte y ejecute políticas públicas eficaces para combatir al feminicidio, que les permitan sentirse seguras y protegidas.

Las hemos visto pasar del enojo a la furia y de ahí a la ira. Y no sin razón. Su miedo inicial se ha ido transformando en la fuerza que otorga la certeza de la urgente necesidad de una transformación social radical. Su ¡Ya basta! ha pasado de ser un tímido grito a una expresión contundente que muchas veces desemboca en actos cuya violencia se desborda.

Y la actitud del presidente de México, lejos de abonar al diálogo constructivo con las mujeres, denota tal displicencia e ignorancia sobre el tema del feminicidio –entre muchos otros– que resulta alarmante. Escucharlo afirmar que “qué problema de conciencia puede tener” si todos los días su gobierno atiende el problema del feminicidio y lo puede probar, es algo que calienta los ánimos.

No actuar ante la emergencia provocada por la epidemia feminicida va a tener un costo social y político impredecible. Después de todo, la mitad de la población del país somos mujeres cada vez más enojadas, cuya problemática sobrepasa a las ideologías políticas y las realidades sociales. No importa si somos de derecha o de izquierda, o si somos liberales o conservadoras, ricas o pobres, educadas o ignorantes. El feminicidio nos afecta a todas. En ésta y otras luchas ya no estamos tan solas: cada vez contamos con más aliados que empatizan y comprenden la razón de la ira que se ha desatado.

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Karen Villeda

Once son las mujeres que están siendo asesinadas diariamente. Ana Daniela, estudiante de la Universidad de Guanajuato, fue asfixiada por su exnovio. A Claudia Ivette la encontraron en un campo algodonero en Ciudad Juárez. A Esmeralda Herrera le sucedió lo mismo que a Claudia Ivette. A Fátima Cecilia la mató, según nuestro presidente, “un proceso de degradación progresivo que tuvo que ver con el modelo neoliberal”. Laura Berenice también fue una víctima de los feminicidas del caso Campo Algodonero. A Mariana la asesinó su esposo y lo quiso hacer pasar por un suicidio. “Doce violentos años juntos, y un día la mató. Karina lleva un año sin justicia en Ecatepec, Edomex.” Rosaura fue baleada por órdenes de su expareja afuera de la escuela de su hija y sobrevivió, pero tiene mucho miedo. A Susana Belen la encontraron en un canal de riego en Tehuacán. Zulema Guadalupe fue asesinada a quemarropa por su exesposo, quien le dijo a su propio hijo: “despídete de tu mami porque la voy a matar”. Estos son sus nombres. No son once. Son más. Somos todas.

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Es cantante y autora del libro Trece latas de atún.

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.

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Libia Brenda es escritora y editora independiente. En 2019 se convirtió en la primera mujer mexicana finalista a un Premio Hugo.

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(Durango, 1984), es autora de la novela Ecos (FETA, 2017) y de la colección de cuentos Corazones negros (An Alfa Beta, 2019). Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017. Actualmente es becaria del FONCA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento. Fue promotora cultural de literatura del Instituto de Cultura del Estado de Durango, donde también estuvo encargada del programa editorial.

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(Ciudad de México, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla.

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.

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Es politóloga e internacionalista (CIDE, Oxford). Hace televisión, escribe y saca a sus perros a pasear.

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es escritora, cofundadora de La Jornada, periodista cultural desde hace treinta años y autora de El caso Rushdie: Testimonios sobre la intolerancia (Conaculta-INBA, 1991). Su libro más reciente se titula Periodismo mexicano en una nuez (Trilce, 2006).

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es escritora. Con su libro Teoría de cuerdas obtuvo el Premio Nacional de Literatura "Gilberto Owen" 2018. En su página web POETronica (poetronica.net) dialoga con poesía y multimedia.


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